La silicolonización del mundo, Éric Sadin
¿Dónde quedaron los buenos valores (en los que creíamos)?
El texto de contraportada de La silicolonización el mundo, de Éric
Sadin, puede hacer creer al lector que lo que está a punto de leer es una
historia de Silicon Valley y el proceso por el que las tecnologías y filosofías
agitadas en esa región de California se abrieron camino por el mundo. Sin
embargo, si bien hay algunos capítulos dedicados a esa historia, no es ese el
objetivo del libro. Se trata, más bien, de una suerte de manifiesto, un texto
eminentemente político planteado como negación de los procesos de
“silicolonización”. Que haya libros “políticos” en este sentido es fundamental
para el debate sobre el camino de la cultura contemporánea, por supuesto, pero
el gran problema de La silicolonización
del mundo está, curiosamente, en lo poco
que dice por fuera de ciertos lugares comunes, lo poco o nada que
argumenta.
Ese “poco” es, en todo caso, una
estrategia retórica; cuando Sadin hace historia, y comienza con el sueño de la
contracultura estadounidense de mitad de siglo XX, recae siempre en una suerte
de polarización demasiado evidente: aquello que por alguna razón le gusta o,
mejor, le sirve, lo plantea en trazos
esquemáticos, que incluso pueden parecer ingenuos (como su presentación del
“verano del amor” de San Francisco, su relato del concierto de Altamont o su
extraña y breve referencia a The Velvet Underground: quizá algo inevitablemente
francés en su relación con el
pop/rock o, más todavía, la cultura pop), y aquello a lo que se opone, lo
presenta con evidente ironía para, llegado el momento, apelar a una suerte de
tremendismo de la cita, donde el famoso argumento “ad hitlerum” (señalar
coincidencias entre determinada idea o práctica y algo que el lector puede
identificar fácilmente con los nazis en particular o el fascismo en general)
casi nunca es escatimado. Y es aquí donde en evidencia el mecanismo que socava
la pretensión argumentativa del libro y, por tanto, su aporte posible más
profundo: Sadin siempre razona contra hombres de paja, contra la simplificación
más burda de sus enemigos, a la vez que se regodea en presentarse a sí mismo y
a sus aliados como herederos de la más rica tradición humanista.
Nada de lo humano saldrá con vida del futuro
Ese “humanismo” es clave, y
curiosamente (o no tan curiosamente, claro) señala el lugar más débil del libro
en cuanto a sus argumentos, en tanto Sadin se opone a la realidad aumentada, el
transhumanismo, la “digitalización” (o “lo digital”, noción clave en el libro y
expuesta de manera mínima), el capitalismo de las startup, el pensamiento cibernético, la gobernanza, la pospolítica
y mucho más (véase el capítulo de la “negación integral”, a partir de la página
273) en nombre de los viejos valores del alma, la libertad, la
individualización, el liberalismo político bien entendido y, ante todo, la
noción humanista del ser humano en tanto entidad enfrentada con la finitud: se
trata, por usar los términos de Ray Brassier en su ineludible ensayo recogido
en el compilado de Aceleracionismo (editado,
al igual que el que aquí nos ocupa, por la editorial argentina Caja Negra), de
un alegato contra el “prometeísmo”, es decir el intento de trascender las condiciones
limitantes de aquello que pudo ser eventualmente pensado como una “naturaleza”
o “condición” humanas.
El de Sadin es un proyecto
completamente reaccionario, entonces, que se yergue en contra de algunas de las
líneas principales del pensamiento del siglo XXI, entre ellas los diversos
aceleracionismos (si bien no los cita, Sadin, por ejemplo al rechazar las ideas
de renta universal y profundización de la automatización de la fuerza laboral,
se opone a las ideas del “aceleracionismo de izquierda” de Nick Srnicek y Alex
Williams), las filosofías agrupables bajo la ontología orientada a objetos o el
realismo especulativo, y el xenofeminismo. Esto no implica que cualquier
sistema de pensamiento más o menos organizado que se enfrente a lo “nuevo” deba
estar esencialmente errado, por supuesto, pero cuando preguntamos por los
argumentos de Sadin para preferir esa rica tradición humanista que algunos
damos por perimida, no tenemos respuesta en este libro, que parece dar por sentada
la alta, bella y sublime talla de esa tradición.
Esto queda especialmente a la
vista en el peor capítulo del libro en términos de inteligencia y movimiento de
ideas. En el capítulo destinado a denostar el transhumanismo, Sadin hace uso de
trucos tan burdos como apelar a la falacia ad hominem (señala, por ejemplo, que
los transhumanistas no son expertos en nada y, además, “no se ven muy
saludables”, p.224), a la falacia de apelación a la autoridad (para rechazar la
posibilidad de plantear la “mente” en tanto sistema complejo de algoritmos
apela a John Searle, notorio por su rechazo a esa noción, pero no propone un
diálogo con, pongamos, Douglas Hofstadter, que la suscribe; a la vez, si apela
a la complejidad del asunto lo hace para sacarse el problema de encima
rápidamente) y a trucos retóricos tan simples como proponer que el
transhumanismo (gran bolsa de posturas e ideas, todas discutibles) es vil y
tonto porque se opone a “la grandeza de lo humano” (p. 226) y, nuevamente, a presentarlo
como la peor caricatura de sí mismo (señalando que su objetivo es “el acceso a
la eternidad”, p. 220).
El ya citado capítulo sobre la
“negación integral” es el mejor lugar para tomarle el pulso al libro: desde
oponerse al “servicio de préstamo de libros digitales” y al “libro
digital” por “perjudicar a las
librerías” (p.280), hasta negar “las pulseras que midan los flujos
fisiológicos” (idem), pasando por la “digitalización sistemática de las
prácticas educativas y el uso generalizado de tablets” y los “televisores conectados” (p.278), lo que Sadin teme
y odia es no otra cosa que el cyborg. Y no hace falta ser un tecnófilo ingenuo
suscripto a la revista Wired en los
años noventa (justamente esa es una de las caricaturas a la que se dirige
Sadin, como si las posturas fuesen esta o la suya, y ninguna otra) para sentir
el tufillo reaccionario y, peor, ingenuo que mana de estas páginas. Pero, por
supuesto, los humanistas siguen siendo legión, y sin duda disfrutarán del tosco
libelo de Éric Sadin. El debate productivo y sugerente, sin embargo, está en
otra parte.
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