Diario de un canalla/Burdeos, 1972, Mario Levrero; Mario Levrero para armar, Jesús Montoya; La máquina de pensar en Mario (Ezequiel De Rosso, comp); Un silencio menos, Elvio E. Gandolfo (comp)
Explosión
Es complicada la historia editorial de
Mario Levrero, quizá –al menos en parte– porque también lo fue su relación con
los editores. Se puede constatar, en cualquier caso, que hasta la edición en la
revista El péndulo de la novela El lugar (1982) Levrero (con apenas dos
novelas –una de ellas firmada por Jorge Varlotta–, una compilación de relatos y
un manual de parapsicología a cuestas) fue muy poco leído –al menos en cuanto a
cantidad de lectores– a ambos lados del Río de la Plata; también hay que decir,
por supuesto, que quienes ya lo conocían por esas fechas –Gandolfo, Fogwill,
Marcial Souto, Pablo Capanna– se hicieron oír y pronto Levrero se convirtió en
un autor de culto, una figura casi mítica capaz de nuclear un importante y
variado grupo de seguidores.
En los ochentas, entonces, las cosas
empezaron a ir un poco mejor para la bibliografía levreriana, y vieron la luz
libros como Todo el tiempo (1982,
Banda Oriental), Aguas salobres (1982,
Minotauro), Caza de conejos (1986,
Ediciones de la Plaza), Ya que estamos (1986,
revista Sinergia), Los muertos (1986,
ediciones de Uno), Espacios libres (1987,
Puntosur), Fauna/Desplazamientos (1987,
Ediciones de la Flor) y El sótano (1988,
Puntosur), además de las historietas (firmadas como Jorge Varlotta) Santo Varón (1986, Ediciones de la Flor)
y Los profesionales (1988, Puntosur).
De todas formas, el panorama en la década
siguiente sería bastante más parco (cuatro libros: El portero y el otro en 1992, Dejen
todo en mis manos, 1994, El alma de
Gardel, 1996, y El discurso vacío,
del mismo año, sin mencionar algunas reediciones a cargo de la editorial Arca),
pero tras la muerte del autor en 2004 y con la aparición de la monumental La novela luminosa (Alfaguara, 2006), la
suerte de estos libros cambió rotundamente. La reedición a cargo de la
editorial Debolsillo de la Trilogía
luminosa dio paso a la reaparición de libros tan centrales al catálogo
levreriano como Fauna/Desplazamientos,
El discurso vacío, Nick Carter se
divierte… y La banda del ciempiés
(por primera vez en formato libro y en su extensión completa); a la vez, las
editoriales locales HUM e Irrupciones propusieron sus ediciones de compilados
de cuentos como Todo el tiempo, Los
muertos/Aguas salobres y el fundacional La
máquina de pensar en Gladys; el año pasado, además, apareció Nuestro iglú en el ártico, un excelente
compilado –a cargo del escritor argentino Ricardo Strafacce– publicado por Criatura Editora.
A esta especie de crecimiento exponencial
del número de títulos levrerianos disponibles en librerías cabía oponer la casi
total ausencia de libros que se ocupasen de leer la obra de Levrero; sin
embargo, en lo que va del año, la “fiebre levreriana” se ha abierto camino
también hacia la crítica y han sido publicados tres libros que examinan y
celebran la obra y las palabras del autor de Desplazamientos. Esta verdadera explosión (iba a decir “supernova”,
pero en rigor una supernova es la muerte de una estrella y acá lo que tenemos
es todo lo contrario), que confirma el lugar de Levrero no sólo entre los tres
o cuatro narradores más importantes del siglo XX en Uruguay (es fácil enumerar:
Quiroga, Onetti, Felisberto, Levrero) sino también en el contexto más amplio de
la narrativa en lengua castellana, además, nos acaba de aportar un texto hasta
el momento inédito y llamado a convertirse en un referente inexorable de los
estudios levrerianos.
Me refiero a Burdeos, 1972, nouvelle escrita en 2003 y publicada este año por
Random House Mondadori junto al clásico “Diario de un canalla”, relato que ha
sido propuesto por algunos críticos como
una suerte de punto de inflexión en la obra de Levrero, en tanto da comienzo a
la que cabría llamar la etapa “autorreferencial” de su obra, marcada por la
autoficción y la vocación testimonial o autobiográfica. Hasta la fecha podía
encontrárselo únicamente en el compilado El
portero y el otro (Arca, 1992), aunque su lugar natural está junto a El discurso vacío (también recientemente
reeditado) y la póstuma La novela
luminosa (de hecho en algún momento Levrero señaló que los tres textos
debían publicarse de manera conjunta, lo que, lamentablemente, todavía no ha
sucedido). La forma de diario, evidentemente, lo acerca a la primera gran
sección de la novela póstuma (el “Diario de la beca”), así como también la
vocación de registro de lo cotidiano, esa gran marca del último Levrero, lo
vincula muy de cerca a El discurso vacío.
