Leviatán o la ballena, Philip Hoare
A la
luz de las ballenas
En su novela Y mañana serán clones, clásico (menor, pero clásico al fin) de la
ciencia ficción de la segunda mitad del siglo pasado, John Varley imagina un
futuro en que unos extraños invasores alienígenas expulsan a los humanos de la
Tierra y los obligan a vivir precariamente en estaciones orbitales y en
colonias en Marte, Venus y los satélites de Júpiter y Saturno. A la vez, estos
invasores acondicionan la Tierra para que las verdaderas criaturas inteligentes
que la habitan puedan sentirse a sus anchas. Pero entonces, ¿quiénes son estos
nuevos amos del mundo, cuya inteligencia sería más valiosa –para los invasores,
claro está– que la nuestra, la humana?
La respuesta es simple: los cetáceos. Las
ballenas, las orcas, los delfines…
No es el único ejemplo cienciaficcionero de
relatos sobre la inteligencia de estos mamíferos (hay algo similar en otro
texto ineludible más reciente, Hiperión,
de Dan Simmons), pero sí acaso uno de los más dramáticos. Incluye una escena,
por ejemplo, en que la protagonista, que ha sido teletransportada a la Tierra,
se encuentra nada más y nada menos que con un cachalote. La escena es sugerente
y llena de misterio (como una similar de Náufrago,
con Tom Hanks), pero no sólo gracias al buen hacer de Varley como narrador:
algo, cabe sugerir, nos fascina de las ballenas y los delfines. Algo
irresuelto, algo inasible. Los cachalotes, después de todo, que son los mayores
depredadores del planeta, pasan buena parte de sus vidas en las profundidades
más oscuras del océano; del mismo modo, los comportamientos sociales de casi
todas las ballenas, su relación con las crías, sus cantos y sus asombrosas
fisiologías, siguen siendo investigadas por los biólogos marinos de todo el
mundo. A la vez, por supuesto, las ballenas y los delfines se han vuelto una
suerte de símbolo del impulso ecologista y preservador de la diversidad de la
vida en nuestro planeta, por lo que la cultura popular sigue atravesada por
estas criaturas y seguramente lo estará también en el futuro.
Leviatán
o la ballena, el penúltimo libro de Philip Hoare
(nacido en Southampton, Reino Unido, en 1958, periodista, comunicador y autor
de siete libros de no-ficción, incluyendo biografías y estudios sobre la
cultura victoriana), ahora disponible en castellano, se mete en la complicada
tarea de dar cuenta de esa fascinación y emerge de la contienda convertido en
un libro fascinante como pocos. Se trata de una “historia cultural” de los
cetáceos, poblada tanto por datos científicos (por ejemplo los relativos al
todavía misterioso sistema de comunicación de las ballenas o al elusivo calamar
gigante y su relación con los hábitos alimenticios de los cachalotes) como por
historia de la literatura, de la caza de ballenas y de los dibujantes o
ilustradores que se esforzaron por representar a esos mamíferos marinos.
La
ballena blanca
Como era de esperarse, Moby Dick es central a Leviatán o la ballena. Evidentemente el
de Melville es un texto ineludible, y de alguna manera las preocupaciones no
narrativas que aparecen en sus páginas pautan o guían los esfuerzos de Hoare.
Los lectores que hayan recorrido la novela sobre la ballena blanca y su
perseguidor, recordarán que los episodios más anecdóticos o narrativos de este
libro son alternados por pasajes de corte ensayístico en los que Ismael, el
narrador, habla de ciencia (la de la época, claro está, pero cuestionada y a
veces negada), de historia, de literatura, mitología y arte. Así, todas estas
preocupaciones de Ismael encuentran de alguna manera un eco en el libro de
Hoare, que nos habla de las mismas cosas y nos “actualiza” el tema, tanto –por
poner un ejemplo– por el lado de la historia evolutiva de los cetáceos (a la
que Melville se refiere en el capítulo 104, “La ballena fósil), donde nos
enteramos de que las ballenas comparten un ancestro común con los hipopótamos,
como por la historia de los balleneros (sobre la que Melville habla básicamente
por todas partes). En cuanto a esto último Hoare nos habla de los balleneros
vascos, que ya comerciaban con aceite de ballena allá por el año 640.
