Apocalypse now
Los axiomas de la nomadología deleuzoguattariana:
- La máquina de guerra es anterior al aparato del estado.1
- La máquina de guerra es una invención de los nómadas (en la medida en que es exterior al aparato de Estado y distinta de la institución militar).2
La máquina de guerra, entonces, no procede del Estado ni lo funda sino que este la asimila eventualmente, la territorializa/estratifica a la vez que sanciona institucionalmente para resignificarla como la institución militar. El Estado, en el modelo deleuzoguattariano, “captura” la máquina de guerra nómada y la orienta hacia la guerra contra el enemigo (ya sea máquinas de guerra nómadas o máquinas de guerra capturadas por otros estados).
Por otra parte, el modelo presente en el capítulo cuarto (“War as a machine”) de la tercera sección (“The Legion: Warmachines, Predators and Pests”) de la Cyclonopedia (2008) de Reza Negarestani apunta a la guerra en tanto entidad en sí misma o agencia inhumana: the unlife of war (la desvida de la guerra), que “engendra máquinas de guerra para devorarlas”. Este proceso, que enfrenta a las máquinas de guerra entre sí, es animado por el petróleo y presentado en oposición al modelo deleuzeguattariano, en el que la guerra es producida por la interacción de las máquinas de guerra y su captura por el estado. Así, el modelo negarestaniano propone una preexistencia de la guerra en tanto desvida enlazada simbiótica(o parasítica)mente al petróleo:
En el modelo de La-Guerra-En-Tanto-Máquina [War-as-a-machine], las corrientes subterráneas remplazan el papel preponderante de las tácticas en el modelo deleuzoguattariano. Las máquinas de guerra avanzan sobre estas corrientes y son conformadas por estas: corrientes subterráneas petropolíticas, con el petróleo como una conspiración global.3
El modelo negarestaniano, entonces, hace de la guerra una entidad estratificada por movimientos de agencias inhumanas, termodinámica y cibernética, pero más allá del programa de Cyclonopedia de concebir al Oriente Medio como una entidad hipersticional, el modelo parece volverse productivo a la hora de leer producciones simbólicas que toman a la guerra tanto como tema como a modo de sustancia organizada por el modo ficcional, en particular el filme Apocalypse Now (Coppola, 1979).
En una primera instancia podemos apelar al modelo deleuzoguattariano: el Estado ha capturado una máquina de guerra y la ha institucionalizado como las Fuerzas Armadas, que están haciendo la guerra en Vietnam. De esta institución se escinde (deviene nómada) una máquina de guerra llamada Coronel Kurtz, a la que la institución militar le hace a su vez la guerra, envía terminators para acabar con su comando, que coincide con el coronel mismo.
¿Qué hace Kurtz que justifique el gasto de energía implícito en su terminación? Su escisión misma de la máquina de guerra capturada por el estado, su devenir-nómada, produce la reacción de la institución militar, pero hay una plusvalía de significado: Kurtz “opera sin restricción, rebasando todo umbral de decencia”. Hay algo aberrante: un gradiente de horror equivalente a la distancia entre el complejo de Kurtz y el centro de operaciones de la máquina de guerra. Kurtz está en el margen, en Camboya, río arriba, como un atractor misterioso que subvierte los códigos de la civilización según los pautan el Estado y su máquina de guerra. Kurtz debe ser anulado porque su mera presencia es un irritante, aunque no está claro que su presencia interfiera de manera digamos “literal” con el proceso militar de Estados Unidos en Vietnam, y cuando Willard es interpelado por las razones que le fueron ofrecidas por sus jefes, sólo atina a recordar que se le había hablado de “métodos inapropiados”.
—¿Y son inapropiados mis métodos?, le pregunta Kurtz.
—Señor, yo no veo método alguno.
En cierto modo, Kurtz no hace nada, porque sus acciones son ilegibles, ajenas a todo gesto interpretativo: en ese sentido se han vuelto aberrantes para una economía de significados centrada en la producción securocrática e inmunopolítica de lo humano. Kurtz es un virus, Kurtz es contagioso, y por tanto hay que “terminarlo” en nombre de la sanidad. Kurtz, de hecho, está envuelto en enfermedad: “el aroma de la muerte lenta y la malaria” es lo que detecta Willard cuando ingresa al recinto final, a la oscuridad terminal de Kurtz.
—¿Es usted un soldado o un asesino?, pregunta K. a Willard.
—Un soldado.
—No es ninguna de las dos cosas. Es un chico de los mandados, enviado por el cajero del almacén para cobrar una deuda.
