Tampoco es el fin del mundo, Pedro Peña
El
escritor y la cárcel
En los últimos años Pedro Peña (San José de
Mayo, 1975) se ha convertido en uno de los escritores más atendibles de la
promoción “nueva” o “emergente” (ambos términos insatisfactorios) y, además, en
uno de los más prolíficos (junto a Rodolfo Santullo, quien a su producción
literaria suma un creciente número de novelas gráficas publicadas en Uruguay y
Argentina). Desde el fantasy/ciencia-ficción naïve de Eldor (2005)
hasta la trilogía policial compuesta por Ya
nadie vive en ciertos lugares (2010), No
siempre las carga el diablo y Tampoco
es el fin del mundo (2012) –las tres publicadas por Estuario Editora en el
marco de su colección Cosecha Roja, que, hasta la fecha, incorpora siete
títulos–, pasando por la novela La noche
que no se repite (2010), publicada en Perú por la editorial Altazor, Peña
ha ido marcando los contornos de un proyecto que atiende a la versatilidad y a
la apuesta por narrativas fuertemente basadas en la trama, en las historias a
contar. A la vez, se trata, hasta la fecha, de un corpus narrativo bastante
desigual, con un debut sumamente interesante –Eldor–, una novela especialmente sólida –Tampoco es el fin del mundo– y dos textos quizá fallidos –No siempre las carga el diablo y La noche que no se repite.
Tampoco
es el fin del mundo es, entonces, casi con certeza,
el mejor de los libros de Pedro Peña hasta el momento. Esto es particularmente
notorio si se lo lee en relación a sus antecedentes en la trilogía policial
protagonizada por Agustín Flores, una suerte de alter ego (aceptemos esta denominación como punto de partida, en
otro momento podrá trabajarse más la noción, que es, sin lugar a dudas,
problemática) del autor y narrador/protagonista de estas novelas. En
particular, los defectos más que evidentes de No siempre las carga el diablo –incorporación de una solución
artificial a la deus ex machina,
abundancia de elementos inconexos, torpezas de estilo–, que hacían fácil
pensarla como una novela malterminada por apuros personales o editoriales,
están considerablemente minimizados en esta nueva novela.
Hay varios caminos de entrada a Tampoco es el fin del mundo; la trama
policial, sin duda, no decepcionará a los amantes de este género, que
encontrarán aquí la construcción en general bastante fluida de una narrativa policial
de corte localista y de cierto perfil de “compromiso social”; es cierto,
también, que por momentos parecen notarse ciertas pautas un poco monótonas: el
abuso de chistes del tipo “te puteo en voz baja y cuando me preguntás que te
acabo de decir salgo con cualquier cosa inofensiva”, por ejemplo, y cierta
compulsión a dejarle claro al lector que tantos nombres de calles y modelos de
autos son manejados con soltura, quizá en un intento de crear una mayor
sensación de “realidad” o, más probablemente, como elementos que suman a la
construcción del personaje.
Es decir, Tampoco… no está libre de defectos, algunos de ellos bastante
notorios (en particular, y desde los códigos de verosimilitud del policial, el
desenlace es bastante ingenuo, en tanto el asesino perfecto que presenta el
libro comete un error francamente estúpido), pero, a diferencia de su
predecesora inmediata, se lee como una novela sólida, bien llevada y además
entretenida.
La trama es fácil de esbozar: Agustín
Flores está investigando para un libro que se le ha encomendado sobre la vida
en las cárceles; tras su primera visita al Penal de Libertad (uno de los
aciertos del libro es el horror que no puede dejar de evocar Flores al
describir la situación de los presos, en particular a la hora de referirse a su
sexualidad –y, en una lectura más exhaustiva de estas tres novelas, sería
interesante trabajar la visión del sexo del protagonista) se enreda en un nuevo
caso que comprometerá su vida y la de su hija.
