Ancho como un mar
Reflexiones en torno a la literatura
rioplatense
¿Existe una literatura rioplatense? ¿Y qué
podemos hacer con esta pregunta? Hay, por ejemplo, un abordaje cartográfico,
una intersección de espacios. Los escritores prestados. Las tradiciones. Los lugares que reúnen escritores y
textos. No hay antologías de jóvenes rioplatenses[1],
por ejemplo, no, al menos, entre las publicadas en Uruguay y Argentina en los últimos diez, quince años. Los críticos –José Gabriel Lagos,
Alicia Torres, Sofi Richero, Matías Núñez, Jesús Montoya, Diego Recoba, Amir
Hamed, Federico de los Santos y yo mismo– que escribieron sobre escritores
uruguayos “jóvenes”, en líneas generales, no hemos pensado ni propuesto ni
considerado la posibilidad de una literatura “nueva” rioplatense, ni desde los contornos propuestos por un único
artículo ni, tampoco, como una suerte de cámara de ecos. Esto debería llamar la
atención: después de todo, la primera literatura del continente, la gauchesca,
fue rioplatense. Quiroga, un uruguayo, sin dudas fue pensado como un escritor
fundacional para la narrativa argentina (y para la uruguaya, por supuesto);
Borges, que había leído atentamente a Herrera y Reissig, era celebrado en
Uruguay incluso antes de su consagración definitiva en Argentina. ¿Qué sucedió?
¿Dónde está el quiebre? ¿Hay que pensar en las tensiones entre Luis Batlle y
Perón? En cualquier caso, podemos pensar que en estos últimos años acaso han
sido trazados puentes –como el bosquejado por Diego Recoba en “El mapa imposible”[2],
artículo que, en rigor, habla de una posible literatura latinoamericana, como si esta, cabría pensar, fuera más
“natural” a la hora de ser nombrada o explorada que la “rioplatense”– pero está
claro que a ambas literaturas se las asume no sólo separadas, como si fuera un
hecho comprobado que son dos y distintas, sino que no abundan –por no decir no los hay– construcciones de ese lugar
común, de esa literatura.
En cuanto a lo de dos y distintas, probablemente
lo sean, si es que cabe esa ontología, pero llama la atención que apenas,
recientemente al menos[3],
se haya pensado en la distinción, las diferencias y, en particular, el lugar de
esos conceptos en, particularmente, la llamada narrativa “joven”. ¿Y por qué
traer a colación lo joven? Ante todo
por la visibilidad reciente del concepto, por su urgencia, digamos, por los
procesos de la maquinaria editorial, que los favorecen (al menos como
curiosidad, como la comidilla de hoy), pero también porque en la literatura más
reciente, la todavía no consagrada ni elevada al canon, está evidentemente la
potencialidad de un cambio, la emergencia de nuevas lecturas y nuevas prácticas
de escritura. Nuevas o recicladas: es lo mismo.
En última instancia esto hace que debamos
virar el encare de la pregunta hacia ¿cómo podemos ver una literatura rioplatense y, en particular, una literatura
rioplatense “nueva” o “joven”? Podemos fijar puntos de partida: hay, entonces,
eventos, diálogos, interacciones, colisiones, hay movimiento en las redes
sociales, hay crítica, hay antologías. En cuanto a la “literatura joven”,
después de todo, las antologías o muestras parecen una de las plataformas de
visibilización más recurrentes. Así, en su ensayo “El fetichismo reciente por
la antología argentina”[4],
el narrador, poeta y crítico argentino Juan Terranova hace un repaso de las
muestras (“antologías”) de narrativa publicadas en Argentina entre 1998 y 2010.
Si bien califica su panorama de “necesariamente incompleto” (p.133), está claro
que el recorte implicado no ha de enturbiarle los asuntos planteados (dejemos
de lado por el momento las respuestas e hipótesis), en tanto en gran medida lo
que rescata Terranova habla por sí solo. Y es que la mayoría de las antologías
incorporadas a su repaso [A1] son presentadas como instrumentos en el mapeo de un presente; claro que cabría preguntarse
qué es el presente en la literatura y si podemos habilitar aquí algún uso del
término generación (en tanto algunas
de las antologías acotan los años de nacimiento de los escritores que
participan de ellas) o pensar en una suerte de[A2] contemporaneidad indexada. En Uruguay, de hecho, la mayoría de los
críticos que investigaron la literatura más reciente han apelado a los tres
compilados aparecidos en 2008 (Esto no es
una antología, El descontento y la promesa, De acá!) a la hora de empezar a
clavar los alfileres en el panel que pronto, idealmente al menos, se llenará de
líneas; y parece acudir así, fácilmente, una de las preguntas que rondan el
ensayo de Terranova, es decir hasta qué punto, entonces, podemos apelar a las
“antologías” a la hora de mapear el momento presente
de una
literatura[A3] . O, por extensión, ¿de qué manera debemos leer una antología si nos interesa proponer una descripción, un
modelo, del presente de una literatura?
Evidentemente el funcionamiento de esos
aparatos textuales, las antologías, en particular cuando son planteadas como
antologías o muestras de “literatura joven” o “nueva”, sólo deberían ser leídas
como síntoma: alguien, desde un lugar en particular, se ve movido a decir que estos son los nuevos (en oposición a los
viejos, los que ya habría que empezar
como agotados, por ejemplo), o que de los nuevos (que son muchos y pululan por
ahí naturalmente) estos son los que valen
la pena, dejando el resto de la tarea al crítico y a la manera en que pueda
resolver para sí mismo su propio fetiche por (con) las antologías. ¿Es que
nadie a querido, entonces, decir quienes valen la pena ampliando el panorama al
Río de la Plata en lugar de quedarnos en Argentina, Uruguay, incluso Buenos
Aires o Montevideo?
En última instancia las antologías se
parecen a los mapas creados por la crítica en cuanto nos llevan a preguntarnos
cuáles son las diferencias que entran en juego, cuáles las semejanzas, cuáles
los temas que se piensan como relevantes. Y también cómo se escribe sobre esas
semejanzas y diferencias, qué metáforas son convocadas, qué tonos manejados,
qué grado aparece de asertividad, de duda, de preguntas. Mira cómo escriben los
críticos, cabría pensar, y verás aparecer ante ti el mapa de la literatura que
los incluye y ocupa. Si hay, entonces, un lugar de lo rioplatense, allí
adquiere contornos la pregunta por las diferencias y semejanzas entre
literaturas y escritores uruguayos y argentinos.