En rigor Kurtz se equivoca: Willard es un antivirus, y su misión es de sanidad.
Pero desde el momento en que Kurtz opera libre de método, el modelo deleuzeguattariano —formateado, como señala Negarestani, por la idea de tácticas y, qué duda cabe, por el sedimento humanista de sus autores— se vuelve insuficiente. O, más importante, quizá la película misma resista su lectura desde esas pautas. Podemos pensar, entonces, que hay dos escenas clave para desplazar Apocalypse Now hacia el modelo negarestaniano: Willard y la tripulación del bote llegan al último outpost en el río, el confín de la guerra y borde del área de influencia de la máquina de guerra capturada por el estado. Allí domina el caos: Willard busca al oficial a cargo entre ráfagas de metralleta y explosiones de artillería idénticas a fuegos artificiales; hay un puente permanentemente demolido y vuelto a construir, hay bandas de soldados que corren por aquí y por allá, disparan, se refugian, y sobre todo ríen, gritan, lloran.
—¿Quién es el oficial a cargo?, pregunta Willard una y otra vez hasta que un soldado cualquiera le responde:
—¿No sos vos?
Nadie está a cargo, vos estás a cargo. La guerra está a cargo. No hay control: el sistema produce eventos individuales (como la destrucción de un grupo de vietcongs gracias a la siniestra acción de un artillero mientras Willard observa con pasmo) sin la mediación de una autoridad, sin verticalismo. El orden está en el centro: el comando donde Willard recibe su misión, pero la línea serpenteante del río y del relato van pautándonos el alejamiento de ese centro ordenador hacia las tinieblas, hacia el desorden. En el origen se comparece ante los oficiales a cargo; en los márgenes nadie está a cargo o todos lo están. En el centro, la guerra es un asunto humano: la institución militar, la máquina de guerra capturada por el Estado es la que ordena las cosas y genera la ilusión del control; más allá, sin embargo, intervienen otras agencias. En los términos de Negarestani, allí cobra su forma, se vuelve visible, la desvida de la guerra.
La segunda escena clave pertenece a la versión redux y apuntala la anterior. Willard, cargando con el cuerpo sin vida de Mr. Clean, ingresa a un territorio reclamado por otro estado, el francés, sobreviviente de la lucha contra el Viet Minh, de la época de Indochina. Allí, entre fantasmas, en la secuencia más hauntológica de la película, el líder de los franceses le dice a Willard:
—Ustedes los americanos, ¿por qué están peleando en Vietnam? Por nada. La mayor nada de la historia.
Nada, aquí, equivale a nada exterior a la guerra en sí misma. Ha operado una teleoplexia, o inversión fines/medios. Es decir: la confluencia petropolítica/capitalista que hace al entramado del modelo negarestaniano encuentra su expresión más clara (y hasta de lugar común) en la idea de que la guerra de Vietnam (el mayor éxito de la máquina de guerra estadounidense, pese al simplista relato oficializado del fracaso)4 se libró para perpetuar, retroalimentar y acelerar indefinidamente el proceso industrial-tecnológico-capitalista, lo que equivale a hacer entrar en colisión máquinas de guerra para destruirlas y producir nuevas. La historia, es decir, no es otra cosa (¿qué otra cosa podría ser?) que termodinámica: las máquinas de guerra producen calor y disipan entropía; sus despojos estrían el territorio y sirven de fundamento para el arribo de nuevas máquinas, siguiendo las líneas de las “corrientes subterráneas” [undercurrents] de las que se habla en Cyclonopedia. Ni siquiera cabe decir que la guerra es algo que los tiranos, déspotas y oligarcas del mundo mantienen en activo para hacer negocios: la guerra, más bien, es algo que sucede y se perpetúa a sí misma, se replica como un virus y posibilita un equilibrio regulador con su entorno, produciendo, en el proceso, a esa elite, a esa oligarquía, a esos déspotas, títeres de carne de la desvida de la guerra. Cuando Willard se aleja lo suficiente del centro de comando, irradiador de orden, empieza a atisbar esa desvida, y entiende luminosamente que allí es donde ha de encontrar a Kurtz.
