Humankind, Timothy Morton
Plantearse
los temas centrales de la ecología y la biología desde la perspectiva del
realismo especulativo en general y la ontología orientada a objetos (OOO de
aquí en más) en particular parece algo tan obvio como necesario, urgente diría,
y quizá uno de los mayores méritos de la obra de Timothy Morton (1968) es tomar
la especulación ontológica y epistemológica de Quentin Meillassoux y Graham
Harman para imbuirla de una urgente preocupación política por nuestras
relaciones con lo que hemos dado en llamar naturaleza, medio ambiente o
biósfera.
Si el
núcleo duro de la filosofía de Morton está en libros como Dark Ecology y, en especial, Hyperobjects
(Argentina-España, editorial Adriana Hidalgo, 2018), su penúltima
publicación, Humankind (todavía no
traducida al castellano) empieza a explorar el territorio vislumbrado por sus
aportes más generales. La propuesta descansa en una serie de hipótesis epigonales
de la OOO y expuestas con una retórica pop
(en un inglés que se esfuerza por sonar oral y cool) que, a veces, hace lamentar una aparente falta de rigor
especulativo, no porque Morton pretenda –como lo hace– escapar de la aridez de
la exposición académica sino, más bien, porque aquí y allá se le escapan hechos
tomados por dados o incluso “verdaderos” y que, en rigor, no pasan de hipótesis
en el mejor de los casos (como la mayor parte de las veces que se refiere a
astrofísica y mecánica cuántica) o de meros errores en el peor (como cuando
señala que la falta de pigmentación o “blancura” en la piel de ciertas
poblaciones es un rasgo genético que aparece después de la revolución
agrícola), todos ellos notoriamente solidarios con sus propias hipótesis y conclusiones.
La clave con Humankind, de hecho, parecería ser mirar más allá de los
detalles e ir a lo que propone en su eje o ejes especulativos, para trabajar a
partir de allí.
Uno de
estos ejes podría ser caracterizado como el intento por reformatear la izquierda
en general y el marxismo en particular desde una postura antiantropocéntrica. Morton
se pregunta si acaso determinadas taras antropocéntricas del marxismo le son
esenciales o simples bugs pasibles de
depuración. Su opción favorita es la segunda, y el libro intenta avanzar en esa
dirección, la de un “comunismo no antropocéntrico” o “comunismo ecológico”, un
pensamiento de izquierda que diluya las barreras entre los seres humanos en
tanto sujetos del conocimiento y entidades metafísica, ontológica y epistemológicamente
privilegiadas, y el resto de la realidad física.
A esta
última Morton prefiere llamar “lo real simbiótico”, que queda presentado como
una red de interrelaciones de la que emerge un hiperobjeto (es decir, una
entidad no local, adherente, masivamente extendida e interobjetiva, como por
ejemplo la biósfera, el calentamiento global, un evento de extinción, etc). La
historia del capitalismo comenzaría, entonces, con la revolución agrícola y su
“separación” entre el ser humano y lo real simbiótico, una suerte de “caída”
ecológica/cognitiva que resuena con la evocada por tantas religiones,
filosofías y esoterismos varios. A partir de esa caída o separación ya no somos
capaces de pensarnos sino como algo aparte,
algo cercenado de esa multiplicidad de relaciones ecológicas que hace al
mundo físico. Se trata, en última instancia, de una afirmación del credo
humanista antropocéntrico: que existe algo llamado “ser humano”, esencialmente diferente del resto de la
realidad física y capaz de erigirse en garantía y foco de la realidad (como por
ejemplo a través del sujeto transcendental en Kant, del geist hegeliano o del dasein en
Heidegger). En algunos de los pasajes más brillantes del libro, Morton expone
claramente la relación de este pensamiento humanista con el especismo y el
racismo.