En última instancia la pregunta que venimos
usando de guía (¿cómo leer las antologías
a la hora de mapear el presente de una literatura?) debería responderse, a la hora de mapear el presente de una
literatura, apelando a cómo han sido leídas por determinados críticos, en tanto
sólo de esa manera cobran cierto sentido, digamos, por fuera de lo anecdótico.
Aceptando esto último como hipótesis de trabajo, cabe pensar que la instalación
de lo rioplatense podría ejercerse en el acto de comparar los mapas enfrentados
por el Río de la Plata y el Río Uruguay, buscar similitudes y diferencias entre
lo que se ha dicho sobre la literatura nueva de Uruguay y la de Argentina,
comparar las líneas del mapeo uruguayo de las líneas del mapeo argentino y, de
paso, pensar en los lugares que ocupan los mapas ya generados en el contexto de
eso que pretenden mapear (después de todo, si extrapolamos un poco cierto
principio de la mecánica cuántica, el acto de trazar un mapa debe alterar el
territorio mapeado, o quizá el propio mapa, en tanto parte del territorio, lo
altera, lo modifica).
Hay que mencionar, en todo caso, eventos de
“acercamiento”, como por ejemplo Ya te
conté, organizado por un grupo de estudiantes de letras en la montevideana
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación. Celebrado en cuatro fechas
(Valizas, Buenos Aires, Punta del Este, Montevideo) en 2013, Ya te conté vinculó –en el sentido de puso a dialogar– cierta literatura joven
uruguaya con cierta literatura joven argentina; es decir, los recortes, como
era inevitable, fueron múltiples: los organizadores eligieron escritores[5],
escogieron lugares y propusieron temas, cuyas formulaciones “gancheras”
parecían dejar claro el enfoque y la naturaleza, o incluso las intenciones, de
las diversas selecciones. Se habló, por ejemplo, de “bienvenido, pop; cortá un
Onetti, batilo al Aira, cociná a baño Madonna, Salcortazár a gusto” y de “Me
río de la plata: el humor en nuestra literatura”[6],
a la vez que los lugares escogidos para la escala bonaerense del proyecto (la
sede de la editorial Eloísa Cartonera en el barrio de La Boca y el bar Orsai en
el barrio de San Telmo) no fueron en absoluto inocentes, en tanto es evidente
su vinculación a una zona posible de la literatura argentina reciente, una zona
–la más vinculada a la mística del barrio y a cierto perfil de escritor que
“sólo escribe”, que se para al margen de las reflexiones críticas, que posa de
bonachón– oponible, por ejemplo, a la de los grupos más vinculados a los
géneros (es decir los núcleos o comunidades de lectores y escritores de
policial y ciencia ficción) o a las nuevas tecnologías y a cierta academia (los escritores vinculados al Centro
de Estudios Contemporáneos fundados por Juan Terranova, por ejemplo).
Mirando un poco más de cerca, esa
vinculación es evidente en un proceso de selección que incluyó a autores
argentinos como Pedro Mairal, Christian “Chili” Basilis, Washington Cucurto,
Leonado Oyola, Gabriela Cabezón Camara y
Hernán Casciari, por nombrar algunos, más fácilmente vinculables entre sí que
(y a veces marcadamente) a otros escritores no invitados (Pablo Katchadjan, Matías
Pailos, Nicolás Mavrakis, Juan Terranova, Samantha Schweblin, Oliverio Coelho, Juan
José Becerra, Martín Kohan, Alan Pauls, Pablo Judkovski, Ramiro Quintana, por
nombrar sólo unos pocos) o a cierta minoría entre los invitados (Ariel Idez,
particularmente). Operó, en otras palabras, un recorte significativo de la
literatura argentina, que presentó ante todo un lado menos filocanónico,
académico o, incluso, digamos, “intelectual”. Esa operación de recorte es, por
supuesto, fácil de leer: dejando de lado la hipótesis fácil y poco fértil de
que los organizadores eligieron a los escritores argentinos que conocían o les
gustaban, podemos pensar, como hipótesis preliminar, que acaso se privilegió
ese “lado” del amplio mapa argentino por su vinculación –sea por simpatía u
oposición– a lo elegido de la literatura uruguaya, que habría, entonces, una
región del mapa uruguayo comparable con
una región del mapa argentino que acaso se pueda pensar como su equivalente. Es decir: el único lugar
posible donde cabe pensar en esas equivalencias es la literatura rioplatense;
o, dicho de otro modo, necesitamos
pensar la literatura rioplatense si nos interesa comprender las literaturas
uruguaya y argentina. Pero, ¿qué más podemos hacer con esta posibilidad de
pensar en las equivalencias? Si seguimos con Ya te conté, que tan notoriamente privilegió una provincia del mapa
argentino, no parece haber obrado de la misma manera a la hora de elegir
escritores uruguayos. Digamos, entonces, que las equivalencias aquí no son
visibles. ¿Será porque el mapa uruguayo carece de zonas que podamos imaginar tan
claras como las del argentino? La literatura rioplatense, entonces, ahora como
el lugar de la desemejanza, como la exposición
de esa desemejanza, de esa ausencia de equivalencias. Pero para ver más claro aquí, por supuesto, necesitamos convocar ciertas
imágenes, mapas o modelos a escala manejable, y para ello, en el caso uruguayo,
podemos mirar los mapeos de Gabriel Lagos[7],
Matías Núñez[8]
y, más recientemente, Alicia Torres[9],
que pueden darnos una pista en cuanto a las equivalencias posibles y los
diálogos que cabe establecer. Los mencionados críticos uruguayos leyeron
ciertas antologías y proyectaron su mapa (casi siempre aclarado la condición de
work in progress del producto de sus
reflexiones); sus juegos de semejanzas y diferencias entre escritores, acaso,
pueda ser proyectado, sobre escenario rioplatense, al mapa posible de la
literatura argentina reciente, para generar de esa manera hipótesis de lectura
de eventos como Ya te conté y sus
encuentros entre escritores de ambas orillas, sus lecturas de ambas
literaturas, los temas o abordajes que privilegiaron en tanto especialmente
pertinentes o interesantes.
