El espejismo y la promesa
Que las únicas revoluciones toleradas por
la literatura uruguaya son las silenciosas, que los escritores uruguayos
parecen vivir en una versión aún más resignada de lo que Roger Waters llamó
quiet desperation no es ningún secreto; tampoco que desde el fin de la
dictadura la única cosa que realmente pasó en la literatura uruguaya fue esa
pequeña o breve efervescencia de los escritores entonces llamados crueles,
quién sabe si en broma o en serio –Henry, Mella, Escanlar, Peveroni– , que más
o menos lograron delinear una literatura nueva, o que parecía nueva, entre el
realismo cansado y de bordes limados de los autores bancados por EBO y el juego
intrincado, rápidamente oculto y combativamente autista de Hamed, Rehermann y
Espinosa (a quien una década después otros críticos elevarían al pináculo de un
nuevo canon).
Salvo que en verdad podamos pensar que a
partir de 2008 se empezó a perfilar una renovación más a largo plazo. La
publicación de Porrovideo, el libro de cuentos de Jorge Alfonso –especialmente
si la pensamos en sincronía con la emergencia de las editoriales HUM y
Estuario, que, a la vez que fueron lanzadas apostando a autores un poco
ninguneados pero ya veteranos, como Lissardi, Polleri y Gandolfo, también
publicaron a escritores jóvenes como Rafael Juárez Sarasqueta, Daniel Mella y
Matías Paparamborda–, y la aparición de tres muestras de narradores nuevos,
jóvenes o emergentes (cada uno elija el término que prefiera), podrían pensarse
como una posible inauguración, la fase inicial de un momento nuevo –más
duradero y extenso esta vez– en la literatura uruguaya.
La objeción más inmediata a este tipo de
especulaciones es la que suelen ofrecer las mentes demasiado cansadas o
temerosas como para pensar: que no ha pasado el tiempo necesario, etc. La
afirmación tiene algo de perogrullada y por tanto, como algunos clichés,
encierra alguna forma inútil de verdad; pero incluso reconociéndole a esa
objeción más importancia de la que merece, no por ello deja de valer la pena el
ejercicio de proponer ordenamientos quizá provisorios pero no por ello menos
útiles –y estoy pensando en la poca o mucha “utilidad” que puedan tener las
taxonomías, que se bastan a sí mismas, en cualquier caso, como ejercicio de
pensamiento, de ficción crítica, de punto de partida. ¿Cabe leer (como quien
dice adivinar, predecir, proyectar, dialogar), entonces, en las líneas que
esbozaron esas tres muestras de narrativa nueva?
Implicado como estoy en el asunto, en dos
de esos índices al menos, voy a responder que sí. Al menos, en una primera instancia, en tanto
punto de partida, en tanto panorama de nombres: los que fueron incluidos a esos
libros y todavía andan por ahí, los que no lo fueron y su presencia ahora es
innegable, los que fueron y ya no están. Es posible también, entonces,
especular con las razones por las que algunos se volvieron más visibles,
algunos se agruparon por afinidad y otros se separaron; otras instituciones –el
premio anual de narrativa sponsoreado por Editorial Banda Oriental (en adelante
EBO), los Fondos Concursables del MEC– repasaron esas líneas o las comandaron,
pero, en cierto modo, todo eso, a los efectos de proponer una fecha, comenzó en
2008.
La primera emergencia, entonces, fue El
descontento y la promesa, publicada por la editorial Trilce y compilada por
Hugo Achugar. De los veinticuatro escritores y escritoras incluidos, diez
(Gabriel Schutz, Sofi Richero, Germán Videla, Dani Umpi, Natalia Mardero, Pedro
Peña, Fernanda Trías, Daniel Mella, Juan Andrés Ferreira y Rosario Lázaro) ya
habían publicado libros de narrativa, dos habían publicado cuentos en
publicaciones dispersas y además libros de poesía u otros géneros (Horacio
Cavallo y Francisco Tomsich), siete (Lucia Lorenzo, Jorge Alfonso, Leonardo
Cabrera, Juan Rodríguez Laureano, Marcelo Silveira, Mauricio Aldecosea y quien
esto escribe) habían publicado cuentos en publicaciones dispersas u obtenido
premios o menciones en concursos de narrativa, tres (Virginia Anderson, Martín
Arocena y Sabina Harari) jamás habían publicado anteriormente, uno (Daniel
Zolvini) abandonó la escritura y, por último, de una escritora (Natalia
Fernández) no se ofrecían datos sobre este particular. Parece bastante claro
que El descontento y la promesa no operó tanto “revelando” nuevos talentos (en
tanto diecisiete de sus participantes ya habían logrado publicar anteriormente)
como “agrupando” voces dentro de un compartimento etario (nacidos después de
1973). Achugar no propone subcategorías, no divide la selección en líneas
temáticas o estilísticas (aunque hace, de todas formas, algunas sugerencias
–tan tímidas y cuidadosas como sus consideraciones sobre la selección de los
escritores participantes– en el prólogo); la presentación es estrictamente
cronológica y corresponde eventualmente a un lector la tarea de pensar en
semejanzas y diferencias.
