Boutade, Juan Manuel Candal



La novela y la provocación


¿Qué cabe esperar de un libro titulado Boutade? La definición del término aportada por el Diccionario de la Real Academia parece un poco parca: “intervención pretendidamente ingeniosa, destinada por lo común a impresionar”. No queda del todo claro cómo debería impresionarnos, sin embargo, un libro que lleve ese título. ¿Deberá ser un tour de force? ¿Deberá ofrecer una idea “impresionante”, brillantemente expuesta y desarrollada, como los cuentos de Ted Chiang? En rigor, es fácil pensar en más connotaciones: ironía, provocación, iconoclastia y, por qué no, la sensación de que el autor está a punto de pasarse de listo o que nos propone, precisamente, ver hasta dónde podemos seguirlo o, parafraseando a Soda Stereo, ver hasta dónde llegará.
Algo de esto (de todo esto) hay en Boutade, la última novela (o nouvelle) de Juan Manuel Candal, pero también hay más, en tanto puede leérsela como todo lo contrario, como una novela honesta, sincera y sentida. Exponer la tensión entre esas dos posibles estrategias de lectura, aparentemente contrapuestas o mutuamente excluyentes, será el eje de este artículo.
Ciertamente hay en las páginas de la novela una vocación de tomarle el pelo al lector, de provocarlo, de irritarlo, incluso de agredirlo. Por ejemplo, en la primera de las abundantes notas o interpolaciones al texto principal del libro leemos:

Al final del libro se incluye un apéndice con una serie de alternativas musicales para posible escucha durante la lectura de este libro, si bien todas son prescindibles. La experiencia sonora puede producirse por una fuerza exterior o por la imaginación del lector. De un modo u otro, el que paga sos vos.

Se trata, notoriamente, de una intervención irónica, provocadora e irritante. Para empezar, la repetición de “libro” en la primera oración parece apuntar hacia una escritura desafinada, chapucera; después, sin embargo, el fragmento modula a un tono que busca seriedad, gravedad, el tono de un articulista o ensayista: “la experiencia sonora puede producirse…”, como si se estuviera leyendo un tratado. Pero, claro, todo termina con una tomada de pelo: “el que paga sos vos”. Un lector poco paciente quizá arroje la novela –o el lector de libros digitales– por la ventana.
Y hay más: esta interpolación o nota (que se mueve deliberadamente entre la petulancia y la estupidez para terminar riéndose del lector que creyó que podía tomársela en serio) va a continuación de un párrafo donde se nos subraya lo narrado o lo razonado con una apelación musical: “crescendo de bronces, do menor sostenido, coro en primeras, terceras y quintas”. El lector no entrenado en lenguaje musical podrá, cabe imaginar, entender que eso de “primeras, terceras y quintas” es algo así como un “vocabulario técnico”, y, de hecho, más adelante en el libro ese tipo de lenguaje es reiterado. Por ejemplo, a escasas páginas de esa primera acotación musical leemos “entran cuerdas en tempo de allegro, modulando intempestivamente a fa sostenido y estableciendo un fondo de cascada de notas con poco ataque”. “Poco ataque”, “modulando intempestivamente” y “tempo de allegro” parecen insistir en esa suerte de sondeo de la paciencia, en esa petulancia. ¿Qué necesidad, cabe pensar, tenemos de entender qué es “ataque” o qué es una “modulación”? La novela, definitivamente, no habla de música ni de músicos. ¿Qué nos importa esa acotación que, por otro lado, requiere cierta competencia para ser decodificada? Es decir, ¿a quién va dirigida esta novela? ¿Hay un intento de comunicación, por lo tanto, o se trata apenas de un montón de palabras lanzadas, orgullosamente, a una pared?
Otra de las interpolaciones aclara “para datos de este tipo (me refiero al punk, no al cáncer), consúltese la Wikipedia”. Evidentemente cabe preguntarnos si el autor no nos quiso explicar a qué viene la apelación al punk ¿para qué dispuso esa nota o interpolación?  Curiosamente, si seguimos leyendo comprobamos que no es al lector al único que se le toma el pelo, y que los dardos de Candal también terminan clavándose en su propia piel. La novena interpolación, por ejemplo, ataca de esta manera:

¿Qué clase de pregunta es esta? [se refiere al párrafo anterior: “después le pregunté si quería que hiciéramos algo en particular”] Suceden en la vida cotidiana pero nunca se leen bien en la ficción, la empobrecen. Pensándolo mejor, tampoco funcionan en la vida cotidiana. Hay un momento para dudar y otro para tomar decisiones; manejar los tiempos exactos debería ser una de nuestras más serias preocupaciones. La simpleza como resultado de la dosificación de la complejidad.