El
mapa uruguayo
Gabriel Lagos (con gesto fundacional, en
tanto, como veremos, las nociones que maneja y propone sirvieron de plantilla a
todas las reflexiones posteriores) lee ante todo gestos asociados a la
naturaleza de la trama y separa, como oposición primordial y resistente desde
más o menos los primeros años de la década del 2000, a los “pop” de los
“egoístas” o “intimistas”, en base a que los últimos escriben desde el gesto
solipsista sus “relatos breves, en los que es norma el uso de la primera
persona, que refuerza el efecto de autenticidad autobiográfica de los textos.
La referencia a episodios de la juventud y sobre todo de la infancia es otro de
sus rasgos comunes”[10]
mientras que los otros, caracterizables por “su afición a la cultura pop”,
“utilizan referencias al mundo de la televisión, el cine y la farándula local
como elementos importantes de la trama narrativa”. A la vez, apunta Lagos –dejando de lado momentáneamente el tema de
la anécdota narrada– que “todos estos autores [los pop] incursionaron también
en el periodismo escrito, y aquí podría estar el origen de su apego a la
fluidez y la sintaxis sobria, alejada de los riesgos que caracterizan a parte
del grupo intimista”.
Esta oposición pop vs intimismo, entonces,
dejaría hacía 2008 de ofrecer un modelo viable de la narrativa uruguaya “joven”
del siglo XXI, en la medida en que un compilado de cuentos y una novela que
salieron de la imprenta ese año (Porrovideo,
de Jorge Alfonso, y Oso de trapo, de
Horacio Cavallo), además de tres antologías de narradores “nuevos” y “jóvenes”
(De acá!, Esto no es una antología y El descontento y la promesa) volvieron
visibles a un tercer grupo, llamado de los “serios” por Lagos y caracterizado
por “su recato en el manejo de la primera persona íntima y su limitado uso de
alusiones al mundo pop. En este sentido habría que destacar, más que temas o
ambientes, el común cuidado por lo formal y la prioridad dada a lo
estrictamente narrativo”. Este grupo, hasta aquí, es definido por oposición: ni
escriben tanto sobre la cultura pop
ni abusan de la primera persona, aunque, a la vez, se señala que, más allá del
asunto de sus libros, dan prioridad a lo “estrictamente narrativo” y prestan
una mayor atención a asuntos que cabría llamar “formales”. Sin embargo, en una
versión anterior del artículo, publicada en La
Diaria[11],
Lagos decía que, además, es apreciable en los serios “la conciencia (…) de ser
parte de una tradición”.
En su artículo de 2014, Alicia Torres añade
a las tres antologías consideradas por Lagos las dos aparecidas desde entonces:
Entintalo, derivada de un concurso de
narrativa, y Sobrenatural, que reúne
cuentos de temática más o menos fantástica, aunque no está presentada como una
muestra de escritores jóvenes o nuevos y por tanto su uso acá podría ser problemático. El trabajo de Torres incluye un
panorama de qué sucedió desde el artículo original de Lagos y propone como
merecedores de una atención especial diversos premios, entre ellos los Fondos
Concursables del Ministerio de Educación y Cultura y el otorgado por la
editorial Banda Oriental, la Intendencia de Lavalleja y la Fundación Lolita
Rubial. Este último le parece a Torres especialmente útil a la hora de
visibilizar a un nuevo grupo de autores, que, aunque no se lo dice
explícitamente, cabe vincular al de los “serios” propuesto por Lagos. Los
nombres manejados incluyen a Pedro Peña, Valentín Trujillo, Leonardo Cabrera,
Damián González Bertolino, Leonardo de León, Manuel Soriano, Horacio Cavallo,
Rodolfo Santullo, Martín Bentancor y yo, todos vinculados (sea por menciones o
por primeros premios) al concurso mencionado. Desde que más o menos la mitad de
estos nombres ya figuraban en las antologías de 2008 y habían sido incorporados
por Lagos a la zona de los “serios”, cabe preguntarse si las preocupaciones
formales y la vinculación a la tradición pueden extenderse también a los
autores no considerados por Lagos en sus artículos; Torres, que toma la
división entre pop, serios e intimistas como punto de partida (y la cita, de
hecho, al considerar la pertenencia al grupo pop, por ejemplo, de Carolina
Bello), ofrece ciertas pautas a la hora de presentar su lectura de los
narradores más recientes; de Horacio Cavallo, por ejemplo, se dice que la crítica
leyó “en contrapunto onettiano” su novela Oso
de trapo, a la vez que de Martín Bentancor se destaca su “explícito
homenaje en verso a los payadores”, a propósito de la novela Muerte y vida del sargento poeta. El
artículo de Torres, además, esboza un panorama que atiende ante todo a los
temas y los géneros; así, se nos habla de lo policial y thriller en la obra de Rodolfo Santullo, de lo fantástico y la
ciencia ficción en la obra de Pedro Peña y también en la mía, y de la
autoficción en Cavallo y Manuel Soriano. Una lectura de ciertos términos
empleados por Torres (“imaginario infantil y adolescente”, “novelas de
aprendizaje”) permitiría explicitar la conexión entre la propuesta de esta
crítica y la división tripartita de Lagos, en tanto la descripción de ciertas
novelas –las de Soriano, Cavallo y González Bertolino particularmente– parecen
remitir a los contornos que Lagos atribuía al grupo de los “intimistas”. En
última instancia, de la fusión del artículo de Lagos y el de Torres parecería
vislumbrarse la posibilidad de ver el apego a cierta tradición (sea cual sea)
como un núcleo o atractor al que tienden más o menos determinadas escrituras
que, por otro lado, pueden afiliarse a lo “pop”, lo “intimista” o a ciertos
géneros narrativos.
