Escenas del delito americano, Indio Solari, Serafín, M.Santellán
Marines y mandarines
Los fans de
Carlos Alberto “Indio” Solari (Paraná, Entre Rios, Argentina, 1949), y/o de
Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, seguramente recordarán historias sobre
cierto proyecto narrativo (El delito americano)
tramado por Solari, cuya concepción se remontaba al pasado más mítico de la
banda. No es este el lugar para hablar en extenso de la lírica solariana, pero
sí que el concebible valor digamos literario
de sus letras fue siempre parte del abundante capital simbólico y el aura
de los Redondos. Y eso, qué duda cabe, extrapolado no sólo a una novela o un
libro vastísimo y postergado (y acaso por tanto trabajado cuidadosa,
minuciosamente) sino a un más general proyecto
que se vuelve signo o cifra de una personalidad ética, estética e
ideológica, acapara (como una estrella en formación) más y más materia, más y
más capital simbólico, más brillo potencial.
Pasó, entonces,
que Solari optó por avanzar un fragmento de ese proyecto. ¿Se acuerdan de Stéphane Mallarmé? Bueno, durante buena parte de
su carrera el autor de Una tirada de
dados soñó con (y habló y teorizó de) un libro total, la “interpretación órfica de la Tierra”, que ofreciera
el lugar hecho de palabras donde se tocaran el cielo y la tierra; a la vez,
decía saber Mallarmé que su proyecto era irrealizable (como el Quijote de
Pierre Menard) dada la duración de una vida humana, pero que no por ello debía
ser tachado de imposible, y fue así
que se propuso “ofrecer un fragmento”, que “probase” que aquello podía hacerse.
Quizá el poema
recién mencionado, el mayor fetiche literario de la poesía del siglo XX, sea
ese fragmento, o quizá sea el despliegue de sus ruinas o la prueba de su
imposibilidad. En cualquier caso, lo que me importa acá es que en esa tradición
hipermoderna de Mallarmé (de la que, por cierto, se hicieron eco con sus
“novelas totales” tanto Joyce, Proust y Musil, a principios de siglo XX, como
Alasdair Gray, Thomas Pynchon y Roberto Bolaño a fines de ese siglo y
principios del XXI, o incluso David Foster Wallace, Mark Danielewksi y el Alan
Moore de Jerusalem) parece de alguna
manera pertinente a la hora de pensar en un proyecto rebosante de hype y de aura, un proyecto, es decir,
como el de Solari. El lugar del fragmento, entonces, que da testimonio de la
realidad (sea en acto o en potencia) del proyecto, vendría a ser la reciente
novela gráfica Escenas del delito
americano, basada en el proyecto de Solari, con textos suyos, guión secuenciado
por M. Santellán y dibujos de Pablo Guillermo Serafín (quienes ganaran en 2012
el premio Ñ de Historieta por su obra “Reparador de sueños”).
Hay unas cuantas
discusiones ociosas al respecto, que se pueden pasar por alto con apenas una
mención. Está, por ejemplo, su condición un poco sui generis, que incorpora la dimensión secuenciada de la
historieta más tradicional con bloques de texto que parecen tanto “ilustrados”
como “complementados” por los bellísimos dibujos (en viñetas o en planchas
completas) de Serafín; en ese sentido, su mínimo apoyo en diálogos y su
condición claramente fragmentaria vuelven a Escenas…
una novela gráfica digamos “peculiar” (y por ello más interesante) en el
contexto de la narrativa gráfica reciente en el Río de la Plata (tanto como esa
autoría triple: el que concibe la trama y aporta su textura verbal, el que
escribe el guión en tanto secuencia narrativa, el que dibuja). A la vez, un
abordaje de corte intertextual o incluso desde las posibles influencias, debe
dar cuenta no sólo de que estas funcionan más a modo de bloques de construcción
que de una corriente subterránea, sino de que en el prólogo (escrito por
Marcelo Figueras) están claramente enunciadas las principales y eso –qué duda
cabe– funciona como guía (¿advertencia?) de lectura.
Se habla ante
todo de ciencia ficción, entonces, y en particular de William Burroughs,
William Gibson y Philip K. Dick, así
como también de Moebius, Bilal y Liberatore en cuanto al comic, Stalker y Apocalypse now en cuanto al cine, y la inevitable referencia a la
tradición argentina a cargo de El
eternauta y Los siete locos. Más
que discutir la pertinencia de estas afinidades parece de interés señalar que
sus marcas son efectivamente visibles: la naturaleza fragmentaria (“rutinas”,
las llamaba su autor) de los capítulos o secciones de El almuerzo desnudo, su ruptura con la linealidad y con la
posibilidad de disponer claramente una narrativa única (la proverbial “historia
bien contada”) en favor de una apertura de relatos posibles y una estructura
arborescente, por ejemplo, encuentra un eco clarísimo en Escenas del delito americano, que no en vano lleva ese término,
“escenas”, en el título.
Las conexiones
entre el mundo o mundos construidos en esta novela gráfica y la lírica y la
épica ricoteras también saltan a la vista: desde las texturas de ciertos
nombres (“Semasendhi”), la construcción de un mapa de términos que apuntalan el
mundo ficcional (las “mental grammar spheres”, que pueden recordar aquello del
“hiperfútbol”, por poner un ejemplo cualquiera) y sus coordenadas políticas,
culturales y morales (pensemos en “Queso ruso”) hasta las más evidentes
recurrencias de cierta sordidez, oscuridad, la cosmovisión beatnik y eso que
cabe describir con el término “visceral” y que termina por acercarse a una
suerte de neoexpresionismo ciberpunk, como si Solari retomase el hilo de
aquella obra maestra de los noventas, El
úlimo bondi a finisterre, con su ciberpunk sudaca trash como eje de
proliferación. Los juegos o coqueteos con lo autoficcional o lo automítico, por
llamarlo de alguna manera, están también notoriamente presentes: el propio
Solari presta su imagen (tanto la barbuda de los primeros momentos de su banda
como la rasurada y equipada con lentes oscuros de los noventas en adelante) a
dos concebibles lugares cronológicos de la trama y el que podría pensarse como
su proagonista, del mismo modo que otras caras reconocibles para el fan de la
banda parecen asomar aquí y allá.
Escenas del delito americano es visualmente hermoso y lo suficientemente intrigante desde su
propuesta narrativa como para convocar (demandar) múltiples lecturas. Del mismo
modo que las letras de los Redondos, se presta gozoso al juego de la
interpretación desbocada al mismo tiempo que produce un muro o distancia entre
los productos de aquella y la última realidad o materialidad textual, ese goce
del significante, eso que se dice, eso que se quiere leer, eso que se lee, eso
que efectivamente quedó dicho. Y ese juego de invitaciones y rechazos logra
seducir: la interpretación y los límites de la propia interpretación se
articulan en una lógica de deseo y satisfacción, que se suma a la amplia
propuesta conceptual y estética de esta fascinante novela gráfica.
Publicada en La Diaria el 29 de marzo de 2018
Comentarios
Publicar un comentario