Los cuerpos del verano, Martín Felipe Castagnet
Los
cuerpos del verano es la primera novela publicada
por Martín Felipe Castagnet (La Plata, 1986); puede leerse, ante todo, como una
lúcida exploración de un futuro eminentemente posible. A la manera del Thomas
Disch de 334 (1972), opera aquí una
suerte de “realismo del futuro”, en el que la narrativa nos instala en un mundo
diferente al nuestro (y extrapolado linealmente de nuestro presente) pero, a la
vez, presentando los elementos exóticos no con el relieve de lo maravilloso
sino con los tonos más agrisados de la costumbre o la rutina, del mismo modo en
que en 2012 damos por sentado y apenas nos asombra un celular con una potencia
gráfica a años luz de distancia de las mejores computadoras de los primeros
años de la década de 1990.
Un primer elemento de interés en esta
construcción del futuro es la estrategia elegida por Castagnet para ofrecer al
lector la información que necesita para abrirse camino. En la escritura de
ucronías (ficciones de historia alternativa), por ejemplo, este problema es
especialmente visible: ¿cómo ofrecerle al lector las diferencias –acusadas o
sutiles, no importa– entre su mundo y el de la ficción sin apelar a parrafadas
explicativas? En su reciente novela El
vampiro argentino (una ucronía en la que la Alemania nazi vence en la
Segunda Guerra Mundial y el Tercer Reich rige en Argentina), Juan Terranova se
vale de detalles casi telegráficos incorporados al discurso del narrador; el
ritmo trepidante de la novela solidifica la transferencia de información y, en
general, no se obtiene la sensación de “sobreexplicación” que fácilmente haría
naufragar a una ficción de ese género. Del mismo modo, al construir su futuro,
Castagnet apela a un personaje que le sirve de puente entre el presente del
lector (nuestro tiempo, más o menos) y el de la ficción. En el proceso de
descubrimiento del mundo al que ha accedido (después de permanecer décadas como
una conciencia virtual en la red y, finalmente, recibir un cuerpo), el narrador
y protagonista va ofreciendo al lector sus conclusiones sobre los cambios en la
tecnología y la vida de los seres humanos. Dado que esa investigación –por
llamarla de alguna manera– progresa a lo largo del libro (a medida que el
protagonista empieza a comprender mejor el funcionamiento de la sociedad en la
que ahora vive), en ningún momento se siente que la novela ofrece bloques
descriptivos en plan “corría el año 2070 y la humanidad ahora podía resucitar
los cuerpos…”; la información que necesita el lector jamás es completa, jamás
es 100% confiable. Castagnet, entonces, nos conduce –con excelente pulso
narrativo, además– por un camino de descubrimiento que compartimos con el
protagonista de su libro.
Otro punto interesante es que, a través de
su personaje, Castagnet no nos presenta el futuro que ha imaginado con un
perfil definido de utopía o distopía. En cualquier caso –y de alguna manera en
sintonía con la noción Ballardiana de la ciencia ficción futurista como un
discurso sobre el presente–, en muchos momentos del libro es fácil sentir que
se habla del aquí y del ahora. Si en el futuro descrito en el libro es posible
conservar la conciencia de un ser humano tras la muerte y luego “transferirla”
a otro cuerpo, que no necesariamente es del mismo sexo que el original),
también cabe proponer como línea de lectura que Castagnet nos está hablando de
la identidad y el género, del lugar del cuerpo, de cómo construir ese lugar
desde una conciencia que se sabe capaz de seguir adelante tras la muerte. ¿Cómo
se vive en un mundo en el que podemos morir y cambiar de cuerpo como si de
repente decidiéramos vestirnos como un metalero de la vieja escuela? En una
escena memorable, los dos niños que viven con el protagonista (sus bisnietos)
están jugando a un videojuego de guerra y, de pronto, uno de ellos mata al
otro... que, por supuesto, vuelve a los pocos días con un nuevo cuerpo. Los
padres les señalan, un poco enojados por el gasto repentino, que “no deben
volver a matarse”.
