Inventar el futuro, Nick Srnicek y Alex Williams
Donde
vamos no necesitamos caminos
Nick Srnicek y Alex Williams publicaron en
2013 su “Manifiesto por una política aceleracionista”, que ahora puede leerse
en inglés en muchos sitios de la web y, en español, en el libro Aceleracionismo, publicado a fines de
2017 por la editorial argentina Caja Negra. La idea básica, y que hacía al
llamador de atención más notorio del título, venía de algunos escritos
(“Meltdown”, “Circuitries”, etc) publicados por el filósofo inglés Nick Land en
los noventa, que seguían, desarrollaban y expandían drásticamente una idea de
Deleuze y Guattari en El Anti-Edipo: para
decirlo así nomás, que es posible superar al capitalismo acelerando sus procesos. En la versión landiana, que ahora podemos
llamar aceleracionismo clásico, hay
un énfasis en el colapso de la subjetividad que la cultura occidental ilustrada
ha dado por llamar “humana”: “nada humano saldrá con vida del futuro”, leemos
en varios de sus textos, que cruzan ciberpunk con esquizoanálisis,
H.P.Lovecraft y transhumanismo. Land, un pensador ante todo heterodoxo (por
decirlo de un modo suave) ha sido resistido por las academias y su legado
–aparte de en sus textos, compilados en 2011 en el libro Fanged Noumena, que en inglés va por su quinta edición– puede ser encontrado en la obra de
quienes fueron sus alumnos o allegados en la universidad de Warwick (Reino
Unido) durante los noventa: Mark Fisher, Simon Reynolds y Robin Mackay, por
nombrar solo algunos.
El del “Manifiesto…” fue un aceleracionismo
marcadamente de izquierda, más “humanista”, que se diferenciaba del clásico o
landiano en no pocos asuntos aunque retenía sus principios básicos. De hecho,
los autores no sólo reconocieron el legado de su precursor sino que debatieron
con sus ideas y ofrecieron una suerte de versión “corregida” o “mejorada” –a su
entender, claro– de algunos conceptos clave.
Dos años después, Srnicek y Williams
publicaron Inventar el futuro:
poscapitalismo y un mundo sin trabajo, que retoma la reflexión y la conduce
hacia una versión más pragmática, clara y ordenada de algunos puntos (los más
concretos, si se quiere) del manifiesto. A la vez, el término “aceleracionismo”
desaparece del texto, así como cualquier alusión a Nick Land (quizá porque este
se ha acercado últimamente a la neorreacción y otros asuntos incómodos).
Se trata, ante todo, de una primera parte
de diagnósticos y una segunda de propuestas. Lo primero se centra en la llamada
por los autores “política folk”: aquella organizada horizontalmente, autoconvocada, que hace de la “resistencia”
el eje de su postura: ante el
neoliberalismo cruel se “resiste”, digamos: se ejerce una “militancia” local y
pensada siempre como respuesta a lo inmediato. Estas políticas (Srnicek y
Williams se cuidan siempre de emplear el plural) tienden a coincidir en una
suerte de nostalgia por los viejos logros de la izquierda europea, en especial
el estado de bienestar británico, y hacen suyos los modos de pensar propios de
esas épocas previas a la caída del socialismo real y el auge del capitalismo
neoliberal (el jingle “no hay
alternativa” propio del thatcherismo y luego expandido, que Mark Fisher llamó
“realismo capitalista” a modo de una teoría más general de la cultura de los noventa
tardíos y el siglo XXI). Los movimientos Occupy
son el ejemplo más fácil de evocar, pero desde esa idea de “resistencia” es
fácil encontrar sus equivalentes argentinos, por pensar en un ejemplo cercano.
O, sin ir más lejos, las consignas de Roger Waters en sus performances
(“permanecer humanos”, “resistir”, etc).
La crítica a esta “política folk” es
expuesta con claridad: el modo de pensar a la defensiva y esencialmente
retrógrado evita que se piense en la construcción de un futuro alternativo, y
ahí está el verdadero “hacerle el juego a la derecha”. La izquierda folk,
entonces, para Srnicek y Williams, ha descuidado al pensamiento de avanzada, ha
permitido que la derecha usurpe y bloquee el futuro, y se dispersa en
nostalgias y conservadurismos: no ha logrado dar cuenta del avance acelerado de
la tecnología ni ha logrado usar para su beneficio las armas que sí fueron
aprovechadas por las políticas rivales.