Un nivel de lectura que se aparta de lo estrictamente
policial se desprende de la suerte de hilo que conecta las tres novelas y que
está construido en torno a la relación de Flores –que, si bien es un escritor,
sólo en dos momentos habla de escribir ficción o se dispone a hacerlo, y se
trata de escenas aisladas, como si fueran notas a desarrollar posteriormente– con el mundillo literario. En Ya nadie vive en ciertos lugares, la
primera de las novelas, aparecía Florencia P., una escritora y periodista
cultural presentada –es, recordemos, la mirada de Flores– como bastante frívola
y snob, que el narrador desea y desprecia a la vez, de un modo bastante
adolescente y torpe. En No siempre las
carga el diablo este mismo rol era reclamado, extrañamente, por otro
personaje femenino, Dayana Fernández, una suerte de versión todavía más
caricaturizada de Florencia P. (cuyas intervenciones dejan lugar a una de las
mayores chapucerías a nivel diálogo de la novela) y cuya participación en la
trama se volvía por completo superflua y hasta irritante (podría pensarse que
en Ya nadie… ciertas pautas de
establecimiento de la personalidad de Flores eran presentadas a través de su
interacción con Florencia; en No siempre…,
sin embargo, con el personaje más establecido, la relación de Flores con Dayana
no sólo no aporta sino que da ganas de saltear esos pasajes). Para Tampoco es el fin del mundo regresa
Florencia, y le permite a Flores medirse –por decirlo de alguna manera– con
Sebastián Torres Torres, un escritor –se sobreentiende que más o menos de la
misma edad que Flores–, que frecuenta La Ronda (una “pajería de enroscados que
se aplauden entre ellos… poetas putos…”, p.97) y escribe “huevadas ucrónicas”
(p.129). La postura de Flores es, por supuesto, escéptica en relación al
“mundillo”, y se lee entrelíneas su rechazo a lo que considera frivolidades y
chusmerío. Es interesante que se nombre a La Ronda: en general, Tampoco es el fin del mundo es
notoriamente más “jugada” a la hora de aportar referencias a la “realidad”
contemporánea uruguaya. Por ahí son nombrados Aureliano Folle y Pedro
Bordaberry, por dar sólo dos ejemplos, mientras que en las primeras dos novelas
la pauta dominante tenía más que ver con sugerir o esquivar la oportunidad de
dar nombres quizá comprometedores.
Es cierto que, desde un punto de vista
estrictamente narrativo, nada “pasa” en relación a esta interacción de Flores
con personajes del mundo literario; en Tampoco
es el fin del mundo, de todas formas, la inclusión de estos pasajes no se
siente forzada ni inútil, quizá porque una de las mejores escenas del libro –el
diálogo o entrevista, en La Pasiva, con un guardia carcelero lector del Selecciones– sirve de confluencia entre la línea “Flores y
los literatos” y la trama principal, mostrando al protagonista visiblemente
ofuscado por su diálogo con Florencia P., lo cual incide en su relacionamiento
con el hombre que habrá de entrevistar.
La figura de Flores puede pensarse,
entonces, como el principal interés de esta trilogía de Pedro Peña. Para
empezar, no abundan los personajes recurrentes en la nueva narrativa uruguaya,
y sin duda llama la atención el hecho de que en menos de tres años un escritor
haya aportado tres novelas que retoman al mismo personaje; este gesto de Peña
puede leerse, por supuesto, de varias maneras: se lo puede presentar, por ejemplo,
como una manera de sumirse en el género narrativo en cuestión (es decir, es
harto común que la narrativa policial apele a personajes recurrentes,
detectives, periodistas, abogados, etc), y a partir de ahí considerar el lugar
de los géneros en la narrativa de Peña (recordemos Eldor y su acercamiento a la ciencia ficción y el fantasy) y, de
paso, en la nueva narrativa nacional. También podemos abordar la cuestión desde
una mirada más cercana al mercado editorial y pensar en la vida de las
colecciones temáticas o de género –de hecho Cosecha Roja es, que yo sepa, la
única, y no en vano está dedicada al policial, de alguna manera el género por
excelencia (al menos a la hora de ponerse a considerar los géneros; al menos
desde que es o parece ser el más fácilmente caracterizable)– y sus relaciones
(y sus demandas) para con los escritores.
Publicada en La Diaria el miércoles 14 de noviembre de 2012
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