Lovecraft Country
Hay tres instancias en que la figura y la obra
de H. P. Lovecraft son convocadas explícitamente en la serie Lovecraft Country. Una de ellas es el
título, por supuesto, que alude primariamente a la geografía lovecraftiana de
Nueva Inglaterra, con su ciudad (ficticia) de Arkham, su universidad (ficticia)
de Miskatonic y sus pueblos (ficticios) de Innsmouth o Dunwich. A la vez, la
noción de “territorio Lovecraft” puede pretender también un sentido más amplio,
que remite al espacio narrativo/conceptual habitado por la matriz de variantes
o variaciones de los llamados “Mitos de Cthulhu”. Esta idea de un paisaje
lovecraftiano puede señalar además una zona
en un sentido más abstracto, vinculada al sentido anterior del “territorio”
pero extrapolada a una filosofía antihumanista o pos-antropocéntrica en la que
lo humano ha perdido todo lugar de privilegio. En esta zona, en el sentido de mindscape,
por usar el término de Alan Moore, la
extinción futura de la humanidad es tan segura como la muerte de cada individuo
y, por tanto, lo inhumano ocupa un lugar tanto de atractor final como de centro
irradiante venido del futuro (un terminator).
Por supuesto, esto último implica el esquema
recurrente del retorno de los grandes
antiguos, la matriz narrativa y conceptual de las obras más importantes de
Lovecraft: la naturaleza o lo físico son
pensables como la realidad objetiva o
incluso el absoluto que no guarda ninguna relación de dependencia con el sujeto
humano (y es, de hecho, indiferente/hostil a este), y que vuelve tras el colapso del orden humano, racional. En este sentido,
la “zona Lovecraft” alude a un área diminuta (la de lo humano), porosa y de
fronteras comprometidas, rodeada por el hiper-caos de lo alien. La moraleja
final (la playa terminal a la que tienden todos
los relatos de los mitos de Cthulhu) es que, hagamos lo que hagamos, ese
hiper-caos lo invadirá todo: los antiguos volverán porque, en rigor, siempre
estuvieron allí.
La segunda instancia es la de incorporar al
mundo ficcional de la serie la persona biográfica (real) H. P. Lovecraft (en
adelante HPL), autor de ficciones pulp y
de horror weird. En Lovecraft Country, este HPL es aludido
sobre todo en el primer episodio y calificado automáticamente (con acierto, por
supuesto) como un racista extremo.
Por último, una tercera instancia está
ensamblada con alusiones de intensidad diversa a las obras de HPL: en el primer
episodio hay unos monstruos con apariencia reptiloide y ojos múltiples a los
que los protagonistas bautizan shoggoths en
referencia a las criaturas/swarmachines de En
las montañas de la locura. Más adelante entra en juego un tratado titulado El libro de los nombres, al que los
protagonistas, naturalmente, comparan con el Necronomicon –sólo para que se les explique que, en rigor, el de
HPL es el libro de los “nombres muertos”, mientras que el central a la trama de
la serie es el de los nombres vivos.
Es interesante que en rigor ninguna de estas tres instancias apuntale
un tratamiento realmente lovecraftiano del mundo ficcional presentado por la
serie. De hecho, difícilmente puede encontrarse una presencia fuerte de los
mitos ni, mucho menos, una apropiación del sentido más eminentemente antihumanista
de las ficciones de HPL. Esto no comporta un juicio negativo: se trata de
constatar, en todo caso, que aquí “Lovecraft” equivale más bien, en una primera
lectura y como si fuera una suerte de sinécdoque, al horror en términos generales y al racismo en tanto horror real. Entonces,
si la serie construye (como hace The
Mandalorian con el western) una suerte de “antología” de tópicos
del horror, curiosamente ninguno de ellos es en rigor “lovecraftiano”.