Una estrategia similar a la de Torres en
cuanto a la lectura de los temas de las narraciones es la que propuso Matías
Núñez en su artículo de 2010, en el que encontramos una zona “urbana” o
“montevideana” (en la que cabe ubicar las ficciones de Alfonso, Andrés Ressia
Colino y yo), a la vez que las ficciones policiales de Santullo –vinculadas a
las de Henry Trujillo– o la “narrativa fantástica que (…) se impregna de los
tonos y cánticos de los relatos míticos y las sagas” de Pedro Peña. En cuanto a
la propuesta de Lagos de visibilizar un grupo de escritores (más) apegados a
una tradición, Núñez propone reducir ese grupo a tres integrantes: Damián
González Bertolino, Leonardo Cabrera y Valentín Trujillo, quienes “retoman el
desafío del diálogo con la tradición literaria canónica y asumen la exposición
que implica el compromiso con un valor estético que puede ser llevado adelante
con mayor o menor éxito” resaltando a la vez su “claro esfuerzo técnico por
vencer el ancestral desafío de contar bien una historia”. Esto, evidentemente,
está vinculado a la propuesta de Lagos sobre como el regreso a lo estrictamente
narrativo es una marca de este grupo de escritores; quizá la propuesta de Núñez
intenta ofrecer una mayor resolución y distinguir mejor, por tanto, las
diferencias y las semejanzas; es evidente, por otro lado, que esa inquietud por
“contar bien una historia” o por acercarse a ciertos modelos formales también
está presente en Jorge Alfonso o Rodolfo Santullo. En cualquier caso, la idea
del apego a un sistema de reglas que pauten el trabajo narrativo podría
–haciendo confluir los trabajos de Núñez, Torres y Lagos– a una mejor
caracterización de ese núcleo o centro de una zona especialmente visible del
nuevo territorio de la narrativa uruguaya.
Si bien no es suyo el deseo de ofrecer una
cartografía, Amir Hamed propone en su prólogo a La ansiedad de bastardía: muestra de narrativa joven uruguaya una
lectura de ese apego a una normativa clara (una “tradición”, si seguimos a
Lagos) que parte de la constatación de
que “estos narradores (…) se han abstenido de cualquier intento de parricidio
[y] han hecho (…) de la figura del padre un lugar fundante, si bien no represor
ni antagonístico”. Los escritores reunidos por Hamed –Soriano, Bello, Sanchiz,
Agustín Acevedo Kanopa, Daniel Mella–, entonces, participan de esa zona “seria”
de la narrativa uruguaya en tanto intentan establecerse a sí mismos como
autores inmersos en una genealogía más o menos explícita; intentan, en otras
palabras, leer y escribir desde una
tradición que, en cualquier caso, podría ser fundada en el momento de la
lectura, “descubierta” como se descubren continentes que siempre estuvieron
allí. Esa marca que diferencia, entonces, a escritores preocupados ante todo
por la comunicabilidad y la cultura popular junto a escritores encapsulados en
el gesto más navelgazer o solipsista,
de escritores que intentan enmarcarse en las diferentes facetas de una práctica
entendida históricamente, podría ser la clave para producir un sustrato del
mapa de la literatura reciente uruguaya; sobre ese piso, en cualquier caso,
cabe la estrategia más visible en Núñez o Torres, la de compartimentar según
temas y géneros.
Tradiciones,
puentes y abordajes
Ahora bien, esa tan referida “tradición”,
¿es propia de la literatura uruguaya, en la que estos escritores han de
inscribirse? ¿Es la “tradición uruguaya”? ¿Existe tal cosa? ¿O podemos
preguntarnos por una posible tradición rioplatense? ¿Qué contexto que podamos
proponer le queda más cómodo –ofrece mayor interés, genera reflexiones más
fértiles– a una lectura de los nuevos narradores uruguayos?
Un abordaje que me interesa proponer
partiría de la importancia señalada por la crítica de la noción de pertenencia
a una tradición; así, un punto de partida para indagar en esa línea es pensar
en las posibles figuras “paternales”, en el sentido en que trabaja la noción
Amir Hamed. Aparece así como especialmente relevante y evidente el lugar de
Mario Levrero, quien no sólo fue formador, en sus talleres, de un buen número
de los escritores incorporados a las diversas muestras o antologías sino que,
además, empieza a perfilarse como el último centro canónico de la literatura uruguaya.
Es inevitable acá, aunque personalmente
prefiero creer que se trata de una tontería básica, referirse al lugar común de
los “raros”[12];
la tradición uruguaya como tradición de la diferencia o divergencia, de la
no-tradición, traza una línea que conecta a Felisberto Hernández con Armonia
Somers, con Marosa DiGiorgio y con Mario Levrero.
Pensar a Levrero como cierto fin de la
línea (o no-línea) de los “raros”, en tanto marca el punto en que esa línea (o
camino) se difunde en un espacio (o provincia), sin embargo, puede resultar de
utilidad. El crítico español Jesús Montoya Juárez, por ejemplo, sostiene[13]
que Levrero “si bien influye directamente en unos pocos, puede afirmarse que
supone una figura tutelar para la gran mayoría de jóvenes. Como le ocurre a
Aira en Argentina a su modo, Levrero es el dispositivo óptico con el que los
jóvenes releen la literatura nacional”[14].
Más allá del asunto estrictamente levreriano, es interesante tomar de esta idea
de Montoya Juárez la posibilidad de hablar de esas equivalencias que nos
ocupaban hace un rato, entendidas ahora como el tipo de afirmación que equipara
a un escritor con otro basándose en la posible comparación entre la red de
relaciones que cada uno de ellos sostiene con su entorno. Porque si los jóvenes
argentinos leen la tradición argentina desde Aira, los uruguayos quizá (y es
fácil ver que la hipótesis de Montoya Juárez sólo puede existir en un ámbito
rioplatense, en tanto ese es el lugar que la hace posible) hacen lo propio
desde Levrero; Aira y Levrero, entonces, ocuparían el mismo lugar en sus
respectivas literaturas: el de nuevo eje de lecturas o vórtice reformulador de
la tradición. En última instancia, entonces, si pensamos en lo rioplatense, ambos son escritores equivalentes.
Levrero, además, ha sido, de alguna manera,
reclamado para la literatura argentina. Es famosa en ese sentido la afirmación
de Fogwill sobre como “la literatura argentina se extiende 250 quilómetros más
allá de la costa, o sea, llega a Montevideo, porque tiene que entrar Mario
Levrero”. Más allá de la posible boutade,
ha sido señalado, distinguido, visibilizado o creado por la crítica[15]
el lugar “argentino” en la obra levreriana, más allá (“Apuntes bonaerenses”) de
la circunstancia biográfica que colocó a Levrero en una oficina para trabajar y
de la operación de la vesícula que debió sobrellevar por esas fechas; en
cualquier caso, indagar de cerca en esos asuntos hasta puede parecer trivial
ante el hecho de que la primera verdadera comunidad de lectores que tuvo
Levrero fue argentina, que fue desde la revista El péndulo y los esfuerzos editoriales de Marcial Souto que la
narrativa de Levrero encontró un lugar desde el que ser leída (por ejemplo en
relación a sus tensiones, simpatías y rechazos con y por el policial y la
ciencia ficción); en última instancia, a partir de la década de 1970 Levrero es
un autor rioplatense: sus obras son publicadas y leídas en ambas orillas, hasta
el punto que, incluso, libros como Espacios
libres, Aguas salobres y la primera publicación –en la mencionada revista El péndulo– de El lugar arman una especie de puzzle cuyas piezas a ensamblar se
acomodan en las orillas contrapuestas del Río de la Plata.