No son pocas las ficciones sobre seres inhumanos (aliens) en las que la idea de “comunicación” (por completo subjetivista y humanista) es remplazada por la de “imitación”. En Solaris, el océano “imita” los recuerdos de los humanos corporizándolos y suscitando una confrontación; en Aniquilación (me refiero particularmente a la película de Alex Garland) la entidad inhumana que de alguna manera “resume”, “corporiza” o incluso “encarna” la zona perturbada (“horror abstracto” en términos de Nick Land, “horror sintomático” en los de Anthony Sciscione), no hace otra cosa que replicar los movimientos de la Bióloga, especularmente, hasta llegar a imitar su imagen a la perfección. De manera similar, el capitalismo corporativo es la única agencia en la saga Alien dispuesta a exhibir una conducta no xenofóbica con respecto a la entidad inhumana/monstruosa, el xenomorfo, y cabe de hecho trazar una analogía entre los procesos de replicación viral del capital y el ciclo de vida/replicación de la postespecie xenomórfica.
El modelo comunicativo, en síntesis, replica las pautas sujeto-antropocéntricas (cabría añadir biocéntricas, en particular en relación a la condición de no-vida metabólica de los virus), mientras que el modelo imitativo hace suyo el punto de partida posthumanista de que no hay sujetos salvo los producidos por procesos como la modernidad, el tecnocapitalismo, etc. En esta línea, el “no-método” de Kurtz de alguna manera imita la desvida de la guerra: un proceso no teleológico sino autorreplicador, que en lugar de tener un objetivo o incluso un significado (recordemos lo de “pelear por la mayor nada de la historia”) no es explicado por otra cosa que su propia propagación o contagio. Así, Kurtz se “contagia” de la desvida de la guerra y se vuelve él mismo una estación replicadora de esa pauta viral, pero en tanto máquina de guerra es combatido por la captada por el estado, que debe vigilar (de acuerdo a una inmunopolítica antiviral) o salvaguardar los límites de lo humano y, por tanto, arrancar de raíz todo brote de devenir-inhumano, proceso en el que cabe incoporar a Kurtz.
Aquí es inevitable llegar al tipo de pregunta que se fija en Apocalypse Now en tanto, si no “cine”, al menos sí “relato”, ya que ha sido señalado en más de una ocasión que el final de la película es desilusionante, en tanto no entrega al espectador el horror prometido y anunciado por el verdadero “descenso a las tinieblas” que va siendo construido secuencia tras secuencia. ¿Qué hace Kurtz cuando deja de ser la figura fantasmal proyectada por la lectura de Willard del dossier sobre su carrera, y aparece corporalmente, recortada su calva desde la oscuridad? Dejando de lado alguna que otra cabeza cortada y alguna que otra crueldad despótica, Kurtz lee (poemas de T. S. Eliot) y escribe (dicta notas a su grabadora); comercia, es decir, con palabras, pero ninguna de las que oímos (ni las de Eliot ni las de Kurtz, es decir) parecen capaces de mover al horror. No así la magnífica visión del caracol al filo de la navaja con la que comienza el periplo de Willard, colocada del otro lado de la manifestación proyectada del horror, que proviene de una transmisión de Kurtz: quizá su plan es convertirse en una estación emisora del virus en su versión lingüística (a la manera de lo que descubren los personajes de Snow Crash, de Neal Stephenson, que bebe de la propuesta burroughsiana de pensar al lenguaje como un virus): propagarlo, agenciar un contagio a través de las ondas de radio. Quien lo escucha jamás podrá olvidarlo: las palabras atraviesan su firewall y hackean su sistema operativo. ¿Y qué ha hecho Willard sino empaparse de palabras? Las del dossier sobre Kurtz, las del propio Kurtz: sus transmisiones, sus declaraciones, las cartas a su hijo.
Es sabido que Coppola tuvo no pocos problemas con el final, y que su opción más clara había sido evitar el desenlace ramboide testosterónico propuesto por el guionista original, John Milius. Sin embargo, pese a declaraciones de tipo “mi película no es sobre Vietnam, es Vietnam”, en las que cabría leer un proceso imitativo análogo al de Kurtz y la desvida de la guerra, Coppola movilizó eventualmente circuitos de frenado o compensación al innegable potencial des-humanizador de su obra maestra. No se trata de acusarlo de cobardía sino, más bien, de volver explícitos los mecanismos securocráticos del humanismo: en efecto, ante el problema del final, Coppola elige una desilusionante puerta lateral. En una primera instancia, el objetivo de la máquina de guerra captada por el estado queda cumplido, en tanto el comando del coronel Kurtz es terminado por Willard; la pregunta es si éste queda en el lugar de aquel, en lo que obraría una mera renovación de la misma figura (en última instancia el devenir-inhumano de Kurtz implica un potencial de desaparición del sujeto Kurtz, remplazado por otro), o si simplemente abandona el complejo en dirección a ¿dónde?