En esa línea de lectura, Castagnet nos
ofrece –a la manera de la llamada “ciencia ficción antropológica”, que tuvo su
auge en la década de 1970 con clásicos como Los
desposeídos y La mano izquierda de la
oscuridad, de Ursula K. LeGin– una sociedad en la que el sexo es tan
mudable como el diseño de unos anteojos, en la que la muerte parece un juego de
niños y en la que diferentes generaciones conviven en cuerpos de prácticamente
la misma edad. En ese sentido, a veces parecería que Los cuerpos del verano podía haberse extendido un poco más, haber
explorado ese universo por unas cuantas páginas extra. Ciertos elementos,
entonces, parecerían merecer un desarrollo que Castagnet cumple un poco a
medias. Pero a la vez es cierto que esa multitud de detalles un poco inconexos
e insuficientes es parte del encanto de la novela, que juega con las pautas de
cierto minimalismo narrativo (o cierto juego con lo no dicho, con un contexto
apenas sugerido) en un terreno donde la opción fácil (recostándose en una
amplia tradición de ciencia ficción que examina los futuros posibles) era
ofrecer lo contrario. Se trata, en todo caso, de una elección estética
consciente de Castagnet, sostenida a la perfección a lo largo de un libro sin
fisuras evidentes, sin grandes caídas de presión.
No es difícil concluir que Los muertos del verano es una de las
novelas más interesantes producidas por la ciencia ficción argentina. A la vez,
cabe leerla desde el proceso de disolución de los límites entre ese género y la
llamada “literatura general” o mainstream,
tan visible en la obra de escritores tan disímiles como Jonathan Lethem,
Margaret Atwood, Rick Moody, Rodrigo Fresán, David Foster Wallace e incluso
Thomas Pynchon. Sin aparecer necesariamente como propuesta desde un lugar de
“militancia” de género (como podría ser una colección o editorial de narrativa
de ciencia ficción), la novela de Castagnet se abre camino por ese territorio
intermedio y logra armar un texto que satisface tanto al lector de “literatura
general” como al de ciencia ficción. Ciertos guiños, incluso, a la tradición
más reciente del género (los movimientos del personaje por las zonas más
“peligrosas” de la ciudad en la que vive, por ejemplo, que no desentonarían en
una novela como La chica mecánica, de
Paolo Bacigalupi), entre ellos el trasfondo de avances médicos –que permitiría
incluir a Los muertos del verano en
la corriente biopunk–, funcionan como
cables lanzados por la novela hacia los territorios narrativos vecinos; a la
vez, la vida “virtual” de ciertos personajes cuyas consciencias habitan la red
recuerda a la “semivida” que describe Philip K. Dick en Ubik, en la que los vivos pueden comunicarse –casi a cuentagotas–
con los muertos si estos fueron debidamente almacenados en contenedores
especiales. Lo interesante es que en Dick la semivida es preciosa, maravillosa,
mientras que en Los cuerpos del verano
la existencia virtual está tan asumida o dada por sentado como la heladera de
un súper. Castagnet, en ese sentido, trabaja con notoria lucidez y perspicacia;
a la vez, sus juegos con condiciones del presente (la inclusión en la trama de
una suerte de “casta inferior” trabajadora, pautada por un acceso diferente a
la posibilidad del cambio de cuerpo, y también el trabajo sobre la relación
entre sexo, género e identidad) permiten niveles de lectura que se mueven desde
(o hacia) esa ciencia ficción y atraviesan amplias áreas del campo literario.
En última instancia, Castagnet hace en su
novela lo que siempre ha ofrecido la mejor ciencia ficción: nos hace pensar en
hacia dónde vamos como especie, nos hace considerar las posibilidades y las
eventuales consecuencias. Novela del transhumanismo, si se quiere, Los cuerpos del verano está llamada a
convertirse en un texto ineludible a la hora de pensar en la narrativa latinoamericana
del siglo XXI.
Publicada en Leedor.com el 7 de diciembre de 2012
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