Para empezar, buena parte del esquema de Lovecraft Country se apoya en una
oposición entre el bien y el mal: hay un imperativo ético, por decirlo de
alguna manera, que organiza al universo y lista potencias mágicas de ambos
lados de la dicotomía. En las ficciones de HPL, por el contrario, no hay una
dimensión superior en términos de bien o mal, sino que queda señalado
explícitamente que la ética y la moral son construcciones humanas, a las que el
universo a gran escala es por completo indiferente. En Lovecraft Country, de hecho, la oposición entre el bien y el mal
parece al borde de resolverse en términos cristianos: la magia invocada, de
hecho, se apoya en el “lenguaje de Adán”, que vendría a equivaler acaso a la
lengua hablada en el Edén (esa con la que Adán nombró a las cosas). Si bien es
fácil extrapolar una suerte de interpretación por la que “lengua de Adán” no es
otra cosa que el nombre tradicional de un sistema mágico ancestral, la serie no
se esfuerza por (lovecraftianamente) vincular esa forma de magia a un pasado
pre-humano/inhumano /alien, es decir al orbe de los Grandes Antiguos, y en ese
sentido “humaniza” (al menos en términos de potencia intelectiva) su
cosmovisión.
Es totalmente innecesario, por otra parte,
señalar algo tan simple como que los shoggoths lovecraftianos no son
seudolagartos domesticables; la serie deja claro que “shoggoth” es el nombre
que los protagonistas dan a estas criaturas ante todo por tener las ficciones
de HPL en mente, y esa idea de conexión superficial o incluso trivial es la que
parece comandar la conexión entre los Mitos de Cthulhu y Lovecraft Country, como si bastara con nombrar a HPL (o mostrar un
tentáculo aquí y allá) para producir una ficción lovecraftiana. No estoy
diciendo ni que el autor de la novela en que se basa la serie ni los guionistas
responsables de la adaptación ignoren elementos fundamentales de lo
lovecraftiano (porque esos en principio están al alcance de la mano para
cualquier interesado en el horror); por el contrario, me parece claro que no es
su interés trabajar a partir de allí, sino operar desde la conexión trivial
entre Lovecraft y horror, en particular –y esta es, qué duda cabe, la gran
apuesta conceptual de la serie– en relación al racismo. En el fondo, el gesto
parece equivaler a entendemos la
tradición del horror sobrenatural, pero tenemos asuntos más importantes –léase reales–
de los que ocuparnos.
Sobre el racismo de HPL y en las obras de HPL en
verdad no hay mayor discusión posible. Michel Houellebecq acierta plenamente en
H.P.Lovecraft: Contra el mundo, contra la
vida, tanto cuando señala que este racismo hiperbólico es el motor esencial
del horror lovecraftiano como cuando matiza esta afirmación recordando que las
víctimas recurrentes de los cuentos de HPL son invariablemente hombres blancos
WASP (West Anglo Saxon Protestants).
En efecto, como señala también Jed Mayer en su ensayo “Race, species, and
other”, el caso lovecraftiano en
términos de racismo abarca una administración de los límites de lo humano y una
confrontación con ese hiper-caos inhumano/alien que lo circunda. En “La sombra
sobre Innsmouth”, por ejemplo, el protagonista experimenta una notoria
repulsión al confrontar las criaturas híbridas que descubre en su hogar
ancestral pero, más cerca del desenlace del relato, esa repulsión deviene goce
al dar rienda suelta a la pulsión de él también dar comienzo a los procesos de
hibridación que lo convertirán en un monstruo acuático. Pero no se trata
solamente de que el narrador del relato se disponga a devenir-alien sino que siempre lo fue, dado que la hibridación
está implicada en su herencia genética. Esto no quiere decir que HPL haya
revisado sus posturas hiperracistas al momento de escribir una obra tardía como
“La sombra sobre Innsmouth”: más bien que en cuando replica de manera
hiperbólica el circuito racista de producción de significados pone en evidencia
(y no importa si consciente o inconscientemente) las fallas en sus cimientos.