El comienzo de la película establece que Willard no tiene otro lugar al que ir que no sea Saigon, una sinécdoque de la guerra misma. ¿Vuelve Willard al centro del orden, misión cumplida, misión que “nunca existió”? En una de las bonus features de la edición de tres discos en bluray de la película, Coppola refiere al metraje del bombardeo del complejo de Kurtz, que había sido dispuesto a modo de final en una edición tentativa destinada a un grupo de prueba. El director se arrepentiría de inmediato de la incorporación de esas imágenes, en tanto estipulaban el retorno de Willard al orden central de la máquina de guerra captada por el Estado, pero el retiro de esta secuencia de los cortes sucesivos quedaría explicado en función de un relato aún más humanista y de un mensaje en última instancia “pacifista”: Willard pretende escapar de la guerra y devenir (junto a Lance, que representaría la juventud inocente) vector del advenimiento del “hombre nuevo”, que deja atrás la guerra, la violencia y la agresión. Se trata, antes que nada, de una apelación al sujeto agente, al hombre en tanto sujeto de la historia: Willard elige escapar de la desvida de la guerra en lugar de abrazarla como Kurtz. En lugar de perderse como el coronel en una vasta agencia inhumana, prefiere la securocracia, y así salvaguardar el contorno del sujeto humano y encontrar una vía de escape al horror caótico del conflicto bélico. Esto, en última instancia, no es horror: es literatura, relato de individuos libres, producción de lo humano, cuento de hadas. Que las últimas palabras que escuchamos sean, precisamente, las tan reiteradas “the horror” parece comportar más bien una ironía, que de hecho nos hace todavía más fácil descartar la lectura autoral de Coppola como una más, y la más deslucida posible. Pero el problema del final persiste. En cierto modo, la lógica del relato proyecta una fusión Willard-Kurtz, por lo que la retirada junto a Lance vinculada a la posterior (posible) destrucción del complejo acaso señale la preeminencia de la desvida de la guerra como algo inevitable, en la que Willard, como Tyrone Slothrop, simplemente se disuelve.
Hay algo sospechoso en Willard. Si Kurtz representaba un devenir-inhumano, una enfermedad y un virus, Willard, el antivirus, no puede ser pensado como “sano”. Al comienzo de la película lo vemos en pleno desarreglo de los sentidos: sabemos, además, que ha vuelto al hogar y lo ha encontrado desierto de significado, tanto que ha debido volver a Vietnam y acercarse a la fuente de la guerra. Como en El señor de los anillos, no es el bien (Frodo cede a la tentación del Anillo Único y, por tanto, fracasa) el que derrota al mal sino un mal alternativo (Gollum) el que da cuenta del mal mayor (Sauron). La misión de Willard, sabemos, no existió —ni habrá de haber existido jamás, fundada sobre un mecanismo de auto-borrado. Así, quizá el propio Willard deberá ser borrado también; un agente posible de esa disolución en la no existencia, que establezca la preponderancia inevitable de la desvida de la guerra, sería la de un segundo asesino/soldado/pibe de los mandados, enviado por el comando central a rastrear a Willard, a seguirle los pasos, a aguardar que asesine a Kurtz y, finalmente, a asesinarlo a él. Realizada la desinfección, el desinfectante (que ya no tiene lugar en el orden aparente de las cosas, que ya no existe) debe desaparecer también.
Del otro lado de la película, el inolvidable Kilgore, después de referir al olor a victoria del napalm por las mañanas, dice, no sin desazón, “algún día esta guerra va a terminar”. Trivialmente, en 1979, cuando se estrenó Apocalypse Now, la guerra de Vietnam había terminado: tenemos que pensar todavía en qué hizo este conflicto por el tecnocapitalismo y, por tanto, por la desvida de la guerra: de qué (de qué cosa que nos impregna ahora) se volvió condición de posibilidad. Quizá, no menos trivialmente, la guerra —como dijo Philip K. Dick del imperio— no terminó jamás. La guerra, es decir, como aquello que no termina. Así, ser pacifista, como quiso ser Coppola ante la posibilidad (descartada) de dar un final monstruoso a su película monstruosa, equivale a ser un gnóstico, a creer en finales felices.
Notas
- Deleuze, Gilles & Félix Guattari. Mil Mesetas. Barcelona: Pre-Textos, 2005. p. 359.
- Ibid., p. 384.
- Negarestani, Reza. Cyclonopedia. Melbourne: Re-Press, 2008. p. 130. Hay edición en castellano: Ciclonopedia. Barcelona: Materia Oscura, 2016. Las traducciones citadas, sin embargo, son mías.
- Ibid., p. 141.
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