En cualquier caso, la yuxtaposición, la
nivelación –si se quiere– de figuras con variada (desde nula a casi
“consagrada”) presencia en el campo, el ensamblaje de una muestra, otorga una
suerte de “visibilidad grupal” que pudo de alguna manera contribuir al ingreso
de ciertas figuras a un círculo más “interno” de la escena literaria local.
El hecho de que pocos meses después fuese
publicada una segunda muestra podría haber logrado subrayar un poco ciertas
apuestas y, armando una pauta de coincidencias y diferencias, apuntalar algunas
voces y traer otras a colación. Sin embargo, lo cierto es que este segundo
libro –Esto no es una antología, compilado por Horacio Bernardo, un narrador
ausente de El descontento y la promesa–, que pertenece a una serie de libros
producidos por el Ministerio de Relaciones Exteriores y la Universidad del
Trabajo, cuyo destino pasa más por circuitos diplomáticos que por las librerías
y la crítica, no logró ofrecer una imagen tan contundente (y no se trata de que
El descontento ... lo fuera en gran medida) como la de la muestra que lo
precedió. Cierto descuido –por decirlo eufemísticamente– parece sobrevolar el
trabajo de Bernardo: no existe una propuesta definida de un criterio a la hora
de incluir autores (en El descontento al menos estaba la fecha de 1973, con su
peso digamos “histórico”), la presentación de los textos en el prólogo no logra
siquiera esbozar propuestas claras de líneas de lectura y parece ofrecer más
una suerte de performance bobalicona de Bernardo que un trabajo de acercamiento
a los cuentos, en tanto ofrece apenas un encadenamiento caprichoso de temas en
el que los cuentos son citados a modo de ejemplo y parafraseados, sin intentar
leer por encima de ese ordenamiento ni atendiendo a dimensiones diferentes a la
temática. Además, los cuentos van dispuestos a lo largo del libro según el
orden alfabético de los apellidos de los autores, lo cual, después del prólogo
(que también va nombrándolos y trayéndolos a colación de acuerdo a esa pauta),
suena un poco a tomada de pelo.
Vale la pena, en todo caso, constatar
algunas coincidencias. De los veintisiete escritores y escritoras incluidos,
seis (Horacio Cavallo, Natalia Mardero,
Juan Rodríguez Laureano, Ramiro Sanchiz, Fernanda Trías y Dani Umpi) se repiten
en El descontento y la promesa (vale aclarar que los “repetidos” son los
autores, no los cuentos); los demás (Nicolás Alberte, Ignacio Alcuri, Martín
Avdolov, Inés Bortagaray, Darío Caraballo, Laura Chalar, Andrés Díaz Días,
María Constanza Farfalla, Leticia Feippe, Fernando Foglino, Carina Infantozzi,
Marina Lázaro, Rodrigo Moraes, Daniel Morena, Martín Natalevich, Matías
Paparamborda, Gabriel Peveroni, Alfonso Rodríguez, Gustavo Sosa, Carlos Tanco y
Patricia Turnes) también podrían ser ordenados de acuerdo a sus presencia
editorial. Así, diez (Alberte, Alcuri, Bortagaray, Chalar, Foglino, Mardero,
Paparamborda, Peveroni, Tanco y Turnes) –trece si contamos los “repetidos”
Umpi, Trías y Mardero– contaban con libros de narrativa publicados y también
diez (Caraballo, Díaz Díaz, Farfalla, Feippe, Infantozzi, Lázaro, Morena,
Natalevich, Rodríguez y Sosa) –trece contando las repeticiones de Cavallo,
Rodríguez Laureano y Sanchiz– habían publicado anteriormente en muestras de
narrativa, revistas o publicaciones de concursos. Finalmente, para cerrar la
cuenta, hay que añadir a Rodrigo Moraes, que es presentado en el libro como
autoeditor de dos trabajos narrativos.
Como nota un poco al margen, es interesante
comparar la nómina de autores de Esto no es una antología con la que figura año
tras año en la muestra A palabra limpia, publicada por Banda Oriental a partir
del concurso organizado anualmente por la B’nai B’rith, con Tomás de Mattos,
María Esther Burgueño y Marosa diGiorgio (a partir de la muerte de la poeta fue
incorporado Rafael Courtoisie) integrando el jurado. En estos libros –no
distribuidos en librerías ni reseñados en prensa y por tan invisibles como
habría sido Esto no es una antología de no haber mediado el esfuerzo de algunos
de sus autores en divulgarlo más allá de los canales para los que estaba
pensado el libro– aparecen cuentos tempranos de Horacio Cavallo, Horacio
Bernardo, Leticia Feippe, Laura Chalar, Constanza Farfalla y otros escritores y
escritoras que figuran en el libro compilado por Bernardo, además de Jorge
Alfonso, Martín Bentancor y Rodolfo Santullo.