Se trata, en cualquier caso, de un texto fundamental, ineludible, de la obra
levreriana.
En cuanto a Burdeos, 1972, habría que leerlo junto a La novela luminosa y Los
carros de fuego (y también junto a las Irrupciones,
bastante ninguneadas por la crítica) para construir una imagen más adecuada de
la obra tardía de Levrero. En principio se trata de una evocación de la
temporada pasada por el autor (el autor “real”, digamos, Jorge Mario Varlotta
Levrero) en Francia, allá por 1972 junto a su pareja de entonces, pero, a la
vez, si prestamos atención a las fechas (y horas) que encabezan cada una de las
secciones del relato (varios días de septiembre de 2003), está claro que el
texto habla también de esos últimos días de Levrero/Varlotta. Esa inflexión
pasado/presente, de hecho, parece alargarse hasta territorios prousteanos (y
felisbertianos) a medida que Levrero nos habla de la memoria voluntaria y la
involuntaria, de las imágenes en el recuerdo y de la reconstrucción del pasado.
Además, en un año especialmente fértil para la literatura uruguaya (Cielo ½, de Amir Hamed, Ur, de Leandro Delgado, Lava, de Daniel Mella), Burdeos, 1972 parece restaurar (si es
que era necesario) a Levrero como un contemporáneo que demanda el diálogo, como
el verdadero núcleo de la literatura uruguaya reciente.
Esta nouvelle, entonces, se instala
cómodamente entre lo mejor de su autor, y sorprende que haya sido necesario
esperar 10 años para verla publicada. Un aproximamiento más satisfactorio
demandaría muchas más páginas que las disponibles aquí, pero digamos por ahora
que cada sección del relato fascina con verdaderas maravillas: la historia del
terror y el cangrejo negro (p.102) es un buen ejemplo, pero quizá el punto más
alto del texto está en el momento en que el autor/narrador recuerda su
experiencia de abrirse camino –por decirlo de alguna manera: la experiencia
evocada y construida es mucho más siniestra– en la lengua francesa: “estaba
leyendo, pues, Le Monde (…), cuando
de pronto mi mente se abrió al idioma francés de un modo maravilloso y, sin
darme cuenta, empecé a leer de corrido, sin necesidad de traducir mentalmente
al español. Es más; parece que me desprendí completamente del español, que
encajé totalmente en el francés, y que mi mente, al abrirse al idioma, se abrió
a alguna cosita más, porque de pronto tuve una imperiosa y desesperada
necesidad de tirarme por una ventana hacia la calle” (p.105).
Palabras
tangenciales
La relación de Levrero con la crítica
literaria también fue complicada. “Lo que recibo de la crítica es, en general,
una sensación de tangencialidad”, dijo en una entrevista, y “aborrezco los
catálogos, las enumeraciones, los análisis, las interpretaciones; por otra
parte, siento que el punto de vista crítico me aleja de la obra de arte, en
lugar de acercarme”, escribió en la célebre “Entrevista imaginaria”. La máquina de pensar en Mario –ensayos sobre
la obra de Levrero, compilado hace unos meses por Ezequiel de Rosso y
publicado en Buenos Aires por la editorial Eterna Cadencia, ofrece, con la
primera cita como acápite, una
interesantísima muestra de exégesis levreriana, desde la primera reseña escrita
sobre uno de sus textos (acerca de Gelatina
y firmada por Gandolfo) hasta reflexiones recientes sobre la obra completa,
pasando por clásicos como el ensayo “Levrero: el relato asimétrico”, de Pablo
Fuentes (que sirvió de apéndice al compilado de cuentos Espacios libres) y testimonios de la relación entre Levrero y la
crítica, como el firmado por Pablo Rocca.
Los enfoques y las intenciones son
diversas; hay ensayos estrictamente académicos y los hay también de corte,
digamos, más personal, más de construcción sentida de una lectura posible y una
relación afectiva con el autor en cuestión. Por ello –y por algunas razones
más– sería imposible afirmar que se encuentran todos al mismo nivel de interés,
de lucidez crítica o de fertilidad de las lecturas ofrecidas. En cualquier
caso, entre los mejores está el excelente “Escribir para después: Mario
Levrero”, de Adriana Astutti, sin lugar a dudas una de las lecturas más
fascinantes de la obra levreriana en general y de la última época en
particular, donde se nos ofrece la imagen de un Levrero escribiendo desde el
derrumbe, desde los pedazos, y componiendo –en La novela luminosa– “una
prueba de amor, una carta, que unas veces es una réplica, una demostración, y
otras un endulzado chantaje y también una traición” (p.222). También hay que
destacar especialmente los aportes de Oscar Steimberg, que examina la
producción historietística de Levrero, de Luciana Martínez, que reflexiona
sobre el lugar (o el síntoma, o la picazón) de la ciencia ficción en la
escritura levreriana, y del compilador Ezequiel
De Rosso, que lee los desplazamientos de las ficciones levrerianas hacia
y desde la literatura policial.
