La muerte del comendador, Haruki Murakami


Crónica del retrato que desarmaba un mundo




Dado el rechazo que despierta en cierta intelligentsia (cuyos miembros rara vez han leído algo más que Tokyo Blues) la obra narrativa de Haruki Murakami, debo confesar que tenía muchísimas ganas de que La muerte del comendador, su última novela, fuese una obra maestra. Pero malas noticias: no lo es. O, mejor, no lo parece aún. Hay cierta perplejidad en estas dos afirmaciones, y esta nota intentará hacer algo de sentido a partir de ello.

Para empezar, no estoy tratando de decir que no estemos ante un libro disfrutable, incluso una buena novela, o una novela fascinante por momentos. De hecho es todas esas cosas, y ya sólo por eso vale la pena. Pero pasa, en rigor, que si bien es fácil reconocer en su trama una suerte de deliciosa summa de tópicos presentes en las mejores novelas de su autor, se vuelve inevitable intuir una suerte de condición descafeinada o aguachenta, un Murakami más light, aunque no uno zero.

Pero atención: en español la novela será publicada en dos tomos y, por ahora, el único disponible es el primero (el segundo se espera para febrero de 2019). Debido a esto, resulta prudente suspender el juicio hasta que la obra completa quede examinada. Sin embargo, algunas líneas fundamentales del libro parecen proyectar una cota superior un poco más baja de lo que cabía esperar.

Voy a insistir en que La muerte del comendador de todas formas vale la pena. Hay algo del mejor Murakami por ahí, y si bien puede resultar estirado como poca manteca sobre una tostada demasiado grande, es sin duda alguna una manteca sabrosa (y termino acá con los símiles gastronómicos). Dicho de otro modo: si entendemos a “lo típico de Murakami” o incluso “lo mejor de Murakami” como ciertos climas opresivos, generalmente subterráneos (el fondo de un pozo, por ejemplo, que puede conducir o no a un universo paralelo o a un bolsillo o mazmorra del nuestro), cierta apelación a la disonancia cognitiva al mejor estilo slipstream, cierto uso sutil y tenso de lo que en otras épocas cabía llamar “lo fantástico” (y que ahora diríamos que es ciencia ficción o ficción especulativa, y ya), la construcción de vidas vacantes y personajes llenos de huecos, y un manejo siempre vibrante de las referencias pop, todo esto está presente en La muerte del comendador: quizá no de manera tan intensa como en los mejores momentos de Crónica del pájaro que da cuerda al mundo o Kafka en la orilla, o incluso en las páginas más extrañas del primer tomo de 1Q84, pero después de un comienzo pausado y amable, las primeras “extrañezas a la Murakami” son bienvenidas por el lector de esta última novela, que inevitablemente esperará más… y no sabemos por ahora si lo encontrará. No en este primer tomo (en japonés y en inglés la novela fue publicada como un único volumen: la división pertenece a los editores en español), en todo caso.

Superficies empañadas y un complejo de agujeros
Está claro que hay que leer el libro completo (los dos tomos, es decir) para entender y justificar sus extrañas reiteraciones, sus digresiones no del todo expresivas, su sencillez demasiado aparente o incluso forzada, como si el narrador fuese un poco más idiota de lo que resultaría verosímil, y es posible, por tanto, que La muerte del comendador ofrezca la pauta por la que juzgarla adecuadamente una vez recorrido ese segundo tomo y examinada la obra completa, pero digámoslo así: la lectura del primer tomo, y esto ha de pasar por un juicio provisional por más que cierta intuición insista en que no hay muchas sorpresas a esperar, deja a esta última novela de Murakami (con su pintor de retratos atraído hacia un retratado enigmático, con sus historias de momias japonesas y pozos repletos de vidas o vidas horadadas por pozos) algo por debajo de aquellos libros que sentimos los mejores de su producción.

¿Hemos llegado a una conclusión? No, porque inevitable sentir que algo está escapándose, que hay algo más escondido por ahí. Está el cuadro aludido por el título, por ejemplo, encontrado por el narrador en la casa que le prestan para dedicarse a la pintura una vez que su mujer lo abandona. Murakami lo describe al detalle, nos da casi toda la información que cabe esperar se nos pueda dar sobre un cuadro, pero la curiosidad que le despierta esa pintura al narrador se contagia al lector y se entiende que, en efecto, no entendemos del todo qué está pasando, ni en el cuadro en sí, primero, ni en la vida de quienes lo contemplan, progresivamente. Esa esa ausencia de comprensión que va incrementándose, esa multiplicación de los fantasmas en las vidas de los personajes centrales, puede llegar a ser incluso fascinante.

Es posible, para cerrar, que La muerte del comendador esté poblada de enigmas, plena en pliegues hacia mundos subterráneos u ocultos; por ahora, hasta leer la segunda parte, habría que señalar, apenas, que parece faltarle convicción, empuje, energía.

En febrero veremos qué pasa.


Publicada en La Diaria el 18 de diciembre de 2018

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