La tercera muestra aparecida en 2008 –De
acá! Algo de narrativa joven uruguaya de ahora– parece ofrecer una pose
marcadamente opuesta a la de las anteriores; contra la meticulosidad (que roza el no decir) de Achugar y al ruido
blanco de Bernardo, el compilador Pablo Trochón se propone en el prólogo de su
autoría una postura más combativa, que ya desde el título (“Esto no es un
canelón”) parece apuntar a los compilados precedentes:
No he de joder a los pasajeros con
justificaciones de bitácora: que por qué merecen estar aquí, los que aquí
están. No he de aturdir lamiendo mis pasos ni erigiendo manifiestos efectistas;
no les encajaré pruritos académicos… Bien sabemos que la literatura es una
niñería, un maravilloso arte de perder el rumbo, y que teorizar sobre ella es
muy divertido, justamente porque no conduce a nada.
Creo que sería de muy mal gusto instalar
chuecas lecturas borgeanas o resucitar desgastados recursos magritteanos en
esta especie de tranquera, de mal trago que somos los compiladores
explayándonos en páginas que generalmente terminan siendo ejercicios de
autoayuda o de autobombo/a. (pp. 5-6)
La pretensión de diferenciarse de los
“pruritos académicos” de Achugar y de los “desgastados recursos magritteanos”
de Bernardo, lamentablemente (y digo “lamentablemente” porque si algo hacía
falta en este panorama de muestras de narrativa era la actitud combativa propia
de los escritores del under, el tipo de prologuista que, alucinado, convencido
y/o convincente sale a defender a los autores que incluyó con un cuchillo entre
los dientes y los ojos cuarteados en sangre), produjo la muestra más endeble de
las tres. El tono canchero o de vuelta que satura las palabras de apertura
parece encontrar su reflejo en la sencilla boludez de las presentaciones (autopresentaciones, cabe suponer) de buena
parte de los autores. Se dice de uno, por ejemplo (las mayúsculas están en el
original), “El tipo nace en Montevideo, URUGUAY, en 1973. De chico comienza a
leer a la hora de la siesta. Todo lo que encuentra. TODO (…) Al 2008 el tipo
sigue escribiendo fascinado, en Montevideo, URUGUAY” (p.69). Sobre una de las
escritoras leemos “Dormilona, vaga y despistada. Si alguna vez te cruzás con
ella por la calle y no te saluda, no es de mala onda, es que no te vio” (p.69),
y sobre otro de los escritores “comenzó a escribir en los primeros años del
liceo, para exorcizar el aburrimiento y ver si alguna chica le daba corte.
Recién en la universidad tuvo suerte con lo último” (p.70). Del compilador se
nos cuenta que “se lo ha comparado con Joyce y Faulkner y algunos afirman que
es el Günter Grass del subdesarrollo. Hay quienes han llegado a gritar que es
Borges y Kafka aleatoriamente; pero también los hay que dicen que en realidad es
nuestro Viet Nam”. La pretensión humorística y el gesto que caricaturiza al
under, de todas formas, sí marca una diferencia más que notoria con respecto a
El descontento… y a Esto no es una antología. En cuanto a los autores, el único
que se repite en las muestras anteriores es Horacio Cavallo; de los otros nueve
escritores, sólo Agustín Acevedo Kanopa contaba entonces con un libro publicado
(de poesía). Pablo Alí, Martín Bentancor, María Pía Bolatto, Gastón Bustillo,
Florencia Orrico, Juan Manuel Sánchez, el nicaragüense Luis Emel Topogenario y
Andrea Jimena Viera Gómez contaban –o cuentan–, según la información aportada
por el libro, apenas con cuentos aparecidos en revistas o en compilados; de
hecho, de Bolatto, Sánchez y Bustillo se especifica que los que figuran en De
acá! son sus primeros cuentos publicados.
En total, entonces, los tres libros reúnen
a 54 escritores y escritoras. Para 2012, sólo 17 –es decir, casi una tercera
parte– han publicado o vuelto a publicar libros de su autoría, incluyendo autores
que harán su primera publicación (Cavallo, Cabrera, entre otros), autores que
regresarán (Umpi, Alcuri, entre otros) y autores que reeditarán material de
principios de la década del 2000 (Trías, Mardero, entre otros). Si estas
muestras lanzaron a esa media centena y poco más a la arena, entonces, no han
sido pocos los que permanecieron. También es verdad, por otro lado, que otras
figuras muy visibles o visibilizadas (Damián González Bertolino, Rodolfo
Santullo, Carolina Bello), sea a través de publicaciones (Santullo es, junto a
Pedro Peña, uno de los autores “nuevos” más prolíficos, por ejemplo), de
premios o de crítica, están ausentes de las tres muestras de 2008. Siguiendo
esta línea, esos 17 autores (Bortagaray, Acevedo Kanopa, Bentancor, Cavallo, Alcuri,
Chalar, Mardero, Peveroni, Sanchiz, Trías, Turnes, Umpi, Schutz, Peña, Mella,
Alfonso y Cabrera) se reparten más o menos equitativamente entre El descontento
y la promesa y Esto no es una antología (por lo que de ninguno de esos libros
pude decirse que hizo mejores “apuestas”).
