Visiones para Emma, Daniel Mella

 1. El del 2013 fue el invierno más frío que puedo recordar. El 16 de julio había nacido mi primera hija, Amapola, y con Fio pasamos los meses que siguieron en una casa a la que recién nos habíamos mudado y que, extremadamente mal aislada y en el fondo de una azotea al borde de Pocitos, nos costaba sobremanera mantener caliente. Vivíamos casi todo el tiempo en nuestra habitación, con la bebé, la computadora, una pequeña tele CRT y un viejo reproductor de DVD en el que miré alguna vez, feliz como nunca lo había estado antes y con Poppy dormida en brazos, los documentales que acompañan las ediciones extendidas de El Señor de los Anillos. Después, cuando la bebé y Fio se dormían y yo me sentía en posesión de un momento libre, escribía lo que terminó por convertirse en El orden del mundo, algo así como la más vieja de mis novelas que no me produce vergüenza ajena (y de la que algunas páginas todavía hoy puedo decir que me gustan). 

Pero ese invierno sí salí una noche, más allá de las bajadas rápidas al súper o de alguna que otra caminata por la tarde si había algo de sol. Y esa “salida nocturna” fue al antiguo Café La Diaria, a la presentación de Lava, el retorno de Daniel Mella tras más de diez años de no publicar. He olvidado casi todos los detalles, pero sí recuerdo que yo había leído el libro ya (y escrito al respecto); recuerdo, también, que en la presentación estaba Ercole Lissardi y además un par de escritores y críticos o periodistas culturales con los que sostuve eso que a veces es dado en llamar polémicas, por supuesto que para nada amistosas. A esos no los saludé, pero sí a Daniel. Podría haber sido la primera vez que lo veía en persona, pero en realidad lo había conocido un año atrás gracias a la escala en Valizas de aquel precioso proyecto que fue Ya te conté.

Habíamos recorrido los quilómetros que separan Montevideo del célebre bastión neohippie en una camioneta, junto a los chicos y chicas que organizaron todo y a otros amigos, Diego Recoba y Rodolfo Santullo entre ellos. En algún momento del viaje, en la Costa de Oro, la camioneta se internó por caminos que sentí (ansioso como soy) tortuosos o especialmente misteriosos y que me recordaron al norte de Pinamar, hasta dar con una casa de la que, no sé por qué, me represento ante todo su fondo, no tan bien cuidado, quizá con alguna pieza de chatarra plantada contra una pared o entre la arena, la hierba rastrera y la pinocha. De allí salió un tipo altísimo y flaco, quien solo después supe que era el autor de Derretimiento, una novela que yo había leído ya no sé cuántas veces para entonces y que tenía por la obra maestra del horror en la narrativa uruguaya: un libro que, me parecía/me parece evidente,  debía/debe ser leído como género, pero que había sido leído, no importa si en complicidad o no con su autor, como esa cosa rivarolesca que el establishment llama literatura y que en realidad no es más que el mainstream en su faceta más pretenciosa. Y creo que fue con Rodolfo con quien empezamos a hacer chistes tontos sobre Mella como asesino serial, para terminar con la apuesta (aún no cumplida) de que yo debía a escribir una novela de género slayer en la que Federico Stahl era el primero en morir en manos de un escritor que “volvía” después de años de silencio y lo hacía para vengarse, no importa de qué, malas críticas, cosas así.

En una de las tantas paradas de carretera me presenté y le dije a Mella que lo admiraba y que había modelado una de las versiones de mi protagonista recurrente sobre su historia (no sé si le expliqué que todas mis novelas tienen el mismo protagonista; creo que sí, y que me miró amablemente, como a un mutante de Chernobyl en su propio frasco de formol a la Alien Resurrection): la del escritor joven/prodigio que a los veinte años escribe una novela bestial —de la que el sistema literario tanto se enamora como toma por un verdadero emético burroughsiano, una cura de apomorfina para curarlo de la adicción a cosas tan inanes como la novela histórica de moda en los noventa o la obra de Carlos María Domínguez— y que después, encandilado como la polilla proverbial o perdido a la vista del sol como el hijo del artífice supremo, no puede sino dejar la escritura y viajar a África para tratar de vender armas a los emperadores etíopes o a morir lentamente bajo un volcán. En mi novela (que se llamaba Retrato del autor, parodiaba el Portrait joyceano y por suerte jamás fue publicada) Federico partía a su propia África, como Stephen parte a Europa al final de la novela, y sólo volvía, transfigurado fantásticamente y al velorio de una amiga, en una novela siguiente a la que no me esforcé por buscarle otro título que Regreso y en la que aparecían Mario Levrero, una ballena varada y otros asuntos de los que terminé escribiendo más de una vez. Esa novela —Regreso, no el Retrato—, por cierto, fue presentada a los Fondos Concursables 2009 junto a mi libro de cuentos Algunos de los otros. El de cuentos, el peor de mis libros publicados, ganó el premio y fue (mal)editado al año siguiente por Trilce, editorial que yo había conocido años atrás por la novela de Mella y por El alma de Gardel y  El discurso vacío Los carros de fuego.