En cualquier caso, recientes jornadas de
homenaje (en Buenos Aires el año pasado, por ejemplo) y publicaciones (las
entrevistas reunidas por Elvio Gandolfo para la editorial argentina Mansalva y
los ensayos críticos compilados por Ezequiel de Rosso para la editorial también
argentina Eterna Cadencia) acercan a Levrero a un lugar privilegiado en el mapa
estrictamente argentino; escritores como Martín Kohan y Sergio Cheiffec han
dedicado interesantes páginas a La novela
luminosa y El discurso vacío, a
la vez que narradores jóvenes como Matías Pailos (en la novela Cómo no pensar en mí, publicada por la
editorial Pánico el pánico) incorporan la voz levreriana a sus propias
ficciones y al hacerlo, notoriamente, leen su tradición más inmediata (su
contexto más inmediato: tanto el de sus jóvenes colegas como el de las figuras
más consagradas que los preceden inmediatamente, tanto el de las líneas de
parentesco que sus ficciones y/o ensayos postulan como el de la escena
literaria donde ciertos autores se convierten en un must read) desde Levrero.
Habría que indagar, entonces, la presencia
de Aira en la literatura reciente uruguaya (se puede partir por las reflexiones
críticas de Damián González Bertolino al respecto de varias obras de Aira en el
blog Club de catadores; se puede
pensar en su publicación por la editorial La Propia Cartonera, cuyo director,
Diego Recoba, fue uno de los responsables de Ya te conté), pero es interesante que un escritor tan vinculado al
autor de La liebre como Ricardo
Strafacce (quien junto a Sergio Bizzio acaso podría pensarse como una suerte de
“primera fila” de la narrativa más cercana a Aira) prologara hace poco más de
un año un compilado de cuentos de Levrero editado en Uruguay –Nuestro iglú en el ártico, de Criatura
Editora–, proponiendo de paso una lectura de la obra levreriana que tendía a
desestimar al Levrero más cercano a la autoficción y a la llamada “literatura
del yo”, notoriamente la más practicada por el grupo de escritores que
sostienen con Levrero una relación epigonal[16].
Este acto, la irrupción de Strafacce en la escena levreriana montevideana, habría
que entenderlo entonces como un momento de visibilización de una literatura
rioplatense, quizá más fértil que las sucesivas fechas del mencionado Ya te conté. Es decir: releer a Levrero
desde una tradición (el término, sí, es exagerado, pero podemos pensar en una
línea de narrativa de imaginación profusa, apego por la anécdota, reformulación
de lo verosímil y cercana o acercable a lo onírico y lo fantástico) que se
mantiene viva en Argentina (los mencionados Bizzio y Strafacce, por ejemplo,
pero también, desde una relectura acaso irónica, Ariel Idez) y que de alguna
manera también lo reclama (junto, precisamente, a César Aira) como una de sus
figuras centrales, equivale, más que a una apropiación (en el sentido de que
podemos pensar que se “apropia” de Levrero algún crítico o periodista cultural
argentino que sostiene que “Levrero es porteño”), a una emergencia de lo
rioplatense. Lo rioplatense, entonces, como ese espacio de diálogo, de irrupción,
de interferencia entre dos literaturas más o menos diferenciadas que supieron
alimentarse mutuamente.
En este sentido, una posible antología de
ficciones uruguayas publicada en Argentina remite a lo rioplatense del mismo
modo que las editoriales argentinas que dieron a libros de autores uruguayos un
lugar central en su catálogo[17].
Recientemente, por ejemplo, Reina Negra, una editorial independiente instalada
en la ciudad de La Plata, publicó el compilado de cuentos Colores peligrosos, de Pablo Dobrinin, autor uruguayo de narrativa
fantástica que aún no había publicado en Uruguay sus trabajos reunidos en un
libro; del mismo modo, la editorial Melón, de Buenos Aires, publicó la novela Perro erizado de rayos, del uruguayo
Rafael Juárez Sarasqueta. Lo relevante aquí no es la simple publicación de
autores uruguayos: es, en rigor, que se trata de editoriales emergentes y
gestionadas por entusiastas de la literatura que no buscan en el trabajo
editorial necesariamente una manera de ganarse la vida, editoriales que (hay
que mencionar aquí también a Pánico el pánico, Milena Caserola, Bajolaluna, Tamarisco,
Parque Moebius y las cordobesas Nudista y Llantodemudo) se han vuelto
imprescindibles a la hora de mapear las zonas más recientes de la literatura
argentina (aparentemente no tienen aún un equivalente uruguayo), junto a otras
más establecidas como Interzona, Eterna Cadencia, Mansalva y Entropía (que
quizá tienen como equivalente a las uruguayas HUM, Estuario y Criatura
Editora), en tanto con frecuencia, y a veces centralmente a su perfil
editorial, ofrecen una plataforma de visibilidad a escritores con propuestas
que intentan desequilibrar valores canónicos y releer tradiciones. De las
mencionadas editoriales se desprende un nuevo conjunto de nombres, entre ellos
los argentinos Idez, Juan Manuel Candal, Matías Pailos, Christian Broemmel y
Pablo Katchadjian, que dialogan de cerca con los uruguayos que publican en sus
cercanías. O, al menos, cabría pensar en la posibilidad de ese diálogo, al que
cabría sumar la red de menciones y reseñas y citas que, de manera casi
invisible, conecta a ambas orillas del río y trama una serie de idas y venidas
de lecturas y escrituras; el trabajo sobre esta “red” detecta acápites
uruguayos en novelas argentinas (por ejemplo la cita de Portland, de Alejandro Ferreiro, en La masacre de Reed College, del argentino Fernando Montes Vera, o
la reseña de Fogwill de Dodecameron, de
Carlos Rehermann y la mención a este escritor uruguayo que el argentino
incorporó a su relato “Otra muerte del arte”, articulada, a su vez, en el rioplatense Horacio Quiroga).
