selección 2018 (1)

Mil de fiebre, Juan Andrés Ferreira. 

El maximalismo oriental en su irrupción inesperada y el acontecimiento literario del año al este del río Uruguay. ¿Maximalismo oriental? Repítame eso, por favor. El primer término de la formula debe a la (criticable pero buen punto de partida) propuesta de Stefano Ercolino y el segundo debería ampliarse al ámbito rioplatense (aunque se podría argumentar que las novelas de Pola Oloixarac proponen una suerte de maximalismo a escala), como si se dijera que Mil de fiebre es tan grande que no cabe en la literatura uruguaya (algo parecido se dijo de Levrero, creo recordar), lo cual no deja de ser curioso para una novela tan paradójicamente “localista” como la de Ferreira, incrustada en Salto, allá en la frontera norte con el portuñol. Pero a no engañarse: el mundo de Mil de fiebre no es el nuestro: como en uno de sus modelos más claros, La broma infinita, la desviación con la realidad es pequeña como una astilla y está clavada en el punto más sensible posible, así que el resultado no es tan diferente al del jabalí gigante de La princesa Mononoke: en este caso los demonios deberían arrasar con la narrativa uruguaya como la conocemos, pero lamentablemente eso no sucederá (hay anticuerpos, hay sistemas de seguridad que evitan estas cosas, y en algunas reseñas que andan por ahí de Mil de fiebre pueden verse en casi pornográfico funcionamiento). ¿Por qué? Para decirlo brevemente, porque en los más o menos diez años que lleva de vida la más reciente etapa de la narrativa uruguaya, el modo maximalista es la excepción y la norma la nouvelle realista-minimalista (con un polo salingeriano en Daniel Mella y el otro en la búsqueda del bello estilo notoria en la trabajada prosa de Gustavo Espinosa, con Mercedes Estramil en algún lugar en el medio); por eso, la novela mastodóntica de Ferreira (con todo lo que debe tener el maximalismo: saber enciclopédico, imaginación paranoica, proliferación delirante, narrativa rizomática) es a su manera un monstruo que se ha escapado de su isla de la calavera e irrumpido en la aldea que se dice ciudad ante el río que pasa por mar.

Oktubre, Carolina Bello. La colección Discos de la editorial Estuario sigue el modelo de la serie 33 1/3 en casi todo, con la salvedad de que le restringe el ámbito a lo geográficamente cercano, o sea las dos orillas del Río de la Plata. Ambas, entonces, se codifican en una apertura a distintos modos: el periodístico, el ensayístico, el testimonial y… ¿las rarezas? Quizá sea una verdad triste que una novela (en oposición a, digamos, el típico librito hecho a partir de cuatro o cinco entrevistas y un recorto-y-pego de cosas dichas por críticos más consagrados) propuesta en el marco de esta concepción vaya a ser invariablemente recibida –me refiero a la versión local de la idea, o sea a Discos– por la prensa y la crítica vernáculas como una cosa rara, atípica, una anomalía. Pero hablar de la primera obra maestra de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota en clave ficcional podría (si fueran necesarias justificaciones) equivaler a la afirmación de que sobre ciertos aglomerados de signos sólo se puede producir un discurso que se presente como ficción: uno que, para pensarlo desde otro lado, se sirva de los circuitos productores de significado de la obra a la que refiere. O, todavía de otro modo, expandir el concepto de referencia para incluir la ficción. De ahí a la teoría-ficción al estilo Nick Land, el CCRU y Reza Negarestani sólo hay un paso, que cabe esperar sea dado en el contexto de Discos (ya que difícilmente el resto de la literatura uruguaya pueda digerir algo así. Es decir: no lo hará). El libro de Bello, en todo caso, se estructura en torno a una novela epistolar clavada frente a Chernobyl, Oktubre y el rock en la URSS. El gran estilo siniestro, austero y soviético, dividido en una pluralidad de voces que incluye crítica, reseñas, las cartas entre los protagonistas (una soviética ucraniana y un argentino) y un narrador al borde del éxtasis ante la Gran Catástrofe, el fantasma del fin de siglo XX que no sólo no nos deja en paz sino que ya ha llegado a definir lo que podemos entender a esta escala como nuestro hogar, en tanto hemos terminado por definir, ya usurpados del futuro, (y aquí es inevitable pasar por el pueblo fantasma de la hauntología a la Mark Fisher), ese término a partir de la manera en que cierto fantasma lo encanta: y si quieren un retrato, una imagen icónica, googlen el monumento 1970 en Pripyat; su gemelo oscuro, por supuesto, es la pata de elefante del reactor de Chernobyl.

Publicado originalmente en ArteZeta el 29 de enero de 2019.

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