Otra de las cosas que no recuerdo es de qué hablé con Daniel en la presentación de Lava. Sí recuerdo haberle contado a Soledad Platero —que hacía las veces de presentadora— alguna de esas historias bobas que contamos los padres primerizos de los primeros días de nuestros hijos, y que Mella habló de Thomas Bernhard, a quien yo estaba releyendo justo en esos días, y que esa “coincidencia” habría sido tomada por el Ramiro de 1998-2002 (o sea, la otra fuente de ADN para aquel Federico Stahl mellarimbaldiano) como una de esas confirmaciones de la existencia de una sobrenaturaleza mística o de la naturaleza simulada de la “realidad”. Pero poco más. Creo, ahora que lo pienso, que Daniel me habló de esa reseña de su libro que yo había publicado apenas días atrás (si no el mismo día) en La Diaria, y que decía, entre otras cosas, que el libro era excelente (sigo pensando que lo es) y que él, Daniel Mella, era el único personaje de la historia literaria reciente de Uruguay o, al menos, de mi generación —que en rigor también es la suya, aunque él publicara su primer libro cuando yo solo había logrado ver un par de mis cuentos en fanzines o en revistas de ciencia ficción a cuya edición yo mismo había contribuído si no con dinero al menos sí con esfuerzos de todo tipo, junto a verdaderos hermanos de mi vida como Pablo Dobrinin y Víctor Raggio. 

Por supuesto que no sé qué pudo haber pensado Mella de esa idea. Mi hipótesis, por llamarla de alguna manera, era que él había devenido un verdadero personaje-autor, del que podía contarse una historia o trayectoria vital/de escritura que sirviera a su vez de matriz para leer sus libros. La infancia mormona, la adolescencia desencantada y drogona, la escritura de libros tremendos, la desilusión con el sistema literario, el exilio, el silencio. ¿Qué puede compararse a una historia tan hasta diría arquetípica entre las hebras grises de mi generación? ¿Jorge Alfonso —otro de los talentos evidentes que yo valoraba sobremanera entonces, y a quien estimo muchísimo hasta el día de hoy— renunciado bukowskianamente a su trabajo en el Hospital Militar, junto a quien años más tarde se convertiría en mi suegra? ¿Yo mismo leyendo La novela luminosa y dejando también bukowskiana/levrerianamente mi trabajo en Mosca de Punta Carretas Shopping? Todo eso, más privado que público, era espuma, era nada, era trivial (desde un punto de vista narrativo, es decir, no “personal”) en relación a la historia de Mella, al igual que otras figuras tanto o más grises, hoy relativamente disueltas en la memoria algo vergonzosa de mi generación.

2. A Lava siguieron dos novelas y un libro de poemas acompañado por un cuento, la primera de 2016 y la segunda y el tercero de 2020. No puedo hablar de Inés/María, editado hace poco por Fardo, porque no lo he leído, así que en adelante sólo voy a considerar El hermano mayor y el reciente Visiones para Emma, ambos editados por HUM y ambos, notoriamente, organizados en torno a una línea que conecta eso que ha sido dado en llamar “autoficción” con la “autobiografía”: una línea que podemos representarnos como un vector y que, al menos según la contraportada de Visiones para Emma, señala el movimiento de Mella hacia un hablar de sí o, al menos, al establecimiento de un pacto de lectura con sus seguidores que haga de su propia vida y experiencia el fondo de lo narrado.

Cabría pensar entonces que, después de Lava (y también en este libro, dado que los posteriores configuran maneras “autobiográficas” o “autoficcionales” de leerlo todavía más definidas que las propuestas por la sucesión de cuentos que lo conforma), Mella ha hecho de su figura de autor el centro de su producción: sus libros construyen o reconstruyen su historia, sea con ajustes de corte retórico/ficcional (El hermano mayor) o bajo la pretensión de minimizar lo más posible el residuo o sedimento de la ficción (Visiones para Emma). 