Por
qué van ganando ellos y qué podemos hacer nosotros.
En Inventar
el futuro ese diagnóstico ocupa los primeros tres capítulos, que incluyen (además
de algunas apreciaciones un poco extrañas del 2001 argentino y sus
consecuencias: por momentos parece que se hablara de un mundo paralelo, una
ucronía) una interesantísima historia del modo en que el neoliberalismo pasó de
una tesis marginal en un contexto ante todo keynesiano a la ideología
hegemónica. Después arranca lo que podríamos llamar la propuesta específica: que la izquierda debe esforzarse por abrir
camino a un mundo postrabajo. Primero, acelerando los procesos de
automatización de la mano de obra (aquí a contrapelo del impulso humanista más
evidente, que sería más bien lo contrario: evitar la pérdida de fuentes de
trabajo humanas), segundo estableciendo una renta básica universal y suficiente
para vivir de forma holgada. Esto no sólo empoderaría a los desempleados sino
que haría del trabajo una opción personal: la idea no es nueva, por supuesto, y
recuerda al Ballard de los cuentos de Vermilion
Sands (“el trabajo será el juego último”), pero Srnicek y Williams
argumentan pausada y concienzudamente los beneficios del desempleo masivo, la
mano de obra automatizada y las maneras en que los gobiernos del mundo podrían
optimizar sus economías para asegurar la renta universal básica.
En términos de propuestas concretas el
libro no va mucho más allá, y con los dos capítulos finales por delante el
lector (bueno, cierto lector, no el militante de la “resistencia” folk) puede
pensar que extraña el vértigo aceleracionista de pensar más allá de las
subjetividades consabidas y construir un futuro realmente novedoso; es en ese
momento que los autores responden que su propuesta de “un mundo sin trabajo” ha
de entenderse como la primera fase en el proceso del poscapitalismo, y que no
hay manera de saber a dónde nos llevarán los avances tecnológicos. Acá es
inevitable encontrar ecos del entusiasmo por la “singularidad tecnológica” que
hace al meollo de tantos textos fundamentales de Nick Land, pero Srnicek y
Williams se cuidan de parecer un par de escritores de ciencia ficción (cosa que
a Land le preocupaba poco y nada: más bien se ocupaba de superar la imaginación de los autores del género) y, a la vez, lo
cual da un pliegue de complejidad extra y muy bienvenido a su propuesta,
proponen que entre otras cosas lo que hemos perdido son las utopías o que,
cuando defendemos la idea de la utopía en rigor estamos enarbolando las utopías
rancias de un mundo pasado hace décadas. Hay que pensar en el futuro sin miedo,
señalan, pero también hay que hacer propuestas concretas para el corto y el
mediano plazo. Y, en lo que podría pensarse como una de tantas lecciones
aprendidas de la escritura y publicación del manifiesto, conviene también
buscar cierta retórica de la sensatez.
En ese sentido el libro es un aporte de
primer orden al debate sobre el capitalismo y su final posible. Que se puede
criticar o enmendar la visión ofrecida está más que claro, y es de hecho lo
deseable, en tanto quizá una de las mayores virtudes de Inventar el futuro es su arenga a que nos despojemos de ciertas
taras de ciertas izquierdas y afrontemos la tarea de pensar seriamente en un
futuro mejor: en su crítica de la política folk, hegemónica en buena parte de
las izquierdas, hay sin duda un elemento de gran interés y un punto de partida
a reflexiones necesarias. Las propuestas concretas son discutibles, como
siempre, o corregibles o lo que se quiera, pero no puede dejar de apreciarse el
impulso de argumentar con rigor y amplitud de miras que exhiben Srnicek y
Williams en estas secciones de su libro.
Se trata, entonces, de una lectura urgente,
necesaria. Digámoslo así: un hermoso punto de partida.
Publicada en La Diaria en noviembre de 2018
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