¿Qué llevó a esos 17 a volverse, por
decirlo de alguna manera, recurrentes? ¿Podemos armar una narrativa, una
“explicación” a su permanencia (provisoria como pueda ser)? El medio de cierto
modo potenció su visibilidad y alimentó sus proyectos; algunos de los
combustibles habría que buscarlos en las editoriales, las revistas, los medios
de comunicación. Acevedo Kanopa y Cabrera, por ejemplo, publican asiduamente en
la prensa escrita; los blogs y la actividad en redes sociales también generan
una sensación de permanencia. En el caso
de Carolina Bello, ausente de las muestras, hay que señalar que su libro
Escrito en la ventanilla, el primer libro de la editorial Irrupciones que no
fue una reedición, deriva del trabajo de la autora en un blog. Y, asimismo,
editoriales como Estuario Editora han apostado, desde su lanzamiento, a estas
nuevas figuras y a la posible renovación del canon que sugieren.
¿Pero existe tal renovación? Editoriales
más conservadoras (Trilce, EBO) también han apostado por escritores y
escritoras incorporadas a esta cuenta de 17 (y a otros ausentes de las tres
muestras: Valentín Trujillo, Damián González Bertolino, Leonardo de León,
Manuel Soriano) y, por tanto, parecería necesaria una lectura un poco más de
cerca.
La crítica apenas se ocupó de ese tema, hay
que decirlo. Desde Brecha, por ejemplo, Sofi Richero escribió sobre una
“camada” de narradores lanzada por los Fondos Concursables del 2010 (entre
ellos había 4 “jóvenes” o “nuevos”, de los cuales 3 –Acevedo Kanopa, Sanchiz y
Cavallo– están presentes en las muestras de 2008), y en la misma publicación
Matías Núñez (enero de 2010) publicó una nota (“Lanzadera sorda”) sobre
“jóvenes narradores uruguayos” que citaba el prólogo de El descontento y la
promesa y comentaba novelas y libros de relatos de once escritores (González
Bertolino, Cabrera, Valentín Trujillo, Peña, Alfonso, Sanchiz, Ressia Colino,
Santullo, Larrea, Cavallo, y Paparamborda), de los cuales seis figuran en por
lo menos una de las tres muestras. El artículo de Núñez –centrado en libros más
que en alguna más vaga (pero a la vez más arriesgada y fértil desde el punto de
vista crítico) noción de “obra” o “proyecto”– aporta una posible clasificación,
ante todo temática, del trabajo de estos narradores, en tanto propone algunos
criterios de acercamiento entre algunos de los autores trabajados; así,
González Bertolino, Cabrera y Trujillo son presentados en relación a un gesto
propuesto de retomar “el desafío del diálogo con la tradición literaria
canónica”, a la vez que asumen la exposición que implica el compromiso con un
valor estético que puede ser llevado adelante con mayor o menor éxito. En sus
textos no hay ironía ni humor que “deconstruya” el “intento estético”. Se
propone también al grupo de los “montevideanos”, que
“cumpliendo con el cometido de toda
literatura urbana que se precie (…) han prestado sus oídos a un lenguaje que
trasciende lo meramente verbal y que involucra nuevas formas de relacionamiento
y el reacomodo de los entramados sociales que ni por asomo sonarían familiares
a un supuesto lector extranjero que recorriera Montevideo en busca de aquella
ciudad que Benedetti inmortalizó.”
Otros grupos o subgrupos están propuestos
desde coordenadas de género. A Pedro Peña se lo ubica como único habitante de
la provincia de lo fantástico, “exponente de un tipo de narrativa fantástica
que en la línea de Borges se impregna de los tonos y cánticos de los relatos
míticos y las sagas”, escribe Núñez pensando en Eldor, el libro de relatos de
ciencia ficción y fantasía publicado por Peña en 2006, que, quizá, encontraría
en Tolkien un antecedente más claro que el autor de El Aleph, y a Rodolfo
Santullo se lo propone como representante del relato policial. A la vez,
Santullo –por su “estilo despojado de floreos y que se baste a sí mismo” y su
“austeridad”– es vinculado a Alfonso Larrea (“en una línea similar de realismo
sucio”), quien, vía Onetti, se alínea con Horacio Cavallo. Una última categoría
sería la de la “literatura autoficcional”, en la que es incluido Matías
Paparamborda.
Si bien la categorización y la agrupación
parecen un poco desprolijas –podría pensarse, además, que caducaron
rápidamente, por ejemplo cuando Peña publicó, en apenas dos años, tres novelas
policiales–, el mapa de Núñez es un valioso esfuerzo de pensamiento sobre la
pluralidad de propuestas de estos escritores. Es, sin lugar a dudas, una
referencia ineludible a la hora de pensar la presencia de estos escritores
“nuevos” en la producción crítica local; sin embargo, el recorte ofrecido (los
escritores elegidos) no está vinculado a las tres muestras que nos ocupan aquí.
