El caso Bonapelch, Hugo Burel
La historia que sobraba
Cabe pensar que el combo narrativa
histórica + novela policial implica algo así como una apuesta fácil. Si los
hechos históricos reconstruidos se encuentran en lo que podríamos llamar el corazón
del imaginario colectivo de los lectores, tanto mejor, y también es cierto que
la ficción policial ofrece una amplísima colección de recursos a la hora de
armar una trama, sostener una intriga y atrapar al lector. A la vez, quienes
miren con cierto desprecio a los géneros más populares podrán pensar que “lo
histórico”, que encierra cierto prestigio indefectiblemente, ha de terminar por
ofrecer un lustre especial al libro, que no se vuelve un “mero” policial y
termina por “trascender el género”. Esto, por supuesto, no quiere perderse en
la ironía ni dar a entender que hay algo necesariamente peyorativo en la noción
de “apuesta fácil”. En un país con una industria editorial real, una novela con
las características comentadas podría convertirse en un éxito y ofrecer un buen
entretenimiento a sus lectores, por más que después el libro aparezca tirado en
las papeleras de los aeropuertos. Es fácil concebir una actitud digamos
“honesta” ante una propuesta narrativa orientada tan claramente a lo comercial
y lo predigerido (sea desde el punto de vista narrativo o el literario), de
modo que narrar prolijamente, cuidarse de cometer errores tontos y saber
administrar el interés del lector se convierten en valores a tener en cuenta.
El combo histórico-policial se presta, entonces, a libros entretenidos y de
buena factura. Qué duda cabe.
El
caso Bonapelch, reciente novela de Hugo Burel, sin
embargo, no logra nada parecido. Ni por asomo. Uruguay, sobra decirlo, es un
país con una industria editorial pequeñísima y de hecho un mercado de lectores
de ficción reducido y simplificado; nadie va a hacer una verdadera fortuna
escribiendo novelitas que mencionan a Gardel y que activan la nostalgia de esa
vieja Montevideo de los años de vacas gordas. Entran en juego, entonces, otros
intereses. Intereses, podría pensarse, literarios, acaso “pretensiones”. Y ahí
es donde comienza a fallar –estrepitosamente– la novela de Burel.
Presentada como la narración en primera
persona de un detective novato y entusiasta (aunque aprovecha cada revés de su
suerte para hacer pucheros y vociferar que va a dejar el caso y volver a su
ciudad) que viaja desde New York hasta Montevideo para encontrar pruebas que
incriminen a Ricardo Bonapelch en la muerte de José Salvo, El caso… quiere parecerse a la novela negra en su época de
esplendor y moviliza todos los clichés imaginables para lograrlo. Sin éxito,
por cierto, porque parece quedar claro que Burel en realidad está lejos de
entender cómo funcionan esos textos y, especialmente, por las pretensiones de
las que hablaba más arriba, que acá saturan las páginas del libro de
información histórica inútil (“…y acompañan el proceso de transformación del
país que, tras el armisticio de 1904, supero las revoluciones armadas. En ese
esquema…”, dice un personaje, como leyendo un libro de historia, en la página
203), encastrada a presión en diálogos inverosímiles o arranques didácticos de
un narrador que nunca termina de dejar claro para quién escribe (si lo hiciera
para el público yanqui implícito en la ficción no se entiende por qué explica
ciertos hechos y lugares y deja en oscuras otros, por ejemplo).
Está claro que Burel entiende más
prestigiosa la narrativa histórica que el policial (al que, por cierto, termina
“enriqueciendo” torpemente en mascaritas metaliterarias, con el detective
devenido novelista), y otorga un tono aparatoso y forzado –ridículo en sus
peores momentos– a una novela a la que habría hecho bien una soltura y agilidad
más cercanas a la de su presunto referente literario. Además, el modelo
histórico termina por comerse a la novela policial: en las últimas páginas del
libro, que transcurren en la década de 1950, encontramos la “solución” del caso
Bonapelch, que en lugar de ser narrada en el contexto de las pesquisas del
detective queda simplemente expuesta por un personaje que rememora lo sucedido
veinte años atrás. Es cierto que el detective fracasa y regresa a su ciudad con
una muerte a cuestas y las manos vacías, y que esto –naturalmente– es más que
admisible como parte de la trama de una novela negra, pero la exposición final
termina de dar la impresión al lector de que Burel, encerrado si se quiere por
los resultados “reales” de estos hechos (es decir, resuelto a no incurrir en
pequeñas ucronías e incapaz de encontrar salida interesante a ese laberinto),
optó por la solución menos imaginativa. Este gesto vuelve irrisoria la novela
policial, y termina cerrando el libro con la apariencia de la novela histórica.
