Cordón Soho, Natalia Mardero



All tomorrow’s parties
 

Es cierto que recién estamos en noviembre (al menos mientras escribo esto) pero ya parece claro que 2014 no fue un gran año para la narrativa uruguaya, al menos si lo comparamos con su predecesor, que vio la salida de librazos como Lava, de Daniel Mella, Eucaliptus, de Agustín Acevedo Kanopa y Cielo 1 ½, de Amir Hamed, por poner sólo tres ejemplos. En lo que va del año se destacaron, sí, Matufia, de Rodolfo Santullo, que marca un crecimiento notorio de su autor como novelista, A veces tarda, casi nunca llega, de Pedro Peña, también la consolidación de un narrador sólido, y Smith, de Gonzalo Paredes, para muchos la gran “sorpresa” del año, pero más allá de que estos títulos confirman la preponderancia (con muchos cuerpos de ventaja) de las editoriales HUM y Estuario en la escena literaria uruguaya y más allá, también, de que los tres mencionados son mucho más interesantes que otros de los libros más comentados en este año (como Los geranios, de Ana Solari y el inobjetablemente bien cincelado pero en última instancia gris e intrascendente Caja negra, de Mercedes Estramil), queda, sí, cierto sabor a poco, a falta de apuestas arriegadas (Eucaliptus), libros virtuosos e inclasificables (Cielo 1 ½) y escrituras perturbadoras e inquietantes (Lava). 2014, además, fue –o viene siendo–, si se quiere, una suerte de momento conservador en el proceso de la nueva narrativa uruguaya, en tanto otros tres libros de relieve que llegaron a las librerías fueron reediciones de textos de probada importancia, Aurora lunar, ineludible primera novela de Ercole Lissardi, Adiós Diomedes, de Leandro Delgado, y el sobrevalorado (como parece ir resultando evidente a medida que pasa el tiempo) pero de todas formas más que atendible combo de nouvelles El increíble Springer, de Damián González Bertolino. Es cierto que una reedición en bloque como estos tres libros propuestos por Estuario/HUM es, a su manera, una afirmación, una intervención de importancia en la escena literaria, pero cualquiera o casi cualquiera de ellos son, en sí mismos, más interesantes que lo mejor de este año. Habría que señalar, en todo caso, el pequeño e intenso Encantado, de Amir Hamed, pero se trata en rigor de un ensayo y, por lo tanto, ha de escapar a un repaso de la narrativa del 2014, incluso si esa operación ha de funcionar como una suerte de introducción a otro de los mejores libros del año, aparecido tardíamente y con el equipaje extra de tratarse de la primera novela de una autora que no había publicado un libro completo de narrativa desde 2004.
 
Se trata de Cordón Soho, de Natalia Mardero, y basta con deslizarse sobre sus primeras páginas –tal es la fluidez de la prosa– para quedar completamente inmerso en el pequeño pero rico universo propuesto por la autora. Pequeño, aclaremos, en un sentido meramente imaginativo: Mardero practica un realismo costumbrista que no complica al lector y le ofrece un aparato de referencias históricas y geográficas clarísimo, de modo que ningún montevideano, en ese sentido, va a “perderse” en las entrañas del relato, en sus calles, sus bares y sus paisajes. De hecho, establecer sólidamente un mecanismo de “identificación” del lector (el término es tosco o apresurado, o ambas cosas, sí, pero se entiende a qué apunto) con la narrativa que se le ofrece es indudablemente uno de los objetivos más evidentes de la escritura de Mardero. A la vez, parece inevitable pensar que en tanto sus personajes pertenecen a una subcultura bastante marcada, los “jóvenes profesionales urbanos” –para hacerle un guiño a la década de los ochenta, suerte de Edén mítico de Mardero en su primer libro de relatos– que han rebasado los treinta años y se han apoderado de las nuevas tecnologías y sus posibilidades a la hora de establecerlas como elementos de una identidad en construcción, como norma general hijos de la clase media, universitarios orgullosos de un acervo cultural acotado pero denso que late en las referencias al cine, a la música y a la cultura pop en general. Por eso se puede leer Cordón Soho como un libro más bien endogámico, que parece dirigido puntualmente (y con puntería) a aquellos lectores que gustosamente encuentran o encontrarían un espejo en sus personajes.
Hay cierto narcisismo evidente en esta operación, hábilmente tematizada por una Mardero que ha subido de una suerte de salto cuántico varias casillas (bueno, pero algo debió hacer en los casi diez años en que no publicó narrativa, ¿verdad?) en el tablero de sus poderes como escritora. Así, el libro entiende de espejos y reflejos deseados, especialmente cuando leemos, en la página 29, que Valentina, la protagonista de esta historia hipster de amor/desamor “siempre buscaba eso en alguien, compartir las mismas cosas, poder apreciar de a dos una canción, un libro, una película, retroalimentarse y adorarse por parecerse”. 
 