El único esfuerzo crítico que intentó leerlas de cerca, de hecho, fue el
publicado por Gabriel Lagos en La Diaria el 20 de marzo de 2009, bajo el título
“Buenos Nuevos”, posteriormente ampliado y retitulado “Nuevas generaciones de
narradores uruguayos” (Revista Todavía, diciembre de 2009).
La reflexión de Lagos parte de reconocer
dos líneas o, mejor, áreas en la producción narrativa uruguaya “nueva” o
“emergente” de los primeros años del siglo XXI; la primera sería la más
vinculada a la cultura pop y a una estética de la comunicación inmediata:
“claros, directos, los escritores pop no se arriesgan demasiado en la sintaxis
ni en las ideas; el objetivo, con la excepción parcial de Mardero, es no
obstaculizar el entretenimiento”, escribe el crítico en el primer artículo
mencionado. Por aquí habría que incluir a la mencionada Mardero, a Umpi y a
Alcuri, todos ellos con varios libros (dos, tres y cuatro, respectivamente)
publicados entre 2000 y 2008. La otra línea detectada por Lagos sería la de los
“intimistas” o “egoístas”, “abocados a evocar experiencias del yo íntimo”, cuya
producción, como desarrolla en la segunda versión del artículo,
“se trata de relatos breves, en los que es
norma el uso de la primera persona, que refuerza el efecto de autenticidad
autobiográfica de los textos. La referencia a episodios de la juventud y sobre
todo de la infancia es otro de sus rasgos comunes; esto es llevado al extremo
en la nouvelle Limonada, de Richero, en la que ciertos episodios de la niñez
son repasados una y otra vez por la voz narrante, que busca obsesivamente
aquellos momentos donde poder fundar el nacimiento de su propia identidad.”
Junto con Sofi Richero habría que ubicar a
Fernanda Trías y a Inés Bortagaray, que también publicaron sus primeros libros
en la primera mitad de la primera década del siglo. Estos dos grupos, entonces,
configuran el mapa de la nueva (o “joven”) literatura nacional previa a las
antologías; los escritores y escritoras aquí mencionados (es decir, Mardero,
Umpi, Alcuri, Trías y Bortagaray) escribían, publicaban y gozaban de cierta
visibilidad mientras otros de los presentes en las tres muestras –que venían
publicando desde fines de la década de 1990, en revistas y muestras de
concursos de narrativa– permanecían todavía en las sombras. Si consideramos
entonces que las tres muestras los visibilizaron, los hermanaron en ese sentido
a sus predecesores y predecesoras, es fácil darle la razón a Lagos en cuanto a que
operó en 2008 la emergencia de una “nueva” promoción (aunque en virtud de sus
fechas de nacimiento, cabría pensar a sus integrantes como contemporáneos de
los “pop” y los “intimistas”); en otras palabras, más que aportar más nombres a
las corrientes ya establecidas, cosa que de todas formas sucedió, las tres
muestras lograron dibujar un territorio nuevo:
“Del cruce de las tres antologías adquiere
visibilidad un tercer grupo bastante activo durante 2008. Ramiro Sanchiz, por
ejemplo, puede ser el autor que le de vuelta el sentido al neologismo
“Levreriano” (…) Lo que comparten Sanchiz y Horacio Cavallo, además de lo
fantástico, es la conciencia evidente de ser parte de una tradición. Mientras
que en Sanchiz abundan las citas, en Cavallo, que el año pasado publicó la
novela Oso de trapo, queda clara la preocupación de lo formal. Acá podría haber
otro rasgo común a este nuevo grupo que posiblemente pueda rastrarse a su
origen como poetas (…) Gabriel Schutz (…) comparte con estos últimos el cuidado
de las formas y con Sanchiz el apego a lo fantástico. El policial y sus
aledaños –que subsiste justamente como forma pura– tiene en Germán Videla (…) y
en Martín Bentancor (coautor con Rodolfo Santullo de la novela Las otras caras
del verano) a dos renovadores. “
O, si leemos la segunda versión del
artículo:
“Pero fue la aparición, con pocas semanas
de diferencia, de El descontento y la promesa (…), Esto no es una antología (…)
y De acá! Algo de narrativa uruguaya de ahora (…) lo que permitió distinguir
con claridad que (…)coexistían tres corrientes más o menos definidas –y no dos–
entre los escritores nacidos en los setenta y principios de los ochenta. Al
mismo tiempo, los relatos allí antologados contribuyeron a esclarecer qué es lo
que puede unir a los integrantes de la tercera corriente, más allá de los
rasgos oposicionales, como su recato en el manejo de la primera persona íntima
y su limitado uso de alusiones al mundo pop. En este sentido habría que
destacar, más que temas o ambientes, el común cuidado por lo formal y la
prioridad dada a lo estrictamente narrativo.”