En su ensayo temprano “Kant, el capital y la
prohibición del incesto” Nick Land establece la conexión entre el racismo y el
proceso del tecnocapitalismo patriarcal y heteronormativo: en efecto, el
matrimonio entendido como comercio/alianza política entre pueblos procede en
línea de fuga desde el incesto hasta la confrontación con el otro producido en
términos de “raza”, que implosiona en racismo e inmunopolíticas: una regulación
compensatoria en la economía de la otredad. Para Land esto es replicado a su
vez por el esquema epistemológico básico de la modernidad, es decir la crítica
kantiana, que sólo puede dar cuenta de lo otro a través de un sistema de a priori que a todos los efectos
oblitera la alteridad para presentar el proceso cognitivo como un reconocimiento
de antemano (desde siempre, always already, immer schon) de lo mismo
en lo otro. El racismo, naturalmente, opera a través de negar a priori la
cualidad de “humano” al otro racial, estableciendo un límite claro de lo humano
en tanto masculino y blanco. Esto deja por fuera a las mujeres (la mercancía)
y, por supuesto, todas las “razas” (la fuerza de trabajo) construidas como
tales a partir del a priori del blanco
como el grado cero de otredad, la normalidad humana; curiosamente, en las
ficciones de HPL es ese otro racial/híbrido en devenir-inhumano (o abiertamente
no-humano) el que triunfa a largo plazo: no sólo porque los límites patriarcales/capitalistas
de lo humano se diluyen en un esquema de devenires y de impermanencias (HPL en
el fondo dice que lo humano no existe
más que como una securocracia para colmo endeble) sino porque el retorno de los
Grandes Antiguos, según se insiste virtualmente en todos los relatos, es
inevitable. En su hiperbolización narrativa del racismo, entonces, HPL
subvierte el esquema epistemológico de repliegue de lo otro bajo la lógica de
lo mismo (no es de extrañar, evidentemente, que la obra de HPL atraiga a los filósofos
del realismo especulativo y demás corrientes neomaterialistas antikantianas):
es más bien que lo otro eventualmente se va a comer a lo mismo (y con ello a lo
humano-patriarcal-heteronormativo-blanco); pero esto presupone el gesto
antihumanista de no conceder realidad en términos de algo dado a lo humano, sino más bien de ficción, relato o hiperstición
sostenida securocráticamente. Así, el humano (ya no importa si el hombre
blanco) no está en control: no se trata de que los Grandes Antiguos (o el capital,
si vamos al caso) esté a punto de expulsarlo del lugar privilegiado del Sujeto
de la Historia, sino que, simplemente, nunca
fue tal cosa.
Lovecraft Country es, ante todo, una ficción
humanista, como lo exigen la industria del entretenimiento y la institución
literaria (es por eso que HPL, dicho sea de paso, nunca será del todo asimilado
a la literatura), de ahí que buena parte de sus poderes en términos de
imaginación y relato estén puestos al servicio del empoderamiento de lo humano.
En acaso el más interesante de los episodios (el séptimo), una de las
protagonistas, Hyppolita, atraviesa un portal cósmico que la arroja a una
matriz multiversal de vidas posibles, en tiempos tan diversos como el fin del
reino de Dahomey (1904) en manos de los franceses (aunque en la extrapolación
ucrónica de la serie, el combate se da más bien entre las amazonas históricas
de Dahomey y los soldados confederados de la Guerra Civil estadounidense) y un
futuro de corte transhumanista/afrofuturista, incluyendo París en 1920 y,
concebiblemente, otros tantos momentos tanto reales como alternativos. Todo el
proceso de recorrida de mundos posibles tiene como eje la libertad de Hippolyta
de devenir lo que ella desee, su libre albedrío y su libertad absoluta de ser,
por así decirlo, dada la propia afirmación de la voluntad; de su “odisea”
emerge empoderada y transhumana, aunque para su última y definitiva identidad
elige ocupar la figura de la madre (lo cual, por otro lado, no significa merma
alguna en sus poderes y en su devenir-transhumano, plugs incluidos en sus antebrazos). Pero esta forma afrofuturista
de transhumanismo es más un empoderamiento de lo humano fundamental (en este
caso desde la mujer afro, y no desde el hombre blanco emplazado en el centro
del orden patriarcal) que un devenir-inhumano o incluso un devenir-alien, y en
ese sentido es notoriamente no-lovecraftiano. La serie, en cierto modo,
moviliza una serie de devenires intervenidos por la magia, con personajes que
devienen mujeres, que devienen hombres, que devienen blancos, para no tanto
disolver lo humano como expandirlo, emparchando (en lugar de reformateando) el
esquema patriarcal de explotación de la mujer y las razas con tecnología
afrofuturista. Así, el futuro, al contrario que en la extinción lovecraftiana segura,
es prometedor, pleno en posibilidades de emancipación.