Esta idea queda resuelta en clave múltiple: tanto nos remitirá a la idea de un grupo social relativamente cerrado o de límites claros –en tanto se pertenece a un grupo que frecuenta determinados lugares en la noche y termina por siempre incluir a las mismas caras, que se encuentran de casualidad como si la ciudad fuera todavía más chica de lo que evidentemente es– como a la bisexualidad más bien lésbica de la protagonista. Se busca, entonces, esa iteración del sí mismo, pero también –y acá van apareciendo las capas de significado que vuelven tan interesante a un libro que desprovisto de ellas sería algo parecido a una muy bien resuelta comedia anodina para chicas– el “misterio para resolver todos los días” en oposición a la construcción más de corte lugar común de la identidad masculina hecha por la protagonista, que detesta ver que los hombres “se acomodan los huevos delante de ti como lo más normal del mundo y (…) escupen como guanacos en la calle”, que está cansada de tener que “explicarles cuándo o como meterla” y que, en particular, se aburre de sus “monólogos ególatras”, notoriamente opuestos al “misterio” de las mujeres y su “piel suave” y su “cuerpo curvilíneo  y delicado” (pp.58-59). Esa operación de espejo (o ese fetiche del espejo o deseo del espejo) encuentra su apoteosis en la novela cuando leemos (p.50) que Valentina y Carolina, la chica por la que la primera siente un crush fuertísimo, “se copiaban los movimientos, rozaban las narices y jugaban a seducirse como niñas que habían descubierto el maquillaje y los tacos de mamá”.


Sobre la belleza
El título de Sadie Smith acaso podría sentarle de maravillas a esta nouvelle de Natalia Mardero, que vuelve al tema de la hermosura prácticamente en todas sus páginas. Hay, entonces, un clima permanente de que estamos leyendo las historias de “gente linda”, que seducen a la protagonista y de alguna manera la enorgullecen de contarlos entre sus amistades. Incluso su roomie heterosexual es capaz de atraerla, en algún momento, con su culo espléndido, atracción eventualmente corregida en plan “no podés”.
Está claro que la profesión de la protagonista –que trabaja en una agencia de publicidad– la vuelve especialmente sensible a la atracción y la seducción, y a partir de esa premisa se vuelven más corpóreos los anillos del deseo y el éxtasis ante la belleza, que arman una suerte de esqueleto o armazón para esta nouvelle. Pero lo realmente interesante es que esa belleza trasciende al mundo de las personas que comparten el momento con Valentina. Hay, por ejemplo, una fuerte presencia de la ciudad como objeto estético, compartida –como todo en este relato es compartido o doble, incluso o, mejor, especialmente, y hay que recordar que el acápite de la novela es “son los amigos a los que podés llamar a las cuatro de la mañana los que importan”, atribuido al ícono del glamour Marlene Dietrich, los momentos más tristes– por Valentina y sus amigos en sus movimientos por la noche y, también, en las sesiones de “cacería fotográfica” narradas en el capítulo número 21 (pp.83-84), donde la protagonista y Pablo, su compañero de trabajo metrosexual y, por lo tanto, encantador, recorren la ciudad deslumbrados por… bueno, porque haya cosas diferentes a las que ellos están acostumbrados a ver. “Se tomaban un ómnibus hacia cualquier lugar y se bajaban donde les daba la gana (…) Conocieron barrios enteros de caminarlos hacia todas las direcciones. Hablaron con dueños de bares, almaceneros mecánicos, amas de casa y niños de la calle. La ciudad tomaba una dimensión desconocida, aunque pueblerina. La gente los miraba como forasteros (…) si les preguntaban ellos no lo desmentían: se hacían pasar por una pareja porteña que buscaba localizaciones para una película”. Es decir: la incursión en lo otro, en esas zonas del paisaje urbano que no frecuentan, les permite la fascinación pero también el sentimiento de que de alguna manera todo lo visto es “menos” (se habla de una dimensión “pueblerina”), les permite la emocionante fusión con la ciudad y sus habitantes pero, a la vez, les da la oportunidad de jugar una carta de impostura, una ironía si se quiere, un notorio demarcarse o diferenciarse, en tanto está siempre la oportunidad de una máscara, una mentira, un confiar en que el otro, más ingenuo, lo va a creer. 
 