Por otra parte, entre los “nuevos”
recogidos en las tres muestras, el “equipo del pop” se nutrió de los trabajos
de Patricia Turnes, Jorge Alfonso (a quien Lagos coloca entre en una zona
intermedia entre este grupo y el tercero o de los “serios” o “formales”),
Leticia Feippe, Rodrigo Moraes y Carlos Tanco, mientras que a la nómina de los
“intimistas” se le pudo sumar los nombres de Constanza Farfalla, Carina
Infantozzi y Lucía Lorenzo.
El tercer grupo detectado por Lagos es,
quizá, un poco más heterogéneo que lo que las pistas aportadas por el crítico
parecen sugerir, especialmente si tomamos en cuenta la obra publicada por estos
escritores entre 2009 y el presente. La “prioridad dada a lo estrictamente
narrativo”, por ejemplo, parece haberse recluido dentro de las fronteras de un
subgrupo más “conservador”, si se quiere, y vinculado de cerca a EBO (lo que no
quiere decir, por supuesto, que no hayan publicado en otras editoriales,
Estuario notoriamente). Lo estrictamente narrativo, entonces, es muy visible en
la obra de Valentín Trujillo, Leonardo Cabrera, Leonardo de León, Rodolfo
Santullo, Manuel Soriano y Martín Bentancor.
Quizá sea significativo que este subgrupo
este poco representado en las tres muestras de 2008: Santullo, de León,
Trujillo y Soriano están ausentes y Bentancor y Cabrera aparecen únicamente,
cada uno de ellos, en uno de los libros (De acá! y El descontento y la promesa
respectivamente). Con el añadido de Damián González Bertolino (también ausente
de las muestras), de Pedro Peña (quien a partir de 2009 comenzó a demarcarse de
sus esfuerzos cienciaficcioneros para acercarse al policial) y de Horacio
Cavallo, que con el tiempo ha derivado hacia este grupo, estos escritores se
han mostrado no sólo especialmente inquietos en cuanto a publicaciones
(Cabrera, de hecho, que no volvió a publicar un libro, ha aportado sus cuentos
a varias antologías extranjeras, entre ellas La banda de los corazones sucios,
de la editorial Boliviana El Cuervo) sino que, además, han estrechado sus
vínculos generando diversas propuestas críticas (el blog Club de catadores, por
ejemplo) y narrativas (la novela-blog por entregas Folletín de diez manos, a
cargo de Santullo, Soriano, Cabrera, Cavallo y Trujillo).
Esa escritura preocupada por lo
estrictamente narrativo (de la que quizá Santullo y Trujillo serían los
representantes más claros) parece configurar, entonces, el grupo más delineado
entre las voces visibilizadas a partir de 2008. La muestra de relatos de corte
fantástico Sobrenatural (Estuario, 2012) permitió, de hecho, percibir los
movimientos de estos escritores. Seleccionada por Santullo a través de
contactar autores y solicitarles un cuento que incluyera hechos sobrenaturales,
es quizá la más homogénea (aunque no en cuanto a la factura de los cuentos) de
las muestras aquí mencionadas, e indudablemente contribuye a resaltar puntos de
contacto entre los autores incluidos: no sólo el apego a lo narrativo y a la
prosa sin notorias pretensiones de indagación formal sino –y esto es quizá lo
más evidente en el libro– una curiosa dificultad a la hora de trabajar los
códigos de la narrativa fantástica, sólo superada por dos o tres de los
escritores participantes –uno de ellos el cordobés Luciano Lamberti.
Una escritura de corte más experimental,
más preocupada por juegos formales y por la materialidad de las palabras, que
parece desdeñar la construcción clásica del relato, podría servir de pauta para
unir a escritores apartados del grupo de Santullo, Trujillo, Cabrera y
compañía. Quizá cabría incluir aquí a Agustín Acevedo Kanopa –especialmente a
partir de su novela Antes del crepúsculo, publicada en 2010– y a los más
“experimentales” de los escritores y escritoras incorporados a las tres
muestras: Florencia Orrico, Luis Topogenario, Mauricio Aldecosea y Fernando
Foglino. Está claro que ninguno de los acá mencionados están a la altura –en
cuanto a visibilidad– de los representantes de la otra tendencia.
A la vez, otras publicaciones han arrojado
más nombres e impresiones al panorama. Así, la reciente muestra 22 mujeres
(Irrupciones, 2011) marca cierto alejamiento de Fernanda Trías del molde
“intimista” (y un acercamiento a la corriente de “la historia bien contada”), a
la vez que aporta una valiosa adición –Stephanie Biscomb– a la lista de los
“pop”, que también es representada en este libro por Mardero y Feippe. El pop,
de hecho, es una de las confluencias temáticas o conceptuales más notorias de
esta muestra (que buscó incluir narradoras de generaciones diversas).