El arco narrativo más amplio de la serie es el
de la preparación y celebración de un rito destinado a que una de las
protagonistas (blanca) adquiera la inmortalidad por vía mágica. Para hacerlo
necesita la sangre de Atticus, el protagonista (afro) de alguna manera
“principal”, y es mediante la intervención de un otro-inhumano (el
espíritu-zorro que posee a la antigua novia coreana de Atticus) que el plan
fracasa. Este esquema pone en evidencia el principal circuito (ya no
lovecraftiano) productor de terror/horror en la serie, y guarda ciertos
parecidos con la reciente Nuestra parte
de noche, de Mariana Enríquez. En ambas
ficciones, es decir, una elite de blancos dueños de la tierra moviliza fuerzas
mágicas (que no comprenden del todo en la novela de Enríquez, que deben
recuperar en términos de un saber fragmentario/perdido en Lovecraft Country) mediante el sacrificio de los no-privilegiados,
afroamericanos en la serie de HBO, jornaleros pobres en Nuestra parte de noche. En ambos casos se trata de un intento de
devenir-suprahumano (a través de abolir la finitud) a costa de la sangre de
entidades consideradas sub-humanas (esclavas, fuerza de trabajo) por el sistema
racista/clasista del capitalismo patriarcal. Algo similar ocurría en Get Out (2017), que comparte productor
con Lovecraft Country, en la que una
elite de blancos posee (al mejor estilo pulp,
científicos locos incluidos) los cuerpos de jóvenes afro para asegurarse la
plenitud física y, concebiblemente, la inmortalidad. En ese sentido, la
historia de la población afroamericana (tanto en América del Norte como en
Centroamérica y en América del Sur, por supuesto) es presentada bajo los modos
narrativos de un relato de horror que incluye los tópicos de la posesión, el
vampirismo y parasitismo: es la historia de cómo la maquinaria del estado
blanco se nutrió de los cuerpos afroamericanos para poner en marcha los
procesos de la modernidad y el capitalismo. Así, el horror en Lovecraft Country (y en Nuestra parte de noche) es, en gran medida,
el horror de la historia: ambas ficciones retoman el tópico del viaje de
carretera colmado de peligros (los de la policía racista, los de los militares
en plena dictadura) para desarrollar la idea de un territorio tanático: en ese
sentido, el “territorio Lovecraft” es precisamente el del racismo y sus
horrores históricos, reales.
Por supuesto, cuesta no ver en la equiparación
Lovecraft=racismo una simplificación del lugar de HPL en nuestra cultura
contemporánea, en particular dada la posibilidad de esquemas de lectura como el
de Houellebecq, que sin negar (¿cómo hacerlo, por otra parte?) ni mucho menos
“perdonar” el racismo flagrante de HPL intentan presentarlo en un contexto más
amplio. Del mismo modo, Lovecraft Country
también puede ser leída desde los debates
humanismo/antihumanismo-posthumanismo, y es ahí donde, en su apuesta por
asimilar al otro racial (y al otro hembra/mujer) a la categoría de lo humano
adecuadamente expandida, se arriesga a la paradoja de replicar los circuitos
culturales que apuntalaron los esquemas de explotación racista, clasista y de
género. En ese sentido, es más fácil depurar a HPL de su racismo aberrante
sacando a la luz su tendencia al devenir-alien que pensar a Lovecraft Country como algo más que un
producto cultural tranquilizador y “correcto”. Pero sin tensar la lectura hasta
este punto, queda claro en cualquier caso que el gran aporte (y su objetivo
concebible) de la serie de HBO es visibilizar los horrores que pueblan la
historia de las personas afro (y acaso más todavía las mujeres afro y los gays
afro) en Estados Unidos, y que hacerlo en conexión con el vasto arsenal de
tópicos de la literatura de horror no hace sino volver más efectivo el
mecanismo. Sin embargo, si bien es cierto que Lovecraft Country extiende el horror (como táctica y set de
herramientas) hasta la historia reciente, a diferencia de la extensión análoga
propuesta por el horrorismo de Eugene Thacker et al (que convierte al horror en una clave de lectura o matriz de
significados para la filosofía, en lugar de hacerlo al revés), su operación
conceptual retiene al humanismo, al antropocentrismo y al excepcionalismo humano
como centros del discurso, por lo que su propuesta difícilmente pueda evitar
ser caracterizada como reaccionaria, en particular en el mundo posthumano
–indiferente a todo intento de control securocrático humano– visibilizado por
la reciente pandemia.
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