Entonces, la línea de pensamiento de Jesús
Montoya mencionada más arriba instala un lugar de lo rioplatense en tanto lee de la misma manera o bajo el signo de la misma función a Levrero y a Aira. Del
mismo modo Juan Terranova, en una entrevista reciente publicada en su revista Paco[18],
habla del rosarino Elvio E. Gandolfo en términos que lo acercan a la figura de
un “puente” entre las literaturas uruguaya y argentina.
El
juego de las equivalencias
Pero cabe pensar que hay más territorio a
explorar: ¿hay un equivalente uruguayo de Las
teorías salvajes, de Pola Oloixarac, por ejemplo? La pregunta no es
trivial: la mencionada novela está entre los títulos señeros de la nueva
narrativa argentina, y si pensamos en alguna novela de un uruguayo o uruguaya
más o menos de la misma edad de Oloixarac que haya sido presentada como una
referencia ineludible de las letras uruguayas más recientes, acaso aparezca con
claridad la idea de que si hay tales novelas no se parecen a Las teorías
salvajes; discurrir en esas diferencias (en el lugar vacío de la
equivalencia, o en cierta forma vacía de la equivalencia) equivale a hablar
desde lo rioplatense, volviendo posible, en última instancia, dar un lugar discursivo
tanto a las diferencias entre
uruguayos y argentinos (o, por qué no, entre montevideanos y porteños, entre
montevideanos y rosarinos, entre fernandinos y cordobeses, etc) como a las
líneas internas de la narrativa uruguaya y las regiones de su mapa. Es decir:
claro que no hay un equivalente de Las
teorías salvajes. La gran mayoría de los escritores uruguayos de la edad de
Oloixarac son, dejando de lado las bondades posibles de sus escrituras, en el
mejor de los casos, aspirantes a ser
admitidos en el edificio de las bellas letras, escritores “serios” en una
ligera perversión del sentido que daba Gabriel Lagos al término; la de
Oloixarac, con todos los defectos y virtudes que cabría encontrar en su novela,
es, ante todo, el tipo de escritura que busca deslumbrar, asombrar y, quizá,
encandilar; los uruguayos, en última instancia, son más razonables, tienen más sentido común. Les importa ante todo,
como los buenos alumnos que son, el “claro esfuerzo técnico por vencer el
ancestral desafío de contar bien una historia”, por citar a Matías Núñez.
¿Es entonces lo rioplatense el ámbito de
afirmaciones como las que cerraron el párrafo anterior, un lugar desde el que
podemos vernos como nos ven los vecinos de enfente y hablar del juego de malentendidos que eso parecería plantear (por
ejemplo preguntarnos por qué buscar el “equivalente” de cierta novela en otra
literatura), pero también de las herramientas que ese juego pondría a nuestra
disposición para leer nuestras literaturas?
Veamos un ejemplo posible de este tipo de
estrategias de lectura: No es difícil rastrear hasta Borges (y quizá más atrás),
por ejemplo, esa idea argentina o porteña del Uruguay elemental, cercano a lo
auténtico, a cierta forma amable de la barbarie; hace poco, además, el escritor
y editor Juan Manuel Candal modulaba en su blog la misma idea al referirse a
cierta polémica (o, mejor, a cierto cacareo) entre varios escritores jóvenes
uruguayos y yo. El artículo, titulado “Histeria en la casa del sol naciente”[19],
comenzaba con la afirmación de que los uruguayos somos “gente tranquila, ordenada, menos
jodida, menos mala leche, con una templanza propia de un tiempo que ya quedó
atrás”. Más adelante, sin embargo, Candal se queja de ciertas reacciones de
lectores uruguayos a su reseña de mi
novela La vista desde el puente,
reacciones que quedan caracterizadas en el post
como “virulencia uruguaya” y que llevan a su autor a concluir que “no había ningún Uruguay idílico. Que esa supuesta armonía es
una pantomima debajo de la cual se cuecen todo tipo de caldos”. Probablemente
la conclusión de Candal sea trivial (¿dónde no se cuecen “todo tipo de
caldos”?), aunque habría que leer más de cerca el uso del término “pantomima”,
pero es interesante el camino que le tocó andar para cuestionar su afirmación
primaria de que los uruguayos somos buena onda y los argentinos no tanto; ¿se
puede, entonces, hablar seriamente –o, para hacerle justicia a Candal, hablar
fuera del tono autobiográfico o de crónica gonzo– de esas “diferencias” entre
uruguayos y argentinos? ¿Tiene algún valor –es decir, ¿nos hace leer mejor el
(los) objeto(s) de nuestras reflexiones?–, ironía aparte, lo que dije más
arriba sobre los escritores uruguayos como “más razonables, con más sentido común”, como “buenos alumnos”?
Se podría constatar que las diferencias entre la escena uruguaya y argentina son evidentes y que a un uruguayo preocupado
por su carrera quizá no le convenga ejercer la mala onda literaria (esté de su
lado o del de quien lo lea) con sus semejantes, por más convencido que pueda
estar de que o bien arriesga una verdad o bien produce un discurso que se
quiere útil, fértil o necesario, en tanto “somos pocos y nos conocemos todos” y
nunca se sabe “quién te podrá dar la espalda mañana”, mientras que en
Argentina, en un entorno tan rico en agrupaciones más o menos definidas que
fácilmente dan el salto a la condición de facciones (los seguidores de Aira,
los seguidores de Fogwill, los seguidores de Fabián Casas, los seguidores de
Piglia, los seguidores de Terranova), hablar mal de fulano es la mejor manera
de quedar bien con mengano. O, dicho de otra manera, en un contexto con la
complejidad del argentino (y aquí se nos cuela la idea de que la escena
uruguaya es “simple” o “básica”) el sentido de una afirmación crítica también
puede ser medido contra la diversidad de un mapa, contra la estela de ciertas
figuras (que, por otro lado, no existen en Uruguay, donde, hasta donde yo sé, a
nadie se le ocurre enfrentar a los “seguidores de Espinosa” con los “seguidores
de Delgado Aparaín”, por inventar un ejemplo de confrontación posible –y
aburrida) y contra la idea de que ciertas figuras tienen su estela; puede ser
leída más fácilmente, en última instancia, en un sentido de política literaria,
de intervención –violenta, inclusive– de un discurso en el ámbito de otro u
otros. No es necesario, entonces, repensar las palabras de Heráclito sobre la
guerra como la madre de todo para ponderar las ventajas de una crítica
literaria confrontadora y díscola a la hora de cuestionar viejas autoridades y
proponer nuevas maneras de leer.