Hoare es siempre claro y didáctico, y jamás
adopta un tono presuntuoso o satura al lector de información. Incluso en
asuntos en apariencia más áridos, como las taxonomías (el libro expone a la
perfección la división del orden Cetacea
en sus subórdenes Odontoceti o
“cetáceos con dientes”, el de los cachalotes, las orcas, los delfines de
océano, de río y las “toninas” del Río
de la Plata, los zifios, las belugas, los narvales y las marsopas, y Mystaceti o “cetáceos con barbas”, que
incluye a las ballenas azules, las ballenas francas y los diversos rorcuales,
entre otras familias) Hoare se las arregla para no aburrir a un lector promedio
–es decir a uno que no encuentre, como este reseñista, placer estético en las
divisiones y subdivisiones, en las listas y los inventarios– y, a la vez,
mantener cierto rigor en cuanto a la información fundamental o imprescindible.
Los
otros
Acaso tenga algo de razón Varley, invasores
aparte, y las ballenas sí sean las “otros” seres inteligentes de la Tierra,
inteligencias diferentes a la nuestra (no pueden crear herramientas, por
ejemplo) y por tanto en cierto modo alienígenas. Quizá la fascinación
inagotable que nos despiertan los cetáceos tenga algo que ver con eso (o con
eso también); en última instancia, la ciencia contemporánea está cada vez más
cerca, nos cuenta Hoare, de dar cuenta de esa inteligencia y, de hecho,
reconocer a los cetáceos derechos en tanto “personas no humanas”. Que la caza
de ballenas ha significado, entonces, un acto brutal y asesino, está más que
claro, y sobre esto no cabe discusión posible; Hoare, sin embargo, va más allá
de ese reconocimiento evidente y nos sensibiliza no sólo con las víctimas –está
el caso de las ballenas francas del Pacífico septentrional y las del Atlántico
septentrional, así como también el de las “vaquitas marinas” o “cochitos” o
marsopas del Golfo de California; en cuanto a las dos primeras, más allá de que
se interrumpa totalmente todo lo que las pone en peligro, sea la caza o la mera
circulación de barcos por sus hábitats, su población actual quizá no sea
sustentable de aquí a dos o tres generaciones, mientras que en el caso de la
“vaquita” quedan apenas 97 individuos con vida y por eso se la califica como
“en peligro crítico”: de extinguirse sería el segundo cetáceo completamente
desaparecido debido a la intervención humana, después del Baiji o delfín chino de río– sino
también con la importancia tremenda que los productos derivados de la caza de
ballenas han tenido para la civilización occidental. Por supuesto que Hoare,
finalmente, está del lado de los cetáceos, pero también es capaz de ver, como
Melville (quien también se preguntaba por la supervivencia de las ballenas en Moby Dick, concretamente en el capítulo
105, “¿La ballena disminuye de tamaño? ¿Se extinguirá?”), la pasión de los
balleneros y la compleja trama de intervención en nuestra civilización de la
ballena y sus “productos”, en particular el espermaceti, aceite extraído
principalmente de la cabeza de los cachalotes y empleado en la fabricación de
velas, jabón y cosméticos, y el ámbar gris, una secreción biliar presente en
los intestinos del cachalote y empleado en perfumería. Europa, dice Hoare, leyó
y escribió durante décadas a la luz de los cachalotes.
Un momento especialmente interesante de Leviatán o la ballena es el dedicado
puntualmente a Melville. Allí nos enteramos de que el gran novelista
estadounidense se basó, entre otras fuentes, en el relato Mocha Dick o la Ballena Blanca del Pacífico, crónica de un
cachalote albino que aterrorizó a los balleneros en la costa de Chile escrito
por el periodista y explorador estadounidense Jeremiah N. Reynolds (1799-1858).
Lo más curioso es que Reynolds también escribió el reporte de una expedición al
Pacífico Sur y el Océano Antártico, libro en su momento reseñado por Edgar
Allan Poe y que después le serviría de inspiración para La narración de Arthur Gordon Pym, a su vez el punto de partida de H.P.Lovecraft
en su clásico En las montañas de la
locura. Que esas líneas de la literatura estadounidense de los siglos XIX y
XX (la “novela total” en Moby Dick y
toda la tradición paracanónica del horror weird)
encuentren un punto focal en un virtual desconocido como Reynolds es, sin lugar
a dudas, intrigante.
El final del libro de Hoare relata su
contacto real, físico, con las ballenas. Se trata, quizá, de las páginas más
emocionantes de un libro verdaderamente hermoso.
Publicada en La Diaria el 29 de octubre de 2014
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