2666, Roberto Bolaño


2666 y el weird bolañiano.

Si la pluralidad de voces, la exploración geográfica, el enorme reparto y la variedad temática y de recursos expresivos hacen de Los detectives salvajes una firme candidata a la categoría (señalada entre otros por Rodrigo Fresán) de novela total, seguramente Bolaño clavó su flecha todavía más cerca del centro con 2666. De hecho, su condición de inconclusa (o, mejor, de no-del-todo-terminada) parece sumar, paradójicamente, a esa aura de novela inmensa y definitiva en la que se tocan cielo y tierra: después de todo, tantos de los grandes proyectos totalizadores de la alta modernidad literaria (En busca del tiempo perdido, El hombre sin atributos, el Livre que quería escribir Mallarmé) no fueron completados por sus autores. Y todavía más: el fracaso (la imposibilidad de existir en tanto la cosa planeada, completa) parece parte esencial de lo que significan esos libros: después de la modernidad y su crisis (si es que alguna vez fuimos modernos, por otro lado) hemos entendido que las totalidades son imposibles, del mismo modo que la Relatividad General de Einstein acabó con la noción de un posible punto privilegiado para observar el universo o la Mecánica Cuántica desterró la posibilidad de ciertas certezas para instaurar una realidad mutante, extraña, weird, compleja y al borde del caos. En otras palabras, ¿cómo acometer la escritura de libros totales entre las ruinas de la modernidad, entre la bomba atómica, el Holocausto, la explosión del Challenger y Chernobyl? Quizá asumiendo el fracaso como parte esencial de la propuesta, quizá colocando la extrañeza y lo inefable en la esencia de la obra. En ese sentido, 2666 abre caminos como pocas novelas lo han hecho desde la década de los 90, cuando La broma infinita pareció cancelar la posibilidad de esas novelas más-grandes-que-la-vida.

En 2666 se reúnen casi todos los rasgos de lo que ha sido dado en llamar la novela maximalista: el intento de dar cuenta exhaustivamente de ciertos saberes (como la ingeniería aeronáutica en El arcoíris de gravedad o la vida y entorno de los leñadores en la obra maestra de Mike Wilson, la reciente Leñador), la multiplicación desenfrenada de historias a través de paréntesis y digresiones, y la imaginación paranoica. Y quizá sea en esto último donde encontramos lo más fascinante del gran libro póstumo de Roberto Bolaño: en lo profundo de esas noches de Santa Teresa que parecen sacadas de los momentos más inquietantes del cine de David Lynch, en particular Mulholland Drive e Inland Empire. El horror que se abre camino a lo largo de “La parte de Fate”, por ejemplo, o la locura que se cierne sobre Amalfitano, la violencia extrema de la que son testigos (y a veces participantes) los críticos de la primera parte, y las líneas de fuerza que sigue Arcimboldi a lo largo del siglo XX, que parece culminar precisamente en Santa Teresa, su playa terminal.

A partir del weird sugerido por esos pasajes, en los que Santa Teresa se desliza lentamente hacia una pesadilla dominada por un mal acaso más antiguo que la humanidad, la literatura latinoamericana parece haber encontrado un camino de exploración, que pasa por el freak power chileno, lo mejor de Samanta Schweblin y, más recientemente, los inquietantes y hermosísimos cuentos de Liliana Colanzi. La totalidad de 2666, entonces, está rota o renguea de una pierna, pero el tejido aberrante que prolifera en sus cortes y cicatrices apunta a lo extraño, a lo inquietante: quizá a través de esas pequeñas ventanas al horror percibimos una nueva forma de totalidad. El mundo podrá ser en el fondo irreductible a un saber y por completo incomprensible, pero libros como 2666 nos dicen algo más: que lo que hay ahí afuera, sea lo que sea, es ante todo, y por sobre todas las cosas, weird.

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