La escasa representación de lo fantástico
quizá sea otro rasgo a tomar en cuenta. En ese sentido, volviendo a
Sobrenatural y su decepcionante trabajo sobre lo fantástico o la fantasía (o
incluso la ciencia ficción), parecería confirmar que la tendencia hacia el
realismo –tan visible en el canon uruguayo, que automáticamente califica de
“raro” a cualquier escritor o escritora que se aparte así sea mínimamente de
cualquier aburrida convención realista o costumbrista a la Benedetti o Delgado
Aparaín– sigue siendo una fuerza importante.
La última muestra aparecida en 2012,
Entintalo, que surge del concurso de narrativa joven propuesto por el Centro
Cultural de España, es también un elemento a tomar en cuenta. De los autores
presentes en las muestras comentadas encontramos aquí a Horacio Cavallo (el
único presente en todas estas selecciones, excepto, por supuesto, la centrada
en narrativa escrita por mujeres), Agustín Acevedo Kanopa, Rosario Lázaro,
Marcelo Silveira y Martín Bentancor, además del poeta Hoski, que aunque
recientemente publicó Hacia Ítaca, su primera novela, podemos pensarlo como un
recién llegado –y con una entrada auspiciosa– al campo de la narrativa, y
cuatro escritores (Gastón Fernández Arricar, María Noel Gazzano, Mariana Lluch
y Sebastían Miguez Conde) ausentes de las otras muestras. El nivel, una vez
más, es desparejo, con cuentos resueltos notoriamente de un modo chapucero y
también aportes sólidos o incluso atractivos (los cuentos de Lázaro y
Bentancor, por ejemplo); la tendencia al realismo está clara, por otra parte,
en este libro: el cuento de Cavallo, por ejemplo, resulta mucho más interesante
que su aporte a Sobrenatural, que resultó un poco agrisado por el intento no
del todo satisfactorio de trabajar un tópico de la literatura fantástica. El
trabajo de Acevedo Kanopa, por otra parte –con su primera persona
hiperdetallista y su juego de fondo y figura con lo dicho y lo sugerido–,
parece acercar a su autor al grupo de los “intimistas”, a la vez que lo más
“estrictamente narrativo” aparece reafirmado en el aporte de Bentancor, pero
también en el de Cavallo. Esto cabe ser leído como una manera más de confirmar
la filiación aparente de estos autores al grupo al que pertenecerían Santullo y
Trujillo. A la vez, el cuento de Hoski, abiertamente autoficcional, juega en la
frontera –trabajada por el cuidadoso realismo sucio de Alfonso– entre el pop y
la literatura del yo.
En ese sentido, es cierto que ni Entintalo
ni Sobrenatural plantean verdaderos desafíos al mapa provisorio que venimos delineando
acá. Por el contrario, confirman ciertas figuras en las coordenadas en las que
se las ha pensado y aportan más elementos a la hora de confirmar como válidas,
interesantes o problemáticas ciertas situaciones, entre ellas la mínima
representación de lo fantástico en los autores presentados por estas
muestras. También está claro que esto
funciona en tanto ambas son leídas desde la confluencia de posicionamientos y
temáticas centrales que venimos proponiendo, pero eso es parte del juego
ficcional implicado en trazar un mapa y leer entre las obras de ciertos
escritores y escritoras. Aceptando, entonces, que las líneas de temática y
escritura propuestas por Lagos son una guía válida y fértil, los polos que
configuran los campos magnéticos más detectables en la narrativa uruguaya
reciente son la literatura solipsista o centrada en el yo (en la que la
influencia de Mario Levrero es fundamental), la narrativa más de asunto o de
“contar una historia” y la presencia (generalmente con tonos nostálgicos) de la
cultura pop de la década de 1980 y parte de la de 1990 (que no adquiere, por
otra parte, el tono de indagación y experimentación cuasivanguardista que
confiere Fernández Porta a sus observaciones en Afterpop).
Cabría sumar otro asunto: Si pensamos desde
una perspectiva de géneros narrativos, es interesante constatar que la única
colección de libros específicamente promovidos bajo la bandera de un género
(Cosecha Roja, de Editorial Estuario, dedicada al policial) haya atraído a dos
de los autores más prolíficos de los visibilizados a partir de 2008, Pedro Peña
y Rodolfo Santullo, ambos extensivamente representados (tres libros de Peña,
dos de Santullo –uno de ellos en coautoría con Martín Bentancor) en la
colección, que permitió una evidente salida editorial de un material que, de
otro modo, quizá seguiría esperando la llegada de un editor o, por qué no, la
oportunidad de ser escrito. Salvo, entonces, que pensemos en la “autoficción”
como un género, y teniendo en cuenta la rarificación del área de lo fantástico,
es interesante que el único género explorado con éxito por algunos de los
nuevos narradores uruguayos sea el policial.
¿Qué pasa entonces con la posibilidad de
una “nueva narrativa uruguaya? El “nuevo canon” propuesto por algunas
editoriales –HUM en particular–, con Polleri, Lissardi, Echavarren y Espinosa a
la cabeza, ¿implica una verdadera renovación? ¿O se tratará de un cambio de
ropa que mantiene la misma figura avejentada?