En cualquier caso, el juego se hace con miras a un único resultado: además de la identificación entre Valentina y Pablo se obtiene placer estético: ante la ciudad como un todo, con sus habitantes incluidos. Y esa estetización, de alguna manera, implica una paradójica (o no tanto) ausencia de empatía, que Mardero hábilmente visibiliza en su protagonista todavía más cuando esta rechaza la posibilidad de “tener hijos”: “No voy a pasar la mitad de mi vida girando alrededor de una persona que depende completamente de mí. La vida es demasiado corta y bastante interesante como para malgastar el tiempo en eso” (p.81).
El éxtasis ante la belleza urbana, en todo caso, alcanza su cenit en la página 74: “Un Fiat 147 con escape libre bajó la velocidad cuando pasaba junto a ellos; desde el interior un grupo de jóvenes excitados les gritó algo pero no se entendió bien qué, y volvió a acelerar. Ellos devolvieron los gritos, levantaron los brazos en forma de saludo y siguieron andando”.

El vértigo de las playlists
Después de la dedicatoria y la cita de Marlene Dietrich la novela materializa una lista de canciones (escuchable en Grooveshark), como si fuese la banda sonora del libro, la lista de canciones que a su manera llevan el relato. 
 
La idea de la música como elemento fundante de identidad está igualmente clara en la nouvelle; la música, de hecho, comunica, sirve de signo a través de connotaciones o referencias a las letras. Por ejemplo, en la página 32, Pablo, para mandarle un mensaje a Valentina, improvisa una playlist seleccionando “canciones desgarradoras, románticas o apesadumbradas que hablaban de besos robados y desencuentros. Sonaron Brilliant disguise de Bruce Springsteen, Sleep alone de Moby, Lost cause de Beck y Fake plastic trees de Radiohead. Pero la gota que colmó el vaso fue Kissing you de Des’ree. Valentina se levantó de golpe. –Pablo. A la cocina”. Es interesante que no se trate de una única canción: el mensaje es construido por la reiteración del gesto, por la sumatoria de canciones, que evidencia el criterio seleccionador y provoca el desborde. Se trata, entonces, de lo que tienen las canciones en común y del hecho de que sean tantas, que es finalmente lo que mueve a Valentina y propicia la respuesta y el reconocimiento del mensaje.
 
Las playlists, entonces, tienen diversa “utilidad” en la novela. Además de la que abre el libro y nos propone una línea de lectura (o una compañía o guía de lectura), además de la acumulación de significados que Pablo emplea a modo de llamador de atención para con Valentina, la protagonista también construye o reconoce (y nombra, etiqueta) sus estados de ánimo apelando a la selección de canciones, de mismo modo que buena parte de la marca de subcultura en los personajes está en la selección más amplia que abarca al libro completo y que además se nutre de cine, TV, literatura y referencias a la cultura pop. Así, en la página 13 encontramos la playlist “domingo”, que incluye bandas como “The National, The head and the heart, She and Him o Fiona Apple”. También se habla de una carpeta “tranqui”, aunque no se explicita su contenido, y de una canción que Valentina “tenía reservada para momentos como ese. La buscó en su carpeta de pop de los ochenta. Walking on sunshine” (p.41).
 