Es sumamente interesante la propuesta de De
Rosso de pensar una conjunto o serie de trilogías como mapeo de la obra
levreriana; así, junto a la ya conocida “trilogía involuntaria” –compuesta por La Ciudad, El Lugar y París–, cabría ver una “trilogía
experimental” –Desplazamientos, Ya que
estamos y Caza de conejos–, una
“trilogía luminosa” –“Diario de un canalla”, El discurso vacío y La novela
luminosa– y también una “trilogía policial”, en la que sería posible
incluir las novelas Nick Carter se
divierte mientras el lector es asesinado y yo agonizo, La banda del ciempiés y Dejen
todo en mis manos, con la opción de entender Fauna como una suerte de escritura-puente entre esta zona policial
y otras áreas de la escritura de Levrero. Vale la pena comparar y poner en
diálogo este mapeo de De Rosso con el de Martín Cristal, en su “Molécula
Levrero” (disponible en su blog, El Pez Volador).
La
novela luminosa (o, mejor, la Trilogía luminosa) es
el mayor atractor de reflexiones críticas en la zona más contemporánea del
volumen. Tanto la ya mencionada Adriana Astutti como Sergio Chejfec y Reinaldo
Laddaga ofrecen sus lecturas de la gran novela póstuma y aportan reflexiones de
interés. En la zona más “clásica” o “histórica”, además de esa reseña
fundacional a cargo de Gandolfo, encontramos un artículo de José Pedro Díaz
fechado en 1983 y dedicado mayoritariamente a El lugar, más un ensayo de Hugo Verani publicado originalmente en
1995 y probablemente entre lo mejor de este volumen. También vale la pena leer
el aporte de Pablo Rocca, quien incorpora –además de un texto publicado en 1992
y 2004– un jugoso testimonio de su relación –o falta de– con Levrero: Para
ejemplo de ese cortocircuito entre Levrero y los críticos, cabría añadir.
Lo más flojo de La máquina de pensar en Mario es sin lugar a dudas el artículo de
Roberto Echavarren, que apenas se esfuerza por aportar una lectura más o menos
interesante y se diluye en lugares comunes. En cualquier caso, no empaña en lo
más mínimo al libro, que se convierte en imprescindible para cualquier
interesado en pensar la obra de Levrero y en abrirse camino por sus complejos
territorios.
Otro gran aporte a la exégesis levreriana
es Mario Levrero para armar: Jorge
Varlotta y el libertinaje imaginativo, del académico español Jesús Montoya
Juárez (quien además de la obra de Levrero ha trabajado con lucidez y empeño la
narrativa uruguaya más reciente). Partiendo de una desafortunada fórmula de
Ángel Rama (que nos permite pensar en lo mínimamente que debió entender a
Levrero el autor de Rubén Darío y el
modernismo, lo cual, sumado a lo poco que sus colegas de generación
supieron ver de la obra de Felisberto Hernández, otro gigante de la literatura
uruguaya, también vuelve fácil poner en evidencia las fallas críticas de esa
presunta –precisamente– generación crítica),
Montoya desarrolla la noción de “libertinaje imaginativo” depurándola de las
connotaciones negativas insufladas por Rama y extendiéndola hasta territorios
fascinantes, como por ejemplo la geometría fractal, en el capítulo dedicado a París. La analogía con los fractales
(objetos geométricos cuya estructura básica se repite a varias escalas o grados
de zoom) abarca tanto los
procedimientos narrativos (en particular el intercalado y borrado de límites
entre relatos de la vigilia y relatos del sueño) como ciertas descripciones
icónicas en la obra de Levrero, en particular la de las baldosas de una
estación del metro parisino. Esta
lectura es extraordinariamente fértil: el gesto autocontenido y
metarreferencial permite entender la obra de Levrero desde códigos que
unifiquen literatura, lógica y matemática, volviendo posible un enfoque de la
escritura levreriana compatible con el clásico análisis de Bach, Escher y Gödel
a cargo de Douglas Hofstadter.
El trabajo sobre las baldosas del metro vincula la reflexión sobre los
fractales con una de las tesis centrales de Montoya, que presta especial
atención al papel de las imágenes en la escritura levreriana tomando como punto
de partida la écfrasis (figura retórica que consiste en la descripción textual
de una obra de arte visual). Este procedimiento hermenéutico permite arrojar
luz sobre uno de los textos más fascinantes y arduos de Levrero, la nouvelle Los muertos, hace un par de años
reeditada por HUM junto a los relatos del compilado homónimo y a los incluidos
en el libro Aguas salobres.