Otro ejemplo: entre los escritores
uruguayos que comenzaron a publicar a fines de la década de 1980 y que se
mantuvieron en activo a lo largo de toda la de 1990 pocos críticos se han
ocupado de quienes publicaron en la escena under
y propusieron sus ficciones y su lectura de tradiciones diversas a través de fanzines y revistas gestionadas por
ellos mismos. Los dos o tres grupos más claramente perfilados de escritores de
ciencia ficción son un buen ejemplo: ninguno de ellos alcanzó jamás el nivel de
visibilidad que contemporáneos suyos como Gabriel Peveroni o Amir Hamed, pero, a
la vez, es precisamente esta escena digamos fantástica
o incluso cienciaficcionera (que
trabaja los géneros de fantasía y ciencia ficción con militancia, con
conciencia de ser sus integrantes “escritores de género”, sin los consabidos
reparos a las etiquetas tan abundantes en los enamorados de las bellas letras)
la que más vinculó a escritores argentinos y uruguayos. Las pocas revistas uruguayas
(Diaspar, Días Extraños, Trántor, Smog)
eran leídas y reseñadas por sus equivalentes argentinos (Axxón, Cuásar, Galileo, Neuromante Inc) y viceversa; Axxón publicó un “especial Uruguay”[20]
que incluyó la novela Lavado en seco,
de Claudio Pastrana y el cuento largo “Hackers”, de Roberto Bayeto, textos
imprescindibles para la evolución del género en Uruguay (en el Río de la
Plata); la misma revista, en julio de 2006[21],
publicó la primera entrega de la hasta la fecha más exhaustiva historia de la
ciencia ficción uruguaya, escrita por Pablo Dobrinin, quien, como ya hemos
dicho, publicó su primer libro de cuentos cinco años más tarde con la editorial
platense Reina Negra. Es decir: el intercambio entre escritores de ciencia
ficción y fantasía uruguayos y argentinos, en particular a lo largo de la
década de 1990, fue especialmente fértil en cuanto a publicaciones, en cuanto a
crítica y reseñas, en cuanto a descubrimientos de lectura[22],
por lo que precisamente en la zona menos visible de los mapas uruguayo y argentino (es decir la del under y la ciencia ficción) fue más visible el lugar de lo rioplatense.
Es fácil ver que tratar de pensar por qué esto se dio con tanta facilidad
(variante: naturalidad) en la ciencia
ficción y la fantasía y con mucha menos en otras áreas de la narrativa conlleva
una reflexión válida e interesante. Dicho de otra manera: ¿por qué un escritor
uruguayo de ciencia ficción en la década de 1990 podía mencionar con propiedad
y con conocimiento de sus obras cuatro, cinco, seis colegas argentinos y
viceversa, mientras que, ahora mismo, no es fácil encontrar escritores jóvenes
uruguayos que hayan leído a sus compañeros argentinos? En última instancia, ¿por
qué es raro encontrar en librerías uruguayas libros de los ya mencionados Juan
Terranova, Pablo Katchadjian y Pola Oloixarac, así como también de escritores
más veteranos como Sergio Chejfec, Marcelo Cohen y Graciela Speranza? Las
políticas argentinas recientes de importación y exportación de libros han
espantado a más de una editorial uruguaya (HUM, por ejemplo, había logrado
insertar un buen número de los autores que, después, propuso como parte del
“nuevo canon uruguayo”[23],
en particular Ercole Lissardi, a quien podríamos considerar como el último
escritor rioplatense –hasta la fecha, se entiende–, aunque después de un año o
poco más de presencia en librerías debió suspender el esfuerzo), pero, a la
vez, pequeños agujeros que cabe encontrar en el sistema permitieron a
editoriales como Criatura Editora hacer una distribución más pequeña en
librerías escogidas con puntería y atendiendo a las pautas de la escena
literaria bonaerense. Está claro que pensar en la literatura rioplatense
también nos permite encontrar un marco desde el que podemos reflexionar sobre
estos asuntos.
En última instancia, dejando de lado los
pequeños ejercicios de equivalencias y semejanzas, acercamientos y distancias,
plantearnos la posibilidad de una literatura rioplatense nos lleva
indudablemente a hacernos más preguntas y, por lo tanto, a leer más de cerca. La
pregunta, cualesquiera sean sus respuestas posibles, parece, en rigor,
llevarnos a proponer la necesidad de espacios en común, de puentes, de
lecturas, de crítica. La necesidad, en última instancia, de que hablemos de literatura
rioplatense.
[1]Lo más parecido podría ser Neues
vom Fluss, la muestra publicada en Berlín en 2010 y a cargo de Timo Berger,
quien seleccionó narradores de Uruguay, Argentina y Paraguay. Notemos entonces:
la región significativa pensada desde
esos ríos, el Uruguay, el de la Plata y el Paraná; el mapa diseñado por un alemán; el mapa construido desde una traducción al alemán; el mapa publicado fuera de su área de influencia (en tanto
no hay una edición castellana de la muestra).
[2] Publicado en Zona de obras,
<www.zonadeobras.com/revista/el-mapa-imposible/>.
[3]Ver el artículo “Estrategias rioplatenses de localización en los
años 20”, de Aldo Mazzucchelli, en Nuevo Texto Crítico, VOL
xvii-xviii, núm. 33 - 36, 2005, p. 191-210, <dl.dropboxusercontent.com/u/2350997/Mazz_OrillaIzquierda_NTC333_36%20baja.pdf>.
[4] En Los gauchos irónicos,
Milena Caserola, Buenos Aires, 2013.
[5] Natalia Mardero, Daniel Mella, Gustavo Espinosa, Ramiro Sanchiz,
Rodolfo Santullo, Ignacio Alcuri, Lalo Barrubia, Fernanda Trías, Alejandro
Ferreiro, Martín Bentancor, Álvaro Buela, Laura Santullo, Hoski, Roberto
Echavarren, Sebastián Pedrozo, Rafael Courtoisie, Roberto Apratto, Damián
González Bertolinno, Soledad Platero, Ramiro Sanchiz y Gabriel Peveroni entre
los uruguayos; Gabriela Bejerman, IosiHavilio, Selva Almada, Sonia Budassi,
Hernán Vanoli, Ariel Idez, Juan Diego Incardona, Mariana Enriquez, Pedro
Mairal, FélizBruzzone, Adriana Astutti, Gabriela Cabezón Camara, Leo Oyola,
Elsa Drucaroff, Christian “Chili” Basilis, Lucía Puenzo, Fernanda García Lao,
Hernán Casciari, Sergio Bizzio y Washington Cucurto entre los argentinos
[6]En cualquier caso, interesa aquí el uso del singular del pronombre posesivo plural.
