Los geranios, Ana Solari



El final de un mundo
 


Alicia Torres, en la contraportada de Los geranios, el último libro de Ana Solari, sostiene que “después de la contundencia de El señor Fischer (…) todo podía parecer banal. Tal vez por eso, en Los geranios, [Solari] decidió indagar un realismo sucio que recuerda al de su primer libro”. Este reseñista admite no haber leído El señor Fischer, por lo que estas líneas no intentarán concordar ni disentir con Alicia Torres; sin embargo, sí es interesante el término “banal”, que resuena bastante bien con una lectura posible, una lectura primera de Los geranios, libro, si se quiere, bastante banal
 
¿En qué sentido? Bueno, la anécdota es simple, casi diríamos inane, y los personajes son como mínimo esquemáticos, caricaturescos o, mejor, lugares comunes. La protagonista es una mujer miserable y poco inteligente que es descrita como una “rebelde” (también en la contraportada de Alicia Torres) pero cuya rebeldía es más bien tonta, su madre está senil y su hermana es vista como una especie de idiota sin remedio; su padre la abandonó años atrás y su novio (aunque este término no parece realmente adecuado) es un personaje irrisorio y ridículo. En resumen, su mundo, en general, no sale de una mediocridad amarga y mezquina, hasta el punto que las historias que van apareciendo no llegan a ofrecer nada más que vueltas sobre esa presunta “rebeldía” y, salvo en algunos momentos (cuando logran hacer reír), no llegan a interesar. Sin duda, para buscar algo que valga la pena en el libro habrá que indagar por otra parte.
 
Y quizá no sea tan difícil. 
 
Hay al menos dos asuntos que reclaman más atención y que hacen que valga la pena al menos reflexionar sobre lo leído. Está, primero, la escritura en sí, que construye un habla parecida al llamado “español neutro” y que se acerca, en realidad, a la variante peninsular del castellano, con términos como “falda”, “grifo”, “camisilla”, “mentirijilla” y “nevera”, hasta el punto que por momentos se tiene la sensación de estar leyendo una traducción. 
 
No se trata, claro está, de que Solari deba escribir en una variante rioplatense o incluso montevideana del castellano; puede hacerlo en chileno, peruano, mexicano o la mezcla que se le ocurra de todas estas variedades: el problema en este libro –o lo que llama la atención en tanto artificio visible– es que los diálogos en clave de “tú” y la voz del narrador dan paso a una serie de expresiones completamente manidas y hasta desconcertantes, entre ellas “¿pero es que acaso se ha vuelto loco de remate”?, “acaso crees que no sé lo que pretendes” y “junto al arroyo, ya sabes, el que queda a la salida del pueblo” (las itálicas son mías).
Una lectura en clave de pastiche o parodia del lenguaje de las películas dobladas al “español de Latinoamérica” o al de los culebrones podría ser interesante, pero es difícil sortear la sensación de que esos diálogos ante todo inverosímiles entorpecen la lectura en un libro que, de por sí, está a punto a cada página de convertirse en un mal trago. Para colmo también salen a nuestro encuentro tonterías lisas y llanas, como cuando el narrador habla de “partículas que a la vez son luz y ondas” o de un “primate desplumado”, cuando invoca a una tal “Lola” que jamás fue nombrada con anterioridad (se me puede señalar que es una simple errata, pero en un libro tan breve como este esas distracciones parecen pesar el triple), cuando hace en un párrafo el chiste un poco dudoso de hablar de las funciones  del lenguaje y mencionar a un personaje llamado Jakob, cuando repite fórmulas como “puro y duro” como si no hubiera otras alternativas más expresivas e interesantes para lo que se quiere decir. 
 
Pero sostengamos que se trata de una focalización del narrador en su personaje principal, en una forma, entonces, de discurso indirecto libre.
 
Pero sostengamos, también, que Solari incorporó estos artificios como parte orgánica de su proyecto; no es una hipótesis aventurada (tampoco, claro está, la anterior): en el cuento “Nomenclator – una novela en folletín” (incluido en Aventurero, la tercera entrega de los Cuadernos de ficción de la editorial Estuario), por ejemplo, hace algo muy parecido y, por tanto, quizá se trate de una determinación digamos estética, una postura ante lo que bien podríamos llamar la política de la lengua. Después de todo Solari llamó la atención en la década de 1990 como escritora de ciencia ficción, y allí el español localista acaso no habría funcionado bien para ciertos oídos. 
 
Pensar en ese oído, en esos oídos, precisamente, es lo que resulta de especial interés y encuentra en Los geranios un campo rico para la reflexión. La novela transcurre en un lugar indeterminado (se podría imaginar un pueblo del interior de nuestro país) y en un presente bastante vago (se habla de “calentamiento global”, lo cual podría pensarse que lo acerca a las últimas dos décadas, pero no hay mayor apelación a elementos distintivos de nuestros tiempos, tecnológicos por ejemplo, ni tampoco de la cultura popular o cualquier dato, en suma, “histórico”), por lo que no es fácil establecer códigos de verosimilitud lingüística. Quedará, entonces, como una cuestión de oído.
 
Y hablando de oído, así como para algunos lectores lo de Solari no tiene por qué sonar “mal”, tampoco la historia que narra resultará tan trivial para otros: eso está claro. 
 
También lo está que hay más en Los geranios que un caso interesante en relación a las variantes del castellano que aparecen en la nueva narrativa uruguaya. El penúltimo capítulo sin lugar a dudas es lo mejor del libro y una verdadera invitación a releerlo, a repensarlo desde la súbita expansión del sentido que plantea. En sus páginas cambia, de alguna manera, nuestra visión del mundo de la protagonista: se acomoda en un espacio más amplio y, a la vez, se oscurece. Si toda la nouvelle, entonces, es repensada desde ese capítulo, lo que tenemos es una construcción casi philipdickiana (en la línea de la novela Ojo en el cielo) del mundo personal –en tanto conjunto de personajes y una serie de paisajes y espacios: el idios kosmos, como señaló en su momento el argentino Pablo Capanna en relación a la obra de Dick– de la protagonista. En el penúltimo episodio las barreras de ese mundo ceden y la visión se amplía: la vemos –y vemos todo lo narrado– desde una perspectiva nueva y renovadora.
 
El final posiblemente no esté a la altura del capítulo que lo precede, pero ya para ese momento la impresión general del libro ha mejorado. No será lo mejor de Ana Solari –podemos hacerle caso a Alicia Torres y pensar que sí lo es El señor Fischer– pero, pese a sus defectos (o a lo que para ciertos oídos puede sonar a defectos), y gracias en parte a su brevedad y, sin duda, a su penúltimo capítulo, termina valiendo la pena.

 Publicada en La Diaria el 26 de agosto de 2014

Comentarios

Entradas populares de este blog

Finnegans Wake, James Joyce (traducción de Marcelo Zabaloy)

César Aira, El marmol

Los fantasmas de mi vida, Mark Fisher