Humo y espejos, Neil Gaiman
Acaso sea gracias a la exitosa serie de TV
basada en su novela American Gods, o
quizá a que por fin se abrió camino fuera del recinto de la fantasía, la
ciencia ficción y el terror la certeza sobre la gran estatura de Neil Gaiman
como narrador –cosa sabida desde Sandman en
adelante, por otra parte–, que empieza a ser accesible en castellano la mayor
parte de la narrativa breve del autor de Coraline
y El océano al final del camino. Salamandra
publicó el año pasado Trigger warning (originalmente
de 2015 y traducido como Material
sensible) y Roca Editorial se había encargado en 2008 de Fragile things (originalmente de 2006 y
traducido como Objetos frágiles), de
modo que ahora, con Humo y espejos (Smoke and mirrors, de 1998), los tres
libros de relatos más importantes de Gaiman quedan traducidos completos al
castellano.
En cierto modo este último parece a primera
vista más disfrutable que el otro publicado por Salamandra; es cierto que ambos
repiten los mismos defectos y que por tanto con Humo y espejos cabe hacer lo mismo que con Material sensible, o sea saltearse los poemas y no hacer caso al
Gaiman prologuista, que es tan caradura como para citar su propio diario a modo
de acápite. Esa autocita, por cierto, no sería en el fondo un problema de no
ser por la tremenda banalidad de lo dicho, “escribir es volar en sueños”
(p.15), que nos recuerda esa faceta tan
berreta del Gaiman autopromocionador, ese capaz de hilvanar cliché tras cliché
sobre la necesidad humana de contar historias y de la costumbre ancestral (por
llamarla de alguna manera) de reunirnos alrededor del fuego y bla bla bla. No
digo que no sea a su manera encantador –sin duda que Gaiman es, o logra parecer
muy bien, un tipo simpático que cuida a sus fans– pero quienes vieron el
documental Dream dangerously (fue
proyectado en la última edición de Montevideo Comics, pero también se lo pudo
encontrar en Vimeo) seguramente estarán de acuerdo en que después de escucharlo
hablar sobre su carrera y sacar de la manga una tras otra las más pintorescas y
–por acumulación– inverosímiles explicaciones sobre las circunstancias en que
escribió sus obras maestras, o de hacer filosofía barata sobre la “costumbre
ancestral” de la que hablaba más arriba, lo mejor que se puede decirle es
“cállate y escribí tus cuentos”.
Porque qué duda puede caber del talento de
Gaiman para contar cualquier cosa como si a cada paso de sus personajes la
magia centelleara en el aire. Quizá, en ese sentido, Humo y espejos sea entonces, como decía más arriba, efectivamente superior
a Material sensible, al menos porque
contiene tres o cuatro relatos que merecen la calificación de obras maestras de
la fantasía contemporánea o, digámoslo pronto, de la narrativa breve más reciente.
Así, el libro (y sus momentos más irritantes, que nos apresuramos a perdonar o
a pasar por alto) queda plenamente justificado por los cuentos “Caballería” –en
el que una viejita inglesa compra el Santo Grial en una tienda de
antigüedades–, “El estanque de los peces de colores y otros cuentos” –que, bajo
el disfraz de la peripecia de un escritor inglés en Hollywood, cuenta dos o
tres historias más interesantes y misteriosas– y “Podemos proporcionárselo al
por mayor” –que además de jugar con aquel clásico título de Philip K. Dick
ofrece un relato página a página cada vez más ominoso sobre lo barato que puede
ser contratar asesinos.
Hay también –en una más que disfrutable
segunda fila del libro, después de los tres impresionantes relatos ya
mencionados– dos cuentos incorporados (de distintas maneras) a los mitos de
Cthulhu: en “Shoggoth’s Old Peculiar” se ensaya el procedimiento (que también
usaría más tarde Alan Moore) de proponer a Lovecraft como el cronista de una
realidad no del todo oculta, presentada acá de manera más desenfadada que
siniestra, y en “Es sólo el fin del mundo otra vez” de manera más fiel –por
decirlo de alguna manera– al ímpetu lovecraftiano (y, de paso, homenajeando a
Roger Zelazny, otro gran maestro de la fantasía contemporánea), aunque Gaiman
narra siempre con un tono ligero y gracioso, que vuelve más efectivos los elementos
más oscuros de sus tramas.
Valen la pena especialmente también “Una
vida, decorada con Moorcock temprano”, que sigue a un joven lector del autor
aludido en el título (de hecho, este cuento fue incluido en una antología de
homenaje a Moorcock), y “Cuando fuimos a ver el fin del mundo, por Dawnie
Morningside, de once años y cuarto de edad”, en el que una niña cuenta
precisamente un viaje familiar al fin del mundo; además, es imprescindible leer
“Misterios de un asesinato”, una suerte de ficción policial protagonizada por
un ángel detective, y “Nieve, cristal, manzanas”, que reescribe Blancanieves desde el punto de vista de
la reina e invierte el esquema del cuento para presentar a la princesa como una
fuerza maligna. La clave de esta última reescritura, en cualquier caso, es
menos un pliegue de corte feminista –como lo que cabe distinguir en el
excelente La cámara sangrienta, de
Angela Carter– que un replanteo de las reglas de la fantasía –como en Red as blood, de Tanith Lee, que también
coloca a la reina de Blancanieves en
un lugar diferente al de la versión tradicional del cuento.
Hay que leer a Gaiman. De eso no cabe duda.
Nadie parece comprender tan bien la fantasía como él en estas primeras décadas
del siglo XXI, y nadie parece ser capaz de escribirla mejor; así que, una vez
más, cállate, Neil, y escribí.
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