Aromas, Philippe Claudel
Philippe Claudel (1962), el autor de Almas grises y de la excelente El informe de Brodeck, acaba de publicar
una novela deliciosa. Y el adjetivo es deliberado: si bien Aromas está claramente construida básicamente a partir de lo que
cabría llamar “recuerdos olfativos”, cada uno de sus breves capítulos es en
realidad una fiesta de los sentidos, dispuesta por una prosa evocativa y
sugerente que sólo en sus peores momentos (y no son muchos) puede resultar un
poco empalagosa. Pero hay más: Claudel va disponiendo, recuerdo tras recuerdo,
capítulo tras capítulo, una elegante autobiografía que rehúye del orden
estrictamente cronológico y que, en su elección de un sistema alfabético (por
ejemplo, el primer recuerdo evocado es el del aroma de los abetos, seguido por el de las acacias
y por el del aftershave, para
terminar, finalmente, en la verdura
y el viaje) –como si dijera que, en última
instancia, todo se asienta en las letras, en la letra–, logra presentar una
vida vuelta signos, vuelta literatura en el sentido más inmediato del término.
Sin, por supuesto, que la sensualidad evocada de los aromas, las texturas y los
sabores se pierda en una suerte de entropía.
Ese eje digamos literario del libro está
apuntalado por un epígrafe de Baudelaire (y no en vano la última sección o
capítulo –“viaje”– retoma la figura del autor de Las flores del mal) tomado de “El hemisferio en una caballera”, del
libro Pequeños poemas en prosa y, de
paso, algo así como el programa del libro (el de Claudel, no necesariamente el
de su ilustre predecesor): “déjame aspirar (…) el olor de tus cabellos (…) y
agitarlos con la mano (…) para esparcir recuerdos en el aire”. El acceso a la
memoria, entonces, estará mediado por la evocación de esos recuerdos de aromas
pasados, en un mecanismo que también cabría aproximar al de la célebre escena
de la magdalena en el primer tomo de En
busca del tiempo perdido, de Marcel Proust. A la vez, está claro que la
referencia a Baudelaire permite y potencia más lecturas posibles: desde el
emblemático “Correspondencias”, de Las
flores del mal, quedaría activada la apropiación literaria de la cinestesia
y, por tanto, la mutación de ese contenido de la que cabría llamar memoria
sensual o sensitiva; Claudel, entonces, notoriamente busca hacer corresponder a
sus recuerdos, al potencial evocador de sus recuerdos, una análoga tensión
sugestiva de sus textos. Y, lo más interesante, lo logra casi siempre.
Así, hay momentos especialmente felices en
este libro tan feliz. Entre ellos cabe distinguir “Jersey”, donde el olor de un
buzo prolifera en el relato de la muerte de un tío del autor (es explícita en
el texto, vale la pena aclarar, la equiparación del narrador de los capítulos
al autor “real” del libro). Sobre la mencionada prenda leemos “no puedo tirarla
a la basura ni usarla. La guardo en un armario del granero, del que la exhumo a
menudo para acariciarla, olerla y reencontrarme gracias a ella con mi tío (…)
Un día, al acercarme el jersey a la cara, no huelo nada. Se ha librado de todo.
Mi tío lo ha abandonado. Ya no es más que un trapo viejo, sin recuerdos ni
alma. Aun así, lo guardo. Sigue allí arriba, cerca del cielo, en el armario del
granero” (p.94).
En la línea más deliberada de evocación
sensorial (especialmente olfativa) del pasado destaca, por ejemplo,
“Urinarios”, donde leemos “Nuestro mundo sueña con ser inodoro, es decir,
inhumano. En los siglos que precedieron a este, todo olía, mejor o peor”
(p.151). El trasfondo digamos humanista está claro, y es evidentemente trivial,
porque lo que en verdad importa es el tono ligero, evocativo, de la prosa de
Claudel; lo que importa, en última instancia, es la incorporación de esa
defensa del cuerpo y sus olores (frente a la asepsia, a la higiene
identificable con la civilización) a la ecuación ambiciosa y bien lograda de
recuerdos, sentidos, prosa e identidad (es decir, propone Claudel, quienes
somos es lo que gustamos, lo que olimos, lo que recordamos, lo que podemos
evocar de ese almacén dinámico de recuerdos) que hace a la médula de este
libro.
Es quizá apresurado llamarlo novela, pero hay, de todas formas, un
proceso, un relato, una autobiografía. Claudel insiste más, como cabía esperar
quizá, en los años de la infancia y la adolescencia, pero también hay momentos
de la adultez, de ciertas horas de la edad ya avanzada que retoman o
reconstruyen, también prousteanamente, el tiempo perdido. Y esa línea
autobiográfica, por llamarla de alguna manera, también tiene su apoyo en una
cita, la que cierra el libro, tomada de las memorias de Casanova. “Sé que
existí”, leemos (p.159), “lo sé porque sentí”. El último verbo, por supuesto,
se expande en significados: ese “sentí” dispuesto al final del libro unifica la
sensación con las emociones y termina de convencernos de que lo que buscó
Claudel fue revivir el sentimiento que, en el pasado, le fue generado por tal o
cual sensación; mejor dicho, lo que buscó y encontró el autor de Aromas fue disponer palabras para
reconstruir esas sensaciones y sentimientos: y vaya si vale la pena seguirlo en
su viaje.
Publicada en La Diaria el 18 de septiembre de 2013
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