Rayuela en el siglo XXI


Hace algunos años, el periódico argentino La voz del interior publicó un artículo del escritor y crítico cordobés Flavio LoPresti donde, bajo el título “Cortázar se quedó sin herederos”, se buscaba indagar sobre la presencia de Cortázar en la obra (narrativa y crítica) de un grupo de escritores contemporáneos, consultados a modo de encuesta. Algunas de las ideas en común son fáciles de ver: Cortázar como un escritor fechado, la suya como una obra que no ha envejecido del todo bien y que parece refugiarse apenas en cierto entusiasmo adolescente. Ya en 1985, de hecho, (o en su revisión de 1998), César Aira, en su Diccionario de autores latinoamericanos, se hacía cargo del aparente retroceso de Cortázar en términos de prestigio e influencia: “con sus altos y sus bajos (que nunca llegan a los extremos de lo uno o lo otro)”, escribió, “su centenar largo de cuentos constituye un viaje por la ficción que vale la pena hacer”. Pero, además: “no hubo maduración visible en Cortázar; un aire de perenne juventud baña toda su obra, indiscutida favorita de los jóvenes, lectura de iniciación y descubrimiento de la literatura”.


Esta línea de lectura quizá termina favoreciendo a los cuentos: hay un puñado incuestionable de textos que pasan muy cómodamente por ejemplos perfectos del género y deben su lustre, por tanto, a cierta orfebrería formal o artesanado. Cabe pensar que en su momento llevaban adherido otro atractor de valor: los tímidos coqueteos de Cortázar con el cuento fantástico decimonónico, tan persistente en su negación a las tendencias especulativas del siglo XX, por ejemplo.

¿Esto quiere decir que Rayuela terminó por convertirse en una suerte de obra menor, una moda de ayer? Hay que pensarlo mejor. Después de todo, acaso sea un poco injusto reducir un libro de su ambición y complejidad a un fenómeno “de iniciación y descubrimiento de la literatura”. Está claro, por otro lado, que un proyecto (o no-proyecto) como el de Aira y la figura de Cortázar como escritor latinoamericano comprometido (hasta la náusea romántica) con ciertos progresismos de izquierda, tan fechados y envejecidos como la ternura boba del gíglico, no se llevan bien. Pero si la era de Aira (por llamarla de alguna manera) tiene sus días contados (como muchos creemos), ¿se podrá empezar a pensar en una asociada revaloración de la obra de Cortázar, y de Rayuela en particular?

Esto equivale a preguntarse qué podemos encontrar ahora en Rayuela que nos interese; está claro que toda lectura comporta una forma de recreación o re-producción de la obra leída, y desde esta noción podemos empezar a reinventar Rayuela para este final de la segunda década del siglo XXI.
Una manera de plantear esta inquietud es pensar en ciertas novelas que puedan asumir a Rayuela como antecedente, inspiración o precursora, o también que, por las características que reconocen en el libro de Cortázar (a la manera de lo propuesto por Borges en su clásico ensayo “Kafka y sus precursores”), terminen “creando” una nueva manera de pensar en Rayuela o incluso, por qué no, una nueva Rayuela. Desde estas novelas, es decir, podemos leer de otra manera ciertos aspectos de Rayuela no necesariamente consagrados por la crítica o, en última instancia, capaces de vincularse a una tradición novelística que podamos considerar vigente o incluso novedosa.

En su momento fueron señaladas (incluso Bolaño lo dice explícitamente en alguna entrevista) las conexiones entre Rayuela y Los detectives salvajes, y sin duda una concepción de la novela (“monstruo poliédrico”, decía Cortázar, señalando de paso la oposición entre esta forma y la más discreta y pulida de los cuentos) como juego conceptual y formal está profundamente implicada en ambos libros. Pero cabe pensar en textos tomados de otras tradiciones también, entre ellas el horror y la filosofía especulativa contemporánea.