Este proceso, por supuesto, es interesante en sí mismo, y Mella lo apuntala con opciones muy visibles de estilo o incluso de “estética”: en El hermano mayor es llamativo el dominio virtuoso de la narración a través del uso expresivo de los tiempos verbales, tanto que esta performance, casi un tour de force, se esfuerza (y por breves momentos lo logra) por desplazar la matriz significante de la novela desde el testimonio sentido, emocionado y emocionante de la pérdida hasta la poesis literaria en el sentido más convencional y río-abajo (si escribiera en inglés diría downstream, que es más lindo y más claro a la hora de plantarse como opuesto de “a contrapelo”) del concepto, que, trivialmente, trama una relación expresiva (que cada escuela hermenéutica resolverá como quiera/pueda) entre estructuras, texturas y procedimientos y tema o sustancia. Sin duda, Mella escribe literatura, y su idea de ella o la idea de su libro (me refiero puntualmente a El hermano mayor) es convencional, para nada irritante, por completo hegemónica. 

En Visiones para Emma, sin embargo, la cercanía con lo que cabría pensar como “propio” (no que la muerte de su hermano no lo fuese, por supuesto, pero sabemos que en ambos libros Mella habla ante todo de sí, como lo señala notoriamente la alusión del título del libro de 2016 al hermano mayor, o sea Daniel) parece condicionar la escritura a una sencillez un poco más banal, a un esquema de analepsis y prolepsis en principio (aparentemente al menos) más libre o suelto (por ejemplo, la anécdota que abre el libro no encuentra otro cierre que la hipótesis de lectura “natural” acerca de que los segmentos o episodios del libro son esas “visiones” para Emma, la editora que le sugiere al joven Mella escribir libros “espirituales”), a una construcción sintáctica más sencilla, a un léxico más coloquial (que abunda en “minas”, “me la cogí”, etc), a una escritura, en suma, que se busca un poco más canchera y a la vez bastante más simple, quizá porque, en última instancia, la pretensión de “hacer literatura” queda un poco en segundo plano ante la de contar la propia vida.

Por supuesto que esto no es así o, al menos, queda balanceado o compensado por lo que podemos entender como el sistema de ironías del libro, que parece jugar por momentos a no leerse a sí mismo, a ser de alguna manera ignorante de sí de modo que el lector, como en una especie de novela policial de baja intensidad, se anime a unir los puntos y concluir que hay dos padres en la novela (Levrero y el biológico del autor), que el rechazo visceral a la imagen y algunas opiniones del padre simbólico (del que Mella, por usar la fórmula de Amir Hamed, se ansía bastardo, solo para de alguna manera reencontrarse con su padre y fundirse con él en las últimas páginas del libro, en una continuidad o linaje paterno-patriarcal) no sólo queda revertido por la aceptación cabal de la ley de ese padre (¿qué asunto más literario que el Hijo que se convierte en el Padre, con todo el familismo edípico y el fondo humanista consiguiente?) sino por los alrededores del texto, esa vida de Mella no dicha en/por el libro pero de acceso fácil por entrevistas o testimonios. Así, Mella reacciona contra el Levrero que reduce Noviembre a un libro “pensado” (o “inventado”, por apelar a otra terminología levreriana, opuesta a “imaginado”) y confeccionado de manera consciente —el peor pecado para el credo del autor de La ciudad—, pero después, casi de inmediato, le da la razón, y de manera a veces explícita y a veces tácita deja claro que para él la literatura no puede sino ser aquello que era para Levrero: un juego de honestidades, una indagación de sí, precisamente eso que, claro, busca hacer el libro en tanto ilación de momentos epifánicos, de momentos que encierran una “sabiduría” potencial alcanzada por no importa si el autor o el libro en sí en tanto escritura. 