Pero esto –que podrá ser aburrido y facilón
pero es válido como estrategia– también hace agua por todas partes, en tanto
Burel comete errores que van erosionando progresivamente su representación de
época (y, de paso, su tenue parodia de la novela negra). El narrador, que vivió
casi toda su vida en Estados Unidos y es, por tanto, angloparlante, se hace
entender hábilmente con un castellano apenas mordido por un acento un poco
raro; sin embargo, se refiere a cierta prenda masculina como un smoking, cuando un estadounidense
debería decir tuxedo (“smoking” es un
término de Europa continental), habla de grados Celsius y no Fahrenheit (está
claro que hay una “traducción implícita” en tanto leemos su crónica en
castellano, pero hay nombres que quedan en inglés –lugares, calles– y otros que
no, sin que se ofrezca razón narrativa alguna para ello), dice home round en lugar del correcto home run, bebe whisky escocés –Johnnie
Walker– en lugar del mucho más (para un detective neoyorquino pobre) plausible bourbon,
y se refiere a ciertas películas como “norteamericanas” en lugar del
evidentemente correcto “americanas” (american).
Podrán ser minucias, pero su reiteración logra destruir cualquier
plausibilidad en la construcción del personaje de acuerdo a los códigos
invocados, tanto por la fidelidad histórica como por la apelación a la novela
negra como matriz genérica.
Incluso pareciera que Burel se aburrió en
algún momento de su metodología y de hurgar en libros de historia y sacrificó buenas
oportunidades de lucirse con su descripción de la Montevideo de 1933. Hay una
escena en que el protagonista viaja hacia las afueras y que podría
perfectamente generar una acaso interesante descripción de la peor parte de esa
Montevideo cuyo centro urbano había descrito bastante extensivamente; Burel,
sin embargo, se limita a hablar del Palacio Legislativo, la Facultad de
Medicina, y resuelve en dos líneas el viaje por General Flores hasta la
periferia.
Hay, además, problemas importantes de
estructura narrativa, que incluyen un tercio de la novela –el primero–
narrativamente inútil, más allá que como anécdota trivial introductoria al
“caso” en cuestión. Claro que esas introducciones suelen ser más cortas por una
razón, y parece que Burel se percata de este problema, en tanto aquí y allá
salpica la narración del caso “principal” de su novela con alusiones a ese
primer tercio. Pero esas alusiones –que incluyen un posible perseguidor y un
interés romántico completamente cursi y cliché– no cuajan en nada que valga la
pena y quedan en añadidos a último momento “por las dudas”. Quizá Burel no quiso escribir un libro breve,
y concluyó que 177 páginas prácticamente al pedo le solucionaban el asunto de
ofrecer una novela larga.
El narrador a veces usa la palabra
“chapucero” para referirse a sí mismo en tanto detective; quizá sea más adecuado
su uso en relación al propio Burel, cuyo único recurso a lo largo del libro a
la hora de describir el cabello de sus personajes masculinos es el adjetivo
“renegrido”. A la vez, su ansiedad por dar a los lectores el “trasfondo
histórico” de lo narrado lo lleva a repetir aclaraciones (la muerte de Gardel,
por ejemplo, es contada dos veces en el espacio de diez páginas) y a convertir
a todos sus personajes en expertos historiadores, en ciudadanos
hiperconscientes de los mecanismos político-sociales de su momento y en sutiles
observadores equipados con un arsenal de valores más propio de nuestra época,
cabe pensar, que de la suya. Todo el mundo, es decir, tiene algo para contarnos
del proceso político y de la historia del país, algo que ahora nos suena justo y coherente.
Acaso Burel haya escrito libros mejores o
más interesantes; El caso Bonapelch,
que ni es un buen libro ni mucho menos uno interesante, parece la obra de un
amateur tosco y ansioso por incorporar a su trabajo –a la vez que demuestra no
tener la más remota idea de cómo lograrlo– marcas de una escritura prestigiosa,
literaria y “seria”. En manos de un escritor de policiales, la anécdota de
Bonapelch y Salvo podría haber generado una novela o un comic al menos
entretenidos; a la vez, en manos de un escritor con sensibilidad para lo
histórico, el relato no habría infligido a sus lectores las absurdas, largas e
innecesarias parrafadas históricas que arruinan por completo esta novela. En
síntesis: habría que ver qué hace bien Burel y pedirle amablemente que se
atenga a eso. Y a El caso Bonapelch
mejor dejarlo olvidado en el depósito húmedo y oscuro de alguna librería o
distribuidora, en espera de lectores microscópicos que sin duda obtendrán más
provecho que nosotros de su relación con el papel.
Publicada en La Diaria el lunes 8 de junio de 2015
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