Es posible, en última instancia, construir una playlist general del libro, comenzando por la explicitada a su comienzo y añadiendo las otras canciones (o a veces bandas) que van siendo mencionadas; el área literaria, en todo caso, encuentra un núcleo en el momento en que nos enteramos de los gustos de Carolina, en particular Salinger y Kennedy Toole, lo que permite a Valentina pensar que seguramente le guste “algo como Matar un ruiseñor de Harper Lee, o Frankie y la boda de Carson McCullers” (p.47). Los libros –y las canciones– se parecen en tanto integran las listas de nuestros gustos; y esas listas son usables, sea para nosotros mismos, sea para comunicarnos con los demás.
 
Y ya que hablamos de literatura, una de las operaciones acaso más arriesgadas y no del todo sólidas del libro es el reclamo de la figura de Roberto de las Carreras para la sensibilidad urbana, hipster e indie de la protagonista y sus amigos; un librero, de hecho, le recomienda a Valentina regalar una edición de la década de 1940 de Amor libre. La protagonista no conoce al dandy montevideano del 900 (descrito por el librero como “un loco lindo”, y sería un ejercicio interesante inventariar todos los usos del adjetivo en esta nouvelle), pero pronto entiende por qué debe regalarle el libro a Carolina (en una operación que, como la playlist de Pablo, implica un mensaje). Es cierto que de las Carreras representaba una actitud provocadora –y arriesgada en su contexto– muy distante a la suerte de complacencia de los personajes de Cordón Soho, pero también está claro que hay ciertos rasgos en común, entre ellos la hiperestetización (imaginemos una playlist de versos modernistas compilada por Roberto de las Carreras) y ciertas maneras de construir el dandismo, que, sí, en de las Carreras pasan más por lo subversivo que en el caso de los personajes de la nouvelle de Mardero, que se visten según tendencias aceptadas y promovidas dentro de su grupo social, con un componente de excentricidad o idiosincrasia notoriamente menor.
 
La contraportada del libro señala que “Cordón Soho crea un universo sólido, personal y reconocible propio del siglo XXI; una marca generacional ineludible del actual panorama de la literatura nacional”, a la vez que, en su reseña, Gabriel Peveroni, sostiene que “releída dentro de unos cincuenta años [la nouvelle] será esclarecedora de cierta sensibilidad juvenil contemporánea, de chicas y chicos que hoy deambulan por el filo de los treintaypico”. Quizá haya algo de hiperbólico en ambas afirmaciones; Cordon Soho no habla de una generación sino de una zona de esa(s) generación(es); el tratamiento de los rasgos de identidad es más bien natural o pretendidamente natural, en lugar de presentarlo como el objeto de una búsqueda, de una reflexión, actitud esta última queí podría aparecer, más o menos entrelíneas, en la ya mencionada Adiós Diomedes, de Leandro Delgado. Atribuir a la autora cierto conocimiento de esa generación, que acaso integra, sería romper un poco la barrera entre los personajes y los narradores y sus creadores, y comporta una hipótesis biografista que es, a su manera, arriesgada y no necesariamente fértil. Pero sí está claro que, más allá de la posibilidad de que dentro de cincuenta años sea claramente diferenciable un hipster a la Cordón Soho de un cumbiero o un nerd o geek de las historietas y los juegos de rol, leída en 2014 la nouvelle de Mardero le habla claramente a su público (sin volverse refractaria a otros lectores, esto está claro) y establece una comunicación con ellos y ellas, del mismo modo que sus personajes dialogan con sus playlists y buscan espejos en sus amigos y amantes. Porque quizá todos se encuentren en todas esas fiestas montevideanas de mañana o, mejor, de esta noche.

Publicada originalmente en el número de noviembre-diciembre de Kundra

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