Si pensamos que desde esa nota se lee el párrafo anterior y se lo considera ridículo, podríamos entonces inferir que la figura autoral proyectada o sugerida por este texto –y por lo tanto ficticia– se descubre en un desliz de estupidez y, en lugar de corregirlo –como tampoco había sido corregida la repetición del término “libro” en la primera interpolación– prefiere añadir un nuevo plano del texto, un nuevo pliegue desde el que se nos dice más, en otra dirección, en una digresión no narrativa sino, ¿qué? ¿A cuento de qué viene lo de “la simpleza como resultado de la dosificación de la complejidad”? ¿Tenemos que asumirlo como una afirmación de largo alcance sobre el libro que estamos leyendo o como una suerte de línea en un manifiesto firmado o firmable por el autor de Boutade, Juan Manuel Candal, que puede coindicir –o no– con el narrador del libro, por un lado, o con la persona “real” Juan Manuel Candal, que ha firmado otros libros?
A estas alturas del libro la proliferación de planos de significado parece anular –o por lo menos dificultar– cualquier posibilidad de establecimiento de sentido. ¿De eso se trata entonces Boutade? ¿De una suerte de ironía en capas múltiples capaz de confundirnos hasta el punto de hacernos creer que algo como la “intención” del autor aquí importa (sea la del monólogo autosatisfecho o la de la provocación y el escupitajo punky al público), cuando es evidente que jamás podremos estar seguros de cuál es, fue o ha sido?
En última instancia, entonces, ¿qué hacemos con este texto que juega a tomarnos el pelo cada dos o tres párrafos? ¿Cómo hemos de leerlo?
Hay una respuesta posible que lo salva de estrellarse contra la pared o de terminar en el fondo de una bolsa de basura junto a limones exprimidos o envases descartados de yogurth. En rigor, cabría pensar, el juego de Boutade es hacer creer al lector que, justamente, todo se agotará en esa ironía exasperante o en el gesto –en última instancia vacío– de tomar el pelo a quien recorre sus páginas; sin embargo, como en un buen truco de magia, la maniobra no está planteada sino para distraer. Otras cosas pasan en Boutade, entonces, y quien se quede en la provocación sólo estará accediendo a una pequeña fracción del libro.
¿Por qué? Porque todos los gestos hinchapelotas de Candal (simplifiquemos un poco las cosas y asumamos que “Juan Manuel Candal” es tanto autor “real” de Boutade como el autor implícito en la ficción y, también, su narrador/protagonista), en última instancia, no son tan terribles como cabría esperar. Es decir: las primeras páginas de la novela nos obligan a una pequeña pausa ocupada por una reflexión por el estilo de “y esto, ¿seguirá así? ¿qué hago? ¿sigo leyendo”, por supuesto, pero, a medida que se avanza, la provocación no escala mucho más desde esos niveles smart-ass de los primeros episodios. Digámoslo claramente: en la línea de provocar al lector, de tomarle el pelo, de joderle la paciencia, hay mucho más para hacer. Y Candal, en rigor, no lo hace. Las interpolaciones de corte musical no se ponen más esotéricas, por ejemplo, y las líneas de tipo lectura y examen del párrafo anterior no abundan tanto. Claro que hay provocaciones, pero después de haberse “acostumbrado” a las primeras, las de la segunda mitad del libro son, en rigor, inofensivas. Es harto probable, incluso, que el lector las asuma como interludios humorísticos, como pequeños complementos de algo más.
Cabe preguntarse entonces qué es ese “algo más”, si es que existe. Y, especialmente, si en la sospecha de esa otra dimensión hay otra manera de leer Boutade. En rigor, Candal lo dice en las primeras páginas: hay una novela –para empezar: eso no es decir poco–, hay un relato de separación. Incluso se nos ofrece una perspectiva crítica: se nos habla de la “literatura de separación” como un género bien definido, del que la novela, eventualmente, se brindará como ejemplo. Y, de hecho, así es. La novela funciona como el relato del fracaso de una pareja y las alternativas del olvido y el seguir adelante; cuando alcanzamos ese nivel del texto, ya inmersos en su argumento, ya sorteadas todas las trampas (que por momentos parecen allí como si obrara en Candal una suerte de pudor que lo llevara a alambrar complicadamente el campo donde instalará su ficción sobre el desamor), la peripecia emocional del Candal protagonista logra infundir de empatía al lector. ¿Qué quiere decir esto? Que empezamos a leer Boutade como si no fuera una boutade, como si fuera una historia sincera de desamor. ¿El último plano de la ironía, entonces, es hacernos creer que no debemos tomarnos en serio –en el sentido de que debamos asumirla provocación, tomada de pelo o trampa conceptual– a la novela, para, de un momento a otro, hacernos sentir con su personaje, hacernos, precisamente, tomar en serio lo que venimos leyendo? En otras palabras: ¿es la operación última de Boutade ofrecerse como lo contrario a lo que es?