[7]En “Nuevas generaciones de narradores uruguayos”, Revista Todavía, diciembre de 2009.
[8]En “Lanzadera sorda”, Brecha,
enero de 2010.
[9]En “Lo que hay es movimiento, transitar, hacer ver”, Brecha, diciembre de 2013. Es
interesante señalar que este artículo se presenta como una “crítica provisoria”
y que, desde su título, evita decir (jugarse a decir, mejor) que hay entre la
producción de los “nuevos narradores” obras rescatables por su calidad y que,
en rigor, lo que sí hay es “movimiento”; en una nota similar –que cabe asimilar
al perfil crítico conservador, reaccionario y regresivo del medio en que fueron
publicadas–, el título de un artículo de Sofi Richero sobre la compilación Entintalo(de relatos premiados en un
concurso de narrativa organizado por el Centro Cultural de España) señala que
“todo pasa y todo queda”, vaciando notoriamente el problema de qué es lo que
“quedará” (en el sentido de qué en última instancia “vale la pena”) de todo lo
producido en el presente.67
[10] Gabriel Lagos, op.cit.
[11] “Buenos nuevos”, La Diaria, 20
de marzo de 2009.
[12] Una indagación especialmente interesante sobre la supervivencia de
ese concepto de “rareza” puede encontrarse en el número 5 de Cahiers de LI.RI.CO, Raros uruguayos, nuevas miradas, editado
por Valentina Litvan y Javier Uriarte, Francia, Univeristé de París 8
Vincennes-Saint-Denis, 2011. Es curioso, además, que ninguno de los artículos
compilados en el libro esté enteramente dedicado a leer algún aspecto de la
obra de Mario Levrero y que sean incorporados a la nómina de “raros” escritores
tan canónicos como Horacio Quiroga o tan marginales como Juan Introini. (Space)
Oddity is in the eye of the beholder.
[13] En “Multiterritorialidad imaginada en la última narrativa uruguaya:
a propósito de La vista desde el puente
de Ramiro Sanchiz”, <lirico.revues.org/996?lang=fr>
[14] También Amir Hamed se refirió a este posible lugar de Levrero: “Hay algún padre literario
notorio, como para algunos lo fuera, hasta 2004, Mario Levrero con sus
talleristas, a quienes empujó a la publicación, entre ellos Daniel Mella,
Patricia Turnes, Inés Bortagaray o Fernanda Trías”, leemos en op.cit.
[15] Por ejemplo el prólogo de Elvio E. Gandolfo a El portero y el otro.
[16] En una entrevista a César Aira a cargo de Diego Recoba (“Los
títeres del Sr.Aira”, disponible en < www.zonadeobras.com/revista/los-titeres-del-sr-aira-cesar-aira/>)
la pregunta por la obra de Levrero queda relegada al final, pero se la siente,
de alguna manera, inevitable. Aira responde que “París es una cumbre de la novela del siglo XX” y que el cuento “La toma de la bastilla (…) es
inigualable”; en otra de las respuestas leemos “Estoy en contra de eso [de la
literatura “pequeña, confesional, en primera persona”] porque para mí la
literatura es básicamente invención, creación. Contar la vida, en cambio…”.
Claramente el gesto de privilegiar las zonas más “inventivas” o “imaginativas”
de la obra levreriana es solidaria con el anatema sobre la literatura del yo, y
en ese sentido Aira y Strafacce hablan desde el mismo lugar.
[17] También resultaría de interés un relevamiento de las visibilizaciones
de lo rioplatense en publicaciones periódicas; algunos ejemplos: la revista
digital Otro Cielo, por ejemplo,
convirtió a su sexto número en un especial de narrativa joven uruguaya, y la
revista Katatay incorporó –bajo el
título “Papeles de Montevideo” en su número 1, de junio de 2005– un dossier sobre la obra de Amir Hamed que
incluyó una entrevista a este escritor realizada por Ercole Lissardi. La
lectura de los textos producidos por estos acontecimientos (editoriales,
introducciones, reseñas, portadas, contraportadas, a la vez que juicios de
valor, presupuestos críticos, vinculaciones entre escritores de ambas orillas y
establecimientos de tradiciones) indudablemente se convierte en una referencia
ineludible a la hora de pensar la literatura rioplatense.
[18] Disponible en < revistapaco.com.ar/2013/10/24/gandalf-el-grande/>
[19] Disponible en < milpalabrasnopuedenequivocarse.blogspot.com/2012/01/histeria-en-la-casa-del-sol-naciente.html>
[20] Número 93, octubre de 1997. Disponible
en < axxon.com.ar/c-93.htm>
[21] Número 164, disponible en < axxon.com.ar/rev/164/axxon164.htm>
[22] Por ejemplo, la corriente llamada ciberpunk, originada en Estados Unidos en la década de 1980, fue
importada al Río de la Plata ya entrada la década de 1990, y tanto escritores
uruguayos como argentinos dieron cuenta de su impacto en forma de ficciones, en
forma de textos críticos y en forma de publicaciones especializadas en esa
tendencia; en tiempos donde el acceso a cierta información era notoriamente más
difícil que en la actualidad, esos artículos (y esas revistas y esos cuentos)
alimentaron la evolución de la ciencia ficción en ambas orillas del Río de la
Plata. De hecho, el mencionado cuento de Bayeto podría ser leído como uno de
los puntos más altos del ciberpunk rioplatense.
[23] Echavarren, Espinosa, Polleri y Lissardi, según se habló en un
evento llevado a cabo en la Feria Nacional del Libro de 2012.
[A1]¿En argentina, en todas partes? No siempre son hechas asì. Las
muestras de autores jóvenes, sin duda son generacionales, pero hay otras
muestras que dan cuenta de un panorama amplio de lo que se està haciendo. Vg.
Antologìa del cuento fantàstico de Borges, bioy, silvina.
[A2]Ojo. Que el tèrmino “generaciòn” implica un orden de nacimiento,
desde la de 1898 y 1927 en España. El asunto, y lo que creo que debe presentar
esta nota, es una galaxia de obras y autores, no generaciones.
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