Fiebre de guerra, J.G.Ballard



Estaciones secretas


Fiebre de guerra (War fever, publicado originalmente en 1991) es el último compilado de ficción breve de J.G.Ballard, dejando de lado los póstumos Cuentos completos. Fácilmente conseguible ahora en Montevideo –en la lujosa edición de la editorial española Berenice–, incluye relatos publicados originalmente en revistas entre 1974 (“El desastre áreo”) y 1990 (“Cargamentos de sueños”). 
 
Ya para la década de 1980 la atención de Ballard estaba indudablemente enfocada en las novelas; parece fácil señalar, entonces, señalar que lo mejor de su producción breve está en libros anteriores a este Fiebre de guerra y, así, quizá el último gran compilado de relatos del autor de Crash sea en realidad Aparato de vuelo rasante (Low-flying Airfcraft and Other Stories, de 1976). 
 
En cualquier caso, si seguimos la periodización propuesta por el argentino Pablo Capanna en su libro J.G.Ballard: el tiempo desolado, podemos pensar en tres etapas, llamadas por Capanna “período humanista”, “período nihilista” y “período metafísico” (habría que pensar en un rótulo para la etapa tardía de Ballard, con sus novelas visionarias sobre shoppings y sus policiales inquietantes). Simplificando un poco la propuesta del renombrado filósofo y crítico argentino, resulta que la primera etapa estaría dominada por la imaginería visual deslumbrante, cienciaficcionera y surrealista, la segunda por los paisajes urbanos desolados, mientras que en la tercera “pasan a ocupar el centro de la escena (…) el tiempo, la eternidad y la imaginación trascendente”, a la vez que aparecen ciertas “tendencias místicas”. 
 
Ahora bien, lo más interesante de Fiebre de guerra es que, a su manera, parece incorporar ejemplos de esas tres etapas descritas por Capanna, y así el cuento “Cargamentos de sueños”, remite al primer Ballard (al de las novelas El mundo de cristal y El mundo sumergido) mientras que la novela corta “Memorias de la era espacial” (sin dudas lo mejor del libro) parece plantarse entre la segunda y tercera.
También podría proponerse que el cuento que da nombre al compilado se acerca o prefigura al Ballard de la década de 1990, pero resulta –por su parquedad estilística– un poco atípico en el contexto de los cuentos de su autor. De hecho, en su escenario (una guerra simulada) parece proponer una zona un poco rara del paisaje ballardiano, cohabitada con el Philip K. Dick del clásico de falsas guerras La penúltima verdad, aunque también remite al célebre aserto del prólogo a la edición francesa de Crash, aquello de que en nuestro mundo “la ficción ya está ahí. La tarea del escritor es inventar la realidad”.


A vuelo rasante
A su vez, algunos de los textos más “experimentales” (“Notas hacia un colapso mental” y “El índice”: conjunto de notas a un texto perdido el primero y el índice de una autobiografía el segundo) encuentran ecos en cuentos anteriores, entre ellos “Los crímenes de la playa”, de Aparato de vuelo rasante, y “Zodíaco 2000”, de Mitos del futuro próximo, que a su vez remite a las “novelas condensadas” –como las llamó su autor– de La exhibición de atrocidades. El conjunto de estos textos podría integrar una suerte de región más o menos independiente y ajena, en cierto modo, a la periodización de Capanna, del mismo modo que ciertos textos de Levrero –como Ya que estamos y “Novela geométrica”– se diferencian claramente de los textos más fantásticos o surrealistas de la primera etapa de su autor y también de la región de su obra más cercana al policial y de la última etapa, la más vinculable a la llamada “literatura del yo” –término que aplicado a esos textos de Levrero suena a una ingenuidad o una estupidez.
 