De ser así podríamos estar ante otro nivel (un nivel terminal, digamos) de ironía. Después de todo, la ironía, en tanto figura retórica, implica dar a entender lo contrario a lo que se quiere decir. En el caso de Boutade, sin embargo, el juego es más complejo, porque debemos, en algún momento, preguntarnos si efectivamente se quiere decir algo. Y si sorteamos todas las trampas y llegamos a la conclusión de que efectivamente sí hay algo que se quiso decir, y que ese algo es una sincera historia de desamor, entonces hemos desarticulado la trampa y expuesto el mecanismo de la novela, por lo que la ironía parece haberse evaporado o relegado a un plano superado del sentido.
Más allá de estas especulaciones –a las que seguramente no faltará quien les aplique el mote de bizantinas–, o, mejor dicho, desde estas especulaciones, algo está claro: el núcleo de Boutade es una novela capaz de conmover a su lector. El lenguaje –y por tanto todas las trampas retóricas, conceptuales– está, en última instancia, al servicio del relato del fracaso del Candal narrador en su pareja: la novela de desamor o de ruptura propuesta, entonces, se proyecta nítidamente por encima de los laberintos irónicos. Visceral, hondamente sentida (es en su humor, precisamente, donde brilla toda su amargura) y lúcida, Boutade (o quizá haya que decir “la novela dentro de Boutade”) hace parecer a El miedo, de Gonzalo Garcés –por nombrar otra novela de separación– como la escritura de un escolar preocupado ante todo por hacer buena letra. El camino elegido por Candal, con sus artificios, sus provocaciones (tanto las más tontas como las más hábiles), sus personajes bizarros (los hay y no son pocos: una adivina muy especial llamada, precisamente, Madame Boutade, un gurú del olvido y un grupo de parroquianos que incluye a un falso Paul Auster, por nombrar sólo algunos), sus interpolaciones pseudoeruditas o engoladamente metanarrativas o metatextuales o metaliterarias, termina operando en solidaridad con la desnudez emocional de su relato, en tanto le escenifica un universo más amplio, un contexto enriquecedor.
Hay muchas maneras de leer Boutade, claro está; no faltarán lectores que pasen por alto grácilmente las trampas y se centren en la ficción de ruptura o separación. Al mismo tiempo, habrá quienes decodifiquen las “tomadas de pelo” como una forma especialmente interesante de humor, como aquella vez que, en lugar de su número de stand-up o de sus rutinas, Andy Kauffman no hizo sino leer una novela entera (El gran Gatsby, precisamente). Una conclusión posible, además, vincula al texto de Candal con una sensibilidad contemporánea, la de la “nueva sinceridad”, que (con las ficciones de David Foster Wallace como momento fundacional y la filmografía de Wes Anderson como mejor ejemplo y, de hecho, como fetiche) da la espalda a la aburrida ironía posmoderna y plantea nuevas avenidas al sentido y al sentimiento.
Boutade es la mejor producción de Candal hasta la fecha, y amplía notoriamente (a la vez que termina de apuntalar) el espectro expresivo de su autor. Comparte con Mundo porno (Interzona, 2012) la inmediatez, el juego tramposamente autoficcional, la escritura directa y la narrativa por momentos visceral, a la vez que se acerca a Siempre tendremos Venezuela (Reina Negra, 2012) y a algunos cuentos –los mejores– de Yo robé tu nombre (La Colmena, 2009) mediante los juegos de la imaginación, los trucos metanarrativos y la escenografía alucinatoria o bizarra. Esta continuidad de escritura y estrategias expresivas, de hecho, abarca también al Candal ensayista –el de Rosas para Stalin (Reina Negra digitales, 2012, edición en papel a cargo de la editorial Espagiria, 2013)–, cuya voz se puede escuchar en no pocos momentos de Boutade, no necesariamente los más “ensayísticos”, por llamarlos de alguna manera.

Publicada originalmente en Leedor.com

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