Por supuesto, siempre podemos dar la vuelta al pacto propuesto por la editorial y leer Visiones para Emma como una novela más, y todas sus tensiones y momentos de autolectura velada como ironías: quizá eso sería lo más saludable, por más que la performance de Mella insista una y otra vez (pensemos en su fotografía para el libro Narrativa Nativapensemos en su contraportada al excelente Mugre rosa de Fernanda Trías) sobre lo descarnado, la desnudez del autor ante la escritura y todo ese lindo repertorio de clichés literarios. Es que, en ese sentido, el libro de Mella es un buen ejemplo de la manera en que el sistema literario produce a los escritores (a las figuras de escritor) tanto como estos producen escritura incorporada a los circuitos de lo literario. El libro de Mella no cuestiona absolutamente ninguno de los puntos “clave” del saber trivial de la literatura en tanto sistema apuntalador del humanismo y la securocracia de lo humano hipesticional: la escritura como expresión de un yo no sólo individual sino (el del escritor) de individualidad hipertrofiada, atormentada (y cualquiera que experimente ese saludable rechazo a la sugerencia de que el dolor tiene algún tipo de significado intrínseco debería apartarse de Visiones para Emma), el proceso del escritor como la búsqueda de una voz propia, una cadencia distintiva, un estilo reconocible que sea signo de esa “alma” o incluso ese “espíritu” que, en Mella (no así en los momentos más sutiles de Levrero) es despojado de toda pretensión trascendental y decae por tanto en el nivel menos intenso de un equivalente a la personalidad, la “individualidad”; a esto se suma la creencia en la literatura como empresa intrínsecamente elevada o noble, en el escritor como un ser “especial” y en la subjetividad como una instancia trascendente al proceso y a la producción; pero hay más: comparece la literatura (a través de las referencias a escritores y a lecturas del propio Mella) como una circulación esencialmente mainstream, hasta canónica, que encuentra en el realismo (autobiográfico/autoficcional) su atractor —y el libro de Mella, de hecho, puede leerse como una suerte de ensayo sobre la literatura uruguaya contemporánea y sus taras y complejos: la del rechazo a la “carrera” literaria, la de la apelación a la brevedad, la de la sospecha ante el escritor prolífico. Todos, es decir, elementos constitutivos de nuestra escena literaria, no sólo presentes ahora sino, en rigor, también en aquellos noventa en los que Mella (y Ricardo Henry y Gabriel Peveroni y Gustavo Escanlar y otros tantos escritores ya olvidados desde la contracultura más subterránea) se construyó o fue construido como una figura contraria a la de la hegemonía. Curiosamente, entonces, Mella no sólo queda asimilado a la nueva hegemonía y a la ideología literaria dominante sino que deja en claro con los undertones críticos de su libro más reciente que no hay mayor diferencia entre la hegemonía de 2020 y la de 1995, más allá del gusto por tal pliegue o género y no tal otro, más allá del aparente recambio de las figuras críticas. 

Esto es particularmente evidente en la afirmación explícita de que el mejor Levrero es el de La novela luminosa El discurso vacío, lo cual debería leerse como la venganza final de Mella contra quien fue su maestro tácito, amado/odiado. Esta afirmación, claro, no es original ni propia de Mella, sino que es ya del sistema literario, que termina por producir (a través de libros horribles como El pacto espiritual de Mario Levrero, de Helena Corbellini) la idea casi indiscutida de que la escritura de Levrero ha de leerse como (al igual que la de Mella) el vector o tendencia a lo autobiográfico y que, por tanto, el desborde imaginativo (ahora sí aceptado como “libertinaje” en el sentido que le dio Ángel Rama en una de sus tantas cegueras o tonterías) sólo puede ser visto como una “preparación” que, a lo sumo, le permitió dislocar desde algún punto de vista un poco raro la realidad cotidiana. Es por esto que Mella sostiene literalmente la importancia de los capítulos finales de La novela luminosa en tanto testimonio, o que El discurso vacío es una suerte de obra maestra involuntaria porque, en el fondo, toda obra maestra debe serlo, ya que aquel escritor que persigue o intenta construir cierta grandeza está profundamente desencaminado y solo se saldrá con la suya (como lo hicieron en principio Proust y Joyce, aunque me imagino que hay quien desconfía incluso de esos dos) dada la presencia de cierto genio —que no puede sino ser algo dado y tan misterioso como esa “inspiración” de la que tanto habla Mella en su libro.

