El perro de Fogwill, Mario Bellatin
Entender
al monstruo
La palabra “monstruo” está al principio y
al final de El perro de Fogwill, el
último libro de Mario Bellatin editado en Montevideo, y entre esas dos apariciones
(p.7 y p.99, segunda y penúltima) acaso pueda trazarse una línea de lectura que
una los tantos puntos y trace algo parecido a una figura, a una constelación.
Se trata, en cualquier caso, de un libro
enigmático, inquietante, incluso ominoso por momentos: si hubiera que
proponerle una “trama” básica cabría señalar que se habla de un encuentro con
Fogwill en un restaurante de Buenos Aires (en el que el narrador –un Mario
Bellatin ficcional, digamos– y el gran escritor argentino devoran “trozos de la
misma res” en “un asqueroso rito”, p.64) y que pronto al narrador se le ofrece
un saluki, una variedad de lebrel también conocida como “perro real de Egipto”
y que aparece representada en documentos con una antigüedad de más de 6000
años. Pronto se nos habla del regalo de un muerto (Fogwill murió cinco años
después del encuentro en Buenos Aires, se nos cuenta), del silencio y de la
extrañeza ante la propia obra literaria. Y una vez más: uniendo los puntos
podemos acercarnos a la idea de lo que se escribe como una monstruosidad –y el
libro abunda en monstruosidades: muertos desenterrados, piras de cadáveres, una
ciudad horrible, un destino espantoso–, producto siempre de un “otro” que deja
en silencio al “yo” o, mejor, a ese desgajarse del yo que permanece como lector
de lo escrito.
No se trata de un libro “fácil” o
“amigable”, digamos, ni siquiera puesto en relación con otros títulos de su
autor. Las páginas son ante todo espacio en blanco, con textos ofrecidos a modo
de recorte “pegado” a la hoja (como si se sugiriese una edición facsimilar de
un libro-objeto creado artesanalmente por su autor) y con tipografía de máquina
de escribir electrónica, más ilustraciones (a cargo de Zsu Szkurka) que no necesariamente guardan una
relación descriptiva o secuencial con lo dicho desde el texto. Sería un lugar
común mencionar a Mallarmé, pero dado que el libro vuelve sobre el tema del
silencio y la nada y ofrece, de paso, una marcada densidad metaliteraria o
incluso metalingüística, acaso valga la pena retomar la idea del texto como
constelación y del recorte contra el blanco (o negro) de la página en tanto
maneras de construir sentido, de ofrecer una suerte de empozamiento de lo no
dicho.
Hay
también, un poco a la manera del ineludible Un
coup de dés, de Mallarmé, cierta no-linealidad vuelta visible, lo que
obliga a la relectura paciente e invita a ese “unir los puntos” del que hablaba
más arriba (por ejemplo, lo que leemos en la página 5 se conecta fácilmente con
lo que aparece en la 39, la 82 y la 99, además de que ofrece una “explicación”
a lo narrado entre las páginas 15 y 38). Aparecen así figuras diversas, como
por ejemplo la que vincula lo dicho y dibujado en las páginas cuyos textos
comienzan por variantes de “es horroroso” (p.36), “era horripilante”, (p.37),
“es tremebundo” (p.38) y “es terrible” (p.39).
Quizá podría hablarse, también apelando a
un lugar común, de un “modelo para armar” o, mejor, de una suerte de poliedro
de muchas facetas, no todas ellas visibles de manera inmediata, que no
terminamos de resolver en una figura que podamos intuir con facilidad (aunque
se siente a todo momento un “sentido” de revelación inminente, una dispersión o
alivio de la extrañeza). Lo estrictamente narrativo aparece como una de esas
facetas, sin que podamos atribuirle una centralidad o una función de núcleo o
de atractor. Eso no quiere decir que no se “cuente” algo, por cierto, y a la
historia del asado con Fogwill se vincula el relato –seguramente tomado de los sadiths del Islam, en particular de los
libros Sunan Abu Dawud y Sahi al-Bukhari– de una gran matanza de
perros demandada por el profeta Mohammed, de una mujer demente que vive en los
Andes y cría salukis y de la horrible manera en que la “profecía” de Fogwill
terminó por cumplirse. Esa construcción de sentido, de hecho, es también
tematizada en el libro, y cristaliza en la página 39, donde leemos “es terrible
constatar también que otorgarle al que escribe el nombre de escritor permite que se tenga la
sensación de encontrarse frente a alguien que puede ser entendido”.
En última instancia podría pensarse
El perro de Fogwill como una historia
de fantasmas desmontada y ensamblada de manera misteriosa. Su efecto de
lectura, además, no es para nada ajeno al del horror.
Publicada en La Diaria el 7 de diciembre de 2015
Comentarios
Publicar un comentario