Los trabajos del amor, Damián González Bertolino
Tiempos violentos
Al leer las primeras páginas de Los trabajos del amor, la más reciente
novela de Damián González Bertolino y decimosexta entrega de la colección de novela
negra y policial Cosecha Roja, es fácil sentir que se está ante la versión
uruguaya –fernandina, más precisamente– de una arquetípica película de Quentin
Tarantino. Los protagonistas, “dos pobres rateros resucitados” según señala la
contraportada, se aprestan a recibir las
instrucciones de su empleador, un mafioso local apodado “el Cara con Semen”;
están sucios, cansados y mal vestidos, un poco como los Jules Winfield y
Vincent Vega de Pulp Fiction, y –como
ellos– se entretienen conversando sobre cualquier bobada. Pueden ser los
nombres de las hamburguesas en París, como en la mencionada película, o, ya que
estamos en Uruguay, el patológico olor a sobaco de una tía y la narración que
prolifera desde esa premisa.
Quizá “proliferación” sea un término adecuado
para esta novela, donde las historias van ramificándose y enriqueciéndose como
si se armara una red de relatos en torno a un puñado de nodos marcados por
personajes, a la vez sin que este procedimiento o artificio ocupe el primer
plano o acapare la atención del lector, como
pasa en novelas marcadas por el trabajo sobre relatos que generan más relatos: Dodecameron, de Carlos Rehermann, para
proponer un ejemplo local, o Hyperion, de
Dan Simmons, por mencionar una novela que pertenece a un género diferente al
negro o policial.
En realidad Los trabajos del amor es vertiginosamente lineal o, al menos, lo es
a gran escala. El relato comienza a eso de las siete de la tarde y termina
pasado el mediodía del día siguiente, con una suerte de breve coda que regresa
al primer capítulo o, mejor, le sirve de precuela. Además, la acción acontece
en torno a la ciudad de Maldonado y a Punta del Este, como si González
Bertolino se hubiese propuesto cumplir con el mandato aristotélico y neoclásico
de unidad de tiempo y unidad de lugar.
Es cierto, por otro lado, que en rigor la
unidad de tiempo está complicada o modulada por las historias que van
ramificándose, ya que estas funcionan casi siempre como flashbacks (o analepsis en
una terminología más “literaria”) y flashsideways
que conducen el relato por caminos divergentes a la historia principal. La
primera mitad del libro, de hecho, queda marcada por un ritmo de novela por
entregas, con evidentes cliffhangers
(es decir situaciones que dejan al personaje en un dilema que demanda
resolución, figuradamente “al borde del precipicio”), juegos con las
expectativas y recursos anticlimáticos. Pero lo más llamativo es que todos
estos artificios están manejados con habilidad y siempre para ganancia de la
novela. En este sentido, Los trabajos del
amor es un avance más que evidente desde anteriores nouvelles o cuentos largos del autor, como ser “El increíble
Springer” y “Threesomes”, publicadas en 2009, y novelas como El fondo, de 2013. Es cierto que Los trabajos… –según aclara el autor en
una nota al comienzo del libro– vio su primera encarnación ya en 2006, en las
páginas de la revista La letra breve,
pero cabe pensar que esta publicación casi diez años posterior lleva aparejada
una cierta revisión o reescritura que señala nuevos caminos para la narrativa
de González Bertolino.
Es decir: ciertos recursos que aparecían en
los textos mencionados también hacen aparición en esta novela, solo que
trabajados con mayor sutileza y eficacia. Si en “El increíble Springer” los
hechos extraños narrados desde la perspectiva de un niño lograban construir un
tema de tensión entre lo que podríamos llamar un naturalismo costumbrista o
realismo y una literatura más cercana a lo fantástico o incluso la fantasía, en
Los trabajos del amor los episodios o
relatos más llamativos o “anómalos” funcionan ante todo como un extrañamiento
del punto de vista nunca resuelto en eventos que rompan lo que cabría llamar la
hegemonía de lo real, cuando no incursiones en un territorio onírico o
alucinatorio, como en el caso de la experiencia al borde de la muerte de uno de
los protagonistas en el capítulo X (pp.143-148) o el descenso al infierno del
capítulo XIV, precedido incluso por una referencia al Inferno del poema de Dante (“–Por mí llegaste hasta esta ciudad llena
de dolor, negro boludo”, p.237). En este sentido, uno de los puntos más altos
de la novela está sin duda en el increíble pasaje en que los protagonistas son
amenazados misteriosamente desde lo alto de un árbol, en el capítulo VIII
(pp.108-113).
Le Big Mac
A estos recursos “literarios” cabe añadir
guiños metatextuales (“Qué mierda tendrá que ver”, p.202), detalles que aportan
a la construcción mítica –al nivel de eras ya perdidas– de un mundo (“…en esa
época no había alarmas, como ahora. Podías robar tranquilamente (…) era una
vida linda, pero eso ya se terminó para siempre”, p.183), y las referencias a
la literatura del barroco español detectadas y comentadas por Fabián Muniz,
temprano reseñista del libro, en el imprescindible blog Club de catadores. Pero estos artificios –o, mejor, este nivel
organizativo de los recursos, englobados bajo el concepto de intertextualidad o
de relación con diversas tradiciones literarias– no agotan las lecturas
posibles de la novela, que establece además un diálogo de especial interés con
el cine, no solo a partir del clima tarantinesco señalado en relación a los
primeros episodios sino también por marcas al nivel de lo diegético. Muchos
personajes, de hecho, insisten en referirse a una relación entre la “vida real”
y el “cine”, generalmente para descalificar a otros personajes que “ven tres
películas seguidas un sábado a la tarde y ya se creen malos” (p.47), planifican
escenas en su mente “acicateada por horas y horas de películas tantos viernes y
sábados y domingos por la noche”, p.167) o reclaman a sus compañeros “aflojale
a las películas y a la muñeca, haceme el favor” (p.221), como si operara un
deseo de importar categorías de la ficción al mundo “real” –deseo propio,
digamos, de Don Quijote o de Madame Bovary, lectores que funden vida y lectura.
Esto, por supuesto, también puede ser leído desde el acercamiento de la novela
de González Bertolino al barroco español (de hecho uno de los acápites
pertenece al Buscón de Quevedo) pero,
en tanto trasciende el encorsetamiento de la referencia canónica y prestigiosa
y se acerca al arte del siglo XX y la cultura popular, quizá sea más
interesante –o más fértil– leerlo también
desde esa relación con los géneros y con el cine, en particular el cine de
acción (y está claro que la referencia a Tarantino también pasa por apropiarse
de clichés de géneros cinematográficos y narrativos para retrabajarlos).
En última instancia, podría señalarse que Los trabajos del amor se instala cómodamente
en el molde policial o negro de la colección en que fue publicada, en tanto
ofrece la historia de un par de delincuentes de profesión, sus relaciones con
el mundo del crimen (más o menos) organizado
y con la policía, retratada acá de manera cruda y desencantada, todos
estos, por supuesto, elementos clásicos de la tradición o tradiciones de la
novela negra.
Leída entonces como policial negro y, por
tanto, en relación al resto de la colección Cosecha Roja, Los trabajos del amor está entre los tres o cuatro mejores libros
allí publicados, junto a Matufia, de
Rodolfo Santullo, A veces tarda, casi
nunca llega, de Pedro Peña, y Trampa
para ángeles de barro, de Renzo Rossello, a la vez que, atendiendo
estrictamente a la escritura en sí y a cierto abanico de recursos movilizados, resulta más rica
e interesante que las mencionadas y se convierte, sin dudas, en firme candidato
a uno de los mejores libros del año.
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