En el fondo acá, hermano, te estoy hablando del Uruguay, por citar a Jaime Roos. Y no es que Mella no insista sobre este asunto con su galería de lugares comunes del rechazo noventero al Uruguay paralizado, melancólico y mediocre, sino que una de esas ironías acaso involuntarias (en el fondo no importa si lo son, o si son voluntarias, ya que el libro en este sentido habla claramente por sí mismo, y no en beneficio de la presunta ironía) de Visiones para Emma es la evidente “uruguayez” literaria (y por tanto general) de su narrador/autor. Por supuesto, a lo que terminamos por tender es a la idea de que trivialidades lugarcomunizadas y reaccionarias como Visiones para Emma contamina la obra anterior de su autor, que ya no sólo envejeció un poco mal por fuera de su (por otro lado evidente) condición de literatura de género en el caso de Derretimiento sino que, como Noviembre (aunque no por las razones por las que su autor parece darle la espalda), termina por volverse más inane de lo que habíamos pensado todo el tiempo. Esto comporta, a la vez, un reflejo crítico del tipo que deberíamos evitar (asumir la linealidad del proceso de un autor y pensar que su siguiente obra simplemente continuará la pauta en lugar de migrar a cualquier otra zona posible), pero es cierto que hay obras que suman a la obra precedente de su autor, otras que no parecen importar en lo más mínimo en esos términos, y otras (como las de Felipe Polleri) que restan. Visiones para Emma quizá no logre restar porque su autor está todavía blindado ante estas operaciones, pero el libro dice tan poco en relación a su contexto, al sistema de la literatura en la que es producida, que es tentador concluir que no dice nada; sin embargo, dice muchas cosas, cosas que son funcionales y hasta serviles a su sistema y que, por tanto, impulsarán la novela hacia circuitos de circulación más y más amplios: eso, en el fondo, es la literatura en tanto sistema, digan lo que digan los Mella (y los Levrero) de este mundo: predicar para los conversos, facilitar las cosas a lo que Bolaño llamó “la canalla sentimental”, apuntalar la idea de que se es alguien, de que hay una “expresión” de un “sujeto” y que, por tanto, todos habremos finalmente de “expresarnos”, sea en un taller literario como los de Levrero/Mella (a los que imagino casi indistinguibles en procedimientos y presupuestos), o en esa parte de la vida que es el goce de lo literario, tal vez democratizado pero no por ello pensado fuera de un aparato de trascendencia que lo distingue de lo comercial, del entretenimiento, de toda esa escritura que Mella y su libro evidentemente rechazan con un asco que en el fondo no es suyo sino del sistema que lo produce y al que sirve de guardián. Más establishment, más mainstream, más hegemonía, salvo por el hecho de que la opción contraria, la performance contracultural, no es menos sistémica. Y sin embargo, cuando se oye hablar del espíritu, de la expresión del yo individual, de la autenticidad, sólo corresponde sacar el revólver metafórico y decir ya está, Daniel, vamos a cortar la bullshit de una vez, antes de que te sepulte del todo.

3. Hay, sin embargo, una serie de páginas maravillosas en Visiones para Emma, entre la 139 y la 142 para ser precisos, que de alguna manera misteriosa justifican —aunque no salvan— el libro. Allí el narrador/autor habla de sus caminatas por la Ciudad de la Costa y la zona del Aeropuerto Viejo, y es fácil acceder a la visión del paisaje ballardiano de los radares, la carretera, la velocidad nocturna de sus autos y el rastro o estela de las luces fijas en el time lapse de la percepción compactada por la cocaína; Daniel camina, hace puerta en distintos boliches (estamos en 2002) y, en una ocasión, se encuentra con un antiguo conocido de sus tiempos de mormón. En una perfecta ocasión de economía novelística (y si pudiéramos leer Visiones para Emma como la novela que en el fondo es, acaso sí podríamos salvarla) este celacanto en la orilla de la noche lo confronta y nos hace entender a los lectores que Mella, en el fondo, nunca dejó de ser un mormón, un gnóstico, un creyente, y que ahí está la clave para todas esas trivialidades que piensa sobre la literatura.

Quizá Mella lo sabe, quizá está todavía más dicho entrelíneas, o quizá yo, al decirlo, esté escribiendo otra ficción, pero también es cierto, para continuar esta línea, que yo mismo frecuentaba esa zona los viernes o los sábados de noche ese mismo año, también en los side effects of the cocaine, por citar al Duque, y que con mi amigo más antiguo y querido recorríamos la zona de los radares en auto para dar vueltas y más vueltas a esta suerte de espiral nocturna y bajarnos eventualmente para entrar a Ku o a La Botavara o simplemente terminar por volver a casa siguiendo el camino más largo posible, el de la rambla deslumbrante como la tumba de un faraón, y podría decir que en alguna de esas noches me topé con un tipo muy alto y muy flaco, al que creí reconocer por aquella foto en no recuerdo ya qué revista junto a Ricardo Henry (a quien conocí en 1995 o 1996 en su librería/disquería Atlantis, donde intentó convencerme de no leer tanta ciencia ficción y sí a Easton Ellis, consejo al que, por suerte, no hice caso alguno) y Gabriel Peveroni, y que le grité alguna pavada, me pidió un cigarro, me puteó, ni siquiera me miró, se me acercó y conversamos (y me dijo el tipo de lugares comunes que le hace decir al “indio sabio” que colocaría 18 años más tarde en las páginas de Visiones para Emma) o quién sabe qué otra cosa por completo falsa, por completo imaginada, por completo inventada, pero lo cierto, Daniel, es que esas páginas, apenas esas páginas, son de una belleza que no tiene parangón en las otras 152, y que te las voy a robar apenas pueda, cuando tenga tiempo de sentarme a escribir otra novela.

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