La primera de esas tradiciones nos lleva a La casa de hojas, de Mark Z. Danielewski, publicada en su versión definitiva hace 19 años. Además de abundar en notas a pie de página y experimentar con tipografías diversas y además con la disposición del texto sobre la página, la novela hace uso de recursos un poco más convencionales, como el uso de diferentes narradores (recordemos que en Rayuela hay al menos tres: la primera persona de Horacio Oliveira, el narrador en tercera persona y las notas atribuidas al personaje Morelli) y la apelación a diferentes tipos de discurso: la narrativa más tradicional yuxtapuesta, por ejemplo, a la reseña o comentario de un documental y a la ficción epistolar (del mismo modo Rayuela vincula textos más claramente narrativos con poemas en prosa y los fragmentos de filosofía o crítica estética a cargo de Morelli). En cierto sentido, entonces, La casa de hojas “actualiza” Rayuela al mundo de fines del siglo XX y, de paso, lo inserta en la tradición de la novela de horror: en la novela de Danielewski lo narrado es la exploración de una casa inmensamente grande (por dentro, no así por fuera), que contiene espacios prehumanos, antiquísimos e imposibles, en los que acechan horrores lovecraftianos (pero, como señalaron muchos reseñistas, en última instancia el núcleo de la novela es una historia de amor); en la de Cortázar parece estar aguardando la incorporación de las escenas weird  o incluso de pesadilla ambientadas en el manicomio de la segunda parte a una tradición del horror (o lo inquietante) contemporáneo.

Un segundo libro que proponer en esta descendencia (o retroinfluencia) rayuelesca es Ciclonopedia, del filósofo iraní Reza Negarestani, publicada originalmente en 2008. El libro se presenta ante todo como una serie de comentarios hechos por un grupo de lectores/editores a la obra de Hamid Parsani, filósofo renegado de la academia que propone la posibilidad de concebir al Cercano Oriente como una entidad consciente. El libro incluye fragmentos de las obras del filósofo (que de alguna manera equivale al Morelli de Rayuela), los comentarios de este grupo de lectores y una serie de notas que continúan la historia de la mujer que descubre uno de los manuscritos perdidos de Parsani.

Para Ciclonopedia, por otra parte, es central la noción de “teoría ficción”, acuñada en la década de 1990 por los filósofos británicos Nick Land y Sadie Plant, quienes fundaron en la universidad de Warwick la CCRU o “Unidad de Investigación de Cultura Cibernética” (“Cybernetic Culture Research Unit” en inglés) y propusieron a modo de línea de trabajo, junto a otras, la ya mencionada idea de “teoría ficción”, que retoma las propuestas conceptuales de textos como los relativos al profesor Challenger en Mil Mesetas, de Deleuze y Guattari y, por qué no, aunque no hayan sido mencionados explícitamente, los escritos de Morelli en Rayuela, es decir “teorías” lo suficientemente detalladas como para funcionar en una discusión filosófica que, a la vez, son atribuidas a personajes ficticios y se construyen como una hibridación del lenguaje ensayístico con el narrativo.
La evidente complicidad entre las ideas estéticas atribuidas por Cortázar a Morelli y los preceptos de la teoría ficción del CCRU y su realización en Ciclonopedia (de hecho, Negarestani alude explícitamente a conceptos del CCRU, entre ellos el de “hiperstición”, o ficciones que se vuelven realidad a sí mismas) permiten pensar a esta novela junto a Rayuela en una posible tradición de novelas hipersticionales o de teoría ficción. En español prácticamente no existen (aún) obras similares a Ciclonopedia, por lo que es interesante pensar que la influencia más viva de Rayuela en el siglo XXI todavía debe regresar a la lengua en que escribió Cortázar.

En última instancia, tanto La casa de hojas y en particular Ciclonopedia plantean un modo de hacer novelas que revitaliza Rayuela. Quizá, entonces, es tiempo de abandonar esa gastada idea del libro de Cortázar como un texto completamente dejado atrás por la literatura: los herederos de Cortázar, simplemente, deben buscar un poco más allá de los límites del castellano y, por decirlo así, bajo la piel de otros géneros.

 Publicada en El Astillero de las Letras el viernes 16 de agosto de 2019


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