Quizá
el problema de fondo es que Morton, bajo su propuesta política del comunismo
ecológico, se ve forzado a fetichizar la revolución agrícola y plantear una
suerte de “Edén” anterior, un Paleolítico legendario en el que el ser humano
era uno con la naturaleza. Ahora bien, este relato es tan parecido al mítico (y
político-religioso) de la “edad de oro” que cabe sospechar; pero aún más,
cuando Morton plantea la existencia de una “agrilogística” como caracterización
de los modos de conocimiento y explotación típicos del capitalismo
postneolítico, parece asumir una discontinuidad cultural de la que no hay mayor
evidencia arqueológica o antropológica; en última instancia, si vamos a
permitirle a Morton que nos convenza de semejante discontinuidad, lo cierto es
que no nos aporta buenas razones para creerle al cien por cien. Esto puede ser
un fallo ante todo retórico, por cierto, y también lo parecen las algo torpes
acrobacias argumentales a las que se lanza para hacernos ver que esta idea de
la separación posneolítica entre el ser humano y lo real simbiótico no equivalen a una simple reiteración
del marxismo humanista, que señalaba o señala que el capitalismo aliena al ser
humano de su verdadera naturaleza (en este caso la agricultura alienándonos de
nuestra relación con lo real simbólico, que era fundante de nuestra identidad o
ser en tanto especie).
En
cualquier caso, es cierto que Morton plantea que esa “verdadera naturaleza” no parte
de una esencia específica del ser humano en tanto tal, en tanto ser
radicalmente diferente al resto, sino más bien de su integración con esa vasta
no-humanidad que nos permea. En ese sentido, el segundo eje posible de Humankind es el más provechoso
políticamente: debemos pensar que no somos un “algo” definido con contornos
claros sino que lo que llamamos “nosotros” no es otra cosa que una vasta y
compleja simbiosis con entidades que tendemos a llamar no-humanas: las
bacterias de nuestra flora intestinal, los virus asimilados a nuestro genoma,
el trigo y la soja que cultivamos a expensas de tantas otras especies vegetales
y animales, las vacas, cerdos y ovejas que criamos, y también las prótesis
tecnológicas con las que nos movemos y con las que nos relacionamos entre
nosotros.
El
problema de Morton en Humankind es no
llevar esa idea a sus últimas consecuencias: si definimos “ser humano” en
términos de una continuidad con la realidad física, estamos precisamente eliminando la posibilidad de una esencia
específica de lo humano (somos distintos a los delfines y los calamares,
claro, pero esa diferencia se diluye en un continuo biológico, en tanto somos
tan distintos de las arañas como los mosquitos de los helechos; y de hecho
tampoco podemos separar claramente a la “vida” de la “no vida”), y así el antiantropocentrismo
debe ser antihumanista o inhumanista
si es consecuente consigo mismo. Timothy Morton, en cambio, determinado a
evitar cualquier sombra de reduccionismo, prefiere imbuir esa integración a lo
no-humano con cualidades mágicas u oscuras, y al hacerlo termina por aceptar
(por más que los distribuya más equitativamente) privilegios ontológicos en
principio indistinguibles de los que aceptaría un humanista. El paso que le
falta dar, en todo caso, es afirmar que si todo
lo que nos rodea posee esos privilegios, entonces nada los tiene. Pero esto comportaría un reduccionismo; la idea
misma, entonces, de esquivar los reduccionismos del tipo “somos procesos
cibernéticos” o “somos algoritmos” o “no hay sujetos sino procesos”, es
indistinguible de un precepto gnóstico (“hay una realidad más profunda, una
chispa divina”) fundamentalmente humanista o, al menos, en complicidad con el
humanismo.
Más
allá de esto último (o incluso debido a
esto último, en tanto motivador de discusiones), Humankind es un gran aporte al debate contemporáneo, y en ese
sentido una lectura obligada para cualquiera que se interese por las relaciones
(tan urgentes en estos tiempos de calentamiento global, cambio climático y
extinción fuera de borda) entre ecología y filosofía.
Publicada en La Gata de Colette en mayo de 2019
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