Si los narradores que salieron más
recientemente de las sombras –o al menos el grupo perfilado más nítidamente
dentro de esa amplia categoría– se caracterizan por mantener un diálogo más
cercano con la tradición (es curioso que se piense que hay una tradición
uruguaya, cuando en realidad no hay más que un montón de gente que se creyó las
mentiras de la generación del 45), por apelar a una historia “bien contada” y
por minimizar riesgos en virtud de una comunicación con el lector (o con el
editor) pautada por el reconocimiento de la “buena literatura” y por el
bienestar inmediato del superyó del autor, quizá debamos repensar las cosas. La gente que
piensa en una “tradición” uruguaya suele suscribir a la idea de que también hay
“raros” uruguayos; ¿dónde están, entonces, los “jóvenes raros”? ¿Los hay?
Diferentes como son Peña de Santullo, Trujillo de Bentancor, Cavallo de Acevedo
Kanopa, no son tan diferentes (o sus diferencias no son tan notorias, o sus
diferencias no miden tanto en el campo propuesto) como para pensar que “todos
son raros” o que “raro es la nueva norma” ¿No será, entonces, que los “crueles”
siguen siendo, todavía en 2012, la única “novedad” más o menos defendible como
tal desde por lo menos 1984, por no decir 1973, por no decir 1945? La “promesa”
que se esbozó en 2008, me atrevería a decir, pasados casi cuatro años ha
terminado por desdibujarse casi por completo en un bostezo de aceptación de
pautas conservadoras, un gran deseo de “encajar” y poca voluntad de riesgo. La
astucia y el sentido común parecen ser los valores más importantes a la hora de
pensar los proyectos narrativos en relación al medio: el viejo gesto
contracultural y under de los escritores de ciencia ficción de la década de
1980 y 1990 –que no les sirvió para salir de las sombras, cabe aclarar: con muy
pocas excepciones nadie los recuerda ahora, y por tanto no se puede hablar de
su actividad como algo “nuevo” en la literatura uruguaya, en tanto pasó sin
pena ni gloria, o, mejor dicho, con bastante pena y poca gloria– parece haberse
sumado a la lista de poses y actitudes risibles y a evitar a toda costa (o, si
se sigue el gesto de Pablo Trochón, usable como excusa para payasear un poco).
Es cierto que cabe pensar que una nueva
camada de narradores podría oponerse al desborde solipsista de los escritores y
escritoras de la “literatura del yo” que Lagos agrupó bajo el nombre de
“intimistas”; es cierto que una vocación a narrar de un modo, digamos,
muscular, maduro o incluso viril –y a la vez atento al artesanado, a cierto
espesor de “lo literario”, al diálogo con el canon–, parecería dibujarse como
la mejor alternativa a ciertas líneas que ya suenan a cosa pasada, a la moda de
anteayer. No menos cierto es que ese diálogo con el canon, esa atención al
artesanado (que, por apelar a reglas convencionales y consagradas es,
esencialmente, conservadora) y ese fetichismo de “la historia bien contada”
como valor central (casi único de hecho) a la narrativa, terminaron devolviendo
a tantas “promesas” a la misma autopista venida a menos que se prolonga desde
Mario Benedetti y todavía más atrás. El “diálogo con el canon” del que hablaron
Matías Núñez y Gabriel Lagos terminó siendo un reiterado “sí, querida” o, tal
vez, un “sí, Sócrates”; de ahí que el rechazo de todo aquello que ostente
cierto extremismo (sea en el sentido pop, en el solipsista o en el
experimental) ha terminado por facilitar (no digo garantizar, aunque en algunos
casos así parece ser) la medianía, la cautela y el conservadurismo. Opera,
entonces, el equivalente literario de la “íntima tristeza reaccionaria” de la
que habló López Velarde en La suave patria.
La (nueva) narrativa uruguaya: resignada,
pacíficamente reaccionaria. Susurro gris, apenas nostálgico de la alternativa
no tomada.
¿Será entonces que las únicas revoluciones
toleradas por la literatura uruguaya son las silenciosas? ¿O, al fin y al cabo,
que al este del Rio Uruguay y al sur de Rio Grande no se tolera revolución
alguna?
¿Habrá que desempolvar los dichos de
Herrera y Reissig sobre “los nuevos charrúas”?
¿Será, finalmente, que los escritores
uruguayos, los “jóvenes”, los “nuevos”, los “emergentes”, sí parecen vivir en
una versión aún más resignada de lo que Roger Waters llamó quiet desperation,
llamados a quedarse –antes que arriesgarse al vacío, antes que correr peligro
de no ser “vistos”, de no ser “aceptados”, de no ser bienvenidos al majestuoso
(?) edificio de la literatura nacional– en el pequeño nicho que los dinosaurios
de siempre, ya convertidos en hulla o en turba, siguen destinándoles?
Publicado originalmente en Ya te conté (www.yateconté.com)
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