En otro de los momentos de notoria lucidez
del libro es trabajada la novela la novela Nick
Carter, y es muy atendible el hecho de que la lectura de Montoya
complementa perfectamente a la de Ezequiel De Rosso, en una línea que parece
reclamar desarrollos ulteriores.
También es de especial interés en Mario Levrero para armar el capítulo
biográfico, propuesto como una suerte de plano o proyecto de una biografía más
ambiciosa y extensa todavía por venir. Pero la brevedad no desmerece el alcance
de la escritura de Montoya, que aporta datos de sumo interés, entre ellos la
participación de Levrero en la marcha hacia Punta del Este entre el 17 y el 23
de enero de 1962 y su breve periodo de militancia en la UJC. También cabe detenerse
en la reconstrucción de la etapa porteña de Levrero, enfocada particularmente desde
la relación del escritor con dibujantes e historietistas como Lizán, quien
aportaría sus lápices a la clásica tira Santo
Varón.
Mario
Levrero para armar es el primer libro dedicado enteramente
a Levrero publicado en nuestro país, y –ya trascendiendo fronteras– el primer
trabajo de exégesis levreriana con extensión de libro y firmado por un único
autor (dejando de lado el excelente Conversaciones
con Mario Levrero, de Pablo Silva Olazábal por tratarse, por supuesto, de
una extensa entrevista).
Pedazos
dispersos
El libro Mario Levrero: Un silencio menos recopila casi la totalidad de las
entrevistas brindadas por Levrero entre 1977 y 2004, incluyendo dos publicadas
póstumamente. El trabajo de compilación quedó a cargo de Elvio Gandolfo, quien
aportó además un prólogo y una útil cronología. Aparecen aquí entrevistas
clásicas, como la que el propio Gandolfo ensambló para el número 6 de El péndulo (en el que fue publicada
además El lugar) y el autoreportaje
(“Entrevista imaginaria con Mario Levrero) que sería publicado en El portero y el otro. Algunas resultan
intrascendentes o incluso un poco ridículas –como por ejemplo la de Helena
Corbellini, que logra generar vergüenza ajena–, pero no faltan las
verdaderamente fascinantes, entre ellas la de Miguel Ángel Campodónico (“Tengo
ganas de dejar a Levrero de lado”) y la de Saurio (“Espacios libres”), en la
que Levrero modula su proverbial rechazo a la ciencia ficción y habla de su
admiración por Philip K. Dick. Merecen especial atención también las firmadas
por Gustavo Escanlar y Carlos Muñoz (“Levrero o los modos del hipnotismo”),
Cristina Siscar (“Las realidades ocultas”), Pablo Silva Olazabal (“El arte de
hipnotizar”) y Gabriel Sosa (“El mapa de uno mismo”).
Vale la pena recorrer Mario Levrero: Un silencio menos; es fácil constatar la recurrencia
(en Levrero y en sus entrevistadores) de ciertos ejes de lectura (Kafka, lo
fantástico, el surrealismo, la novela policial), llegando incluso a ofrecer una
suerte de homogeneidad discursiva más que atendible considerando el lapso
cubierto por el libro (casi 27 años), pero también pueden detectarse pequeñas
modulaciones. Levrero, en cualquier caso, aparece como un autor extremadamente
consciente de su perfil intelectual, siempre competente en aquellos temas que
lo inmiscuyen o que han sido asociados a su figura. Dejando de lado las
notorias diferencias, es más o menos el mismo efecto de lectura que genera Extreme metaphors, un reciente libro de
entrevistas a J.G.Ballard, escritor ineludible que, por otra parte, Levrero no
menciona por ninguna parte.
Por último, un repaso de las publicaciones
levrerianas en lo que va del año quedaría incompleto si no se menciona
“Preguntándole a quien hizo las preugntas”, la entrevista –no recogida en Mario Levrero: Un silencio menos–
firmada por Alejandro Ferreiro y publicada en el número 3 de Lento. Entre los mejores momentos de
este diálogo están las respuestas dedicadas a la relación de Levrero con las
computadoras y los comentarios sobre los ejercicios caligráficos de El discurso vacío, además de una
buenísima anécdota de Ferreiro sobre la reacción de Levrero ante la música de
Miles Davis.
Quizá lo que queda del 2013 depare todavía algunas
sorpresas para los seguidores de Mario Levrero. Por lo pronto, la editorial
Irrupciones ha confirmado sus planes de reeditar, más hacia fin de año, Espacios Libres, quizá el mejor (o al
menos el más variado, o al menos el que decididamente incluye los textos más
brillantes) de los libros de relatos del autor de La ciudad y La novela
luminosa.
Publicada originalmente en La Diaria el 30 de agosto de 2013
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