Es que probablemente lo mejor sea repensar la periodización de Capanna y, basándonos en los cuentos (lo del argentino funciona mejor para las novelas, claramente), proponer una suerte de mapa difuso de los temas y estrategias narrativas de Ballard. La necesidad de ese replanteo parece clara a la hora de leer detenidamente Fiebre de guerra, y en esa línea de reflexión uno de los cuentos más llamativos del libro es “Informe sobre una estación espacial no identificada”, de 1982, en el que el lector entiende de inmediato que los astronautas que exploran la estación del título no terminarán sino concluyendo que la estación (que aumenta vertiginosamente de tamaño a medida que sus exploradores van adentrándose por sus pasillos) es el universo entero. Este tipo de pesadilla entre borgesiana y kafkiana sin duda recordará al lector asiduo de Ballard el cuento “La ciudad de concentración”, escrito en 1956 y el tercer trabajo publicado de su autor. Cabría entonces imaginar una suerte de puente entre ambos extremos de la carrera de Ballard (al menos en relación a cuentos breves), o concluir que el Ballard de la década de 1980 se propuso fundir sus viejas visiones en textos nuevos, pero curiosamente “Informe sobre una estación…” apenas se diferencia en tono de escritura y estrategias narrativas de los primeros cuentos, casi como si fuera un rescate y no una escritura original de 1982. Algo similar ocurre con “El espacio enorme”, uno de los textos más flojos del libro, que parece remitir a “Nicho 69”, escrito en 1957, o Zona de terror” y “Zona de espera”, de 1959.

Metáforas extremas
Uno de los motivos recurrentes en Fiebre de guerra es el fracaso de la llamada “era espacial”, tema que Ballard desarrolló en una serie de relatos escritos entre fines de la década de 1960 y comienzos de la de 1980 (“Mitos del futuro próximo”, “Noticias del sol” y “El astronauta muerto”, entre otros) y al que se refirió con elocuencia en un gran número de entrevistas. Así, la ya mencionada y excelente “Memorias de la era espacial” arma un triángulo anterótico (muy ballardiano, por cierto: es la misma figura que encontramos en El mundo de cristal, El mundo sumergido, “Aparato de vuelo rasante”, casi todo La exhibición de atrocidades y algunos cuentos de Vermilion Sands, por improvisar un inventario parcial) integrado por un ex astronauta fugado de un psiquiátrico y una pareja de exiliados de la civilización. La decadencia de la exploración del espacio y la erosión de la figura heroica del astronauta también es explorado en el sorprendente “El hombre que caminó en la luna”, uno de los cuentos más humorísticos de Ballard (podríamos estar páginas y páginas hablando del terrible y siniestro humor de Ballard, que, en este libro, también es muy visible en el cuento “La historia secreta de la Tercera Guerra Mundial”) y otro punto alto del compilado que acá nos ocupa.
 
Es posible que algunos textos de Fiebre de guerra –los menos, eso sí– desilusionen al lector asiduo de Ballard, y que eso lleve a concluir, un poco como sugeríamos al principio de esta reseña, que se trata de un libro menor entre sus colecciones de cuentos. En efecto, quizá no sea el mejor, pero una lectura más atenta –o una segunda lectura– puede arrojar otras perspectivas. El libro es sorprendentemente rico y variado, mucho más que, por poner un ejemplo, El dia eterno, Vermilion Sands o incluso Aparato de vuelo rasante, compilados dominados por un tono más homogéneo y denso. Cuentos de Fiebre de guerra como “El desastre aéreo” parecen reclamar una espesura de contorno que es rara en la arquitectura de los libros de relatos de Ballard, en tanto aparecen más claramente diferenciados de los que lo rodean, en una suerte de juego tridimensional que convierte al libro en un objeto extraño, que las sucesivas lecturas no terminan de agotar. En el libro que nos ocupa ese efecto es particularmente visible cuando se considera la distancia entre “Amor en un clima más frio”, donde se describe un futuro distópico en que la permisividad sexual de fines del siglo XX redunda en el rechazo a la sexualidad, y “El parque temático más grande del mundo”, en el que, siguiendo ciertas líneas del prólogo a Vermilion Sands (“…la ciudad lineal de casi cinco mil kilómetros de diámetro (…) donde Europa se tiende boca arriba, al sol, todos los veranos (…) [es] el distintivo del futuro: no sólo nadie tiene que trabajar sino que el trabajo es el juego último”) se describe la migración masiva de trabajadores de Europa a los balnearios mediterráneos en los que decidirán pasar el resto de sus vidas. Ambos cuentos, en algún momento, parecen hablar de lo mismo, más allá de sus tramas y temas tan notorios. Esa coincidencia, sin embargo, no aparece. Se la presiente, pero no es posible asirla, y lo único en lo que se puede pensar con claridad es en las diferencias en las tramas. Cerrado el libro, esta sensación –y la producida por otros relatos y otros intervalos entre relatos– permanece.
¿Qué más se puede pedir?

Publicada en La Diaria el 21 de octubre de 2014

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