Los errantes, Olga Tokarczuk


Música para aeropuertos



En su texto dedicado a la reciente concesión del Nobel de literatura de 2018 y 2019 a Olga Tokarczuk (Suléchow, Polonia, 1962) y al austríaco Peter Handke (Griffen, Austria, 1942), respectivamente, el escritor y crítico cultural español Jorge Carrión señaló que la academia sueca, al premiar a dos centroeuropeos, “ha sido incapaz de escapar tanto de la paridad políticamente correcta como, sobre todo, de su burbuja eurocéntrica".

Es cierto, sin embargo, que premiar a una escritora que aún no ha cumplido 60 años al menos sí parece proponer una suerte de apuesta por el relevo generacional (y esto, a la vez, es tan cierto como que el galardón otorgado a un Handke a punto de cumplir 80 “compensa” el gesto anterior) o un moderado intento de renovar el canon. Y aunque cabe pensar que el Nobel ha perdido la relativa credibilidad que habrá tenido –digamos que sí– alguna vez, convertido en los últimos años a una ocasión para hacer poco más que bromear a costa de Haruki Murakami, no es deleznable su papel a la hora de difundir escritores cuya obra apenas ha sido publicada por fuera de su lengua original.
Olga Tokarczuk (que se formó como psicóloga) publicó su primera novela en 1993. Titulada (si confiamos en la traducción no oficial que circula por la red) El viaje de los hombres del Libro, no ha sido llevada todavía al castellano, como tampoco E.E., de 1995, o Casa diurna, casa nocturna, de 1998, o Concierto de varios tambores, de 2001. En un lugar llamado antaño, sin embargo, publicada originalmente en 1996, sí ha tenido su versión en castellano, publicada por Lumen en 2001, del mismo modo que Sobre los huesos de los muertos, de 2016, publicada por Océano.
Pero quizá el libro más importante de Tokarczuk (al menos en el sentido de ser aquel que la proyectó con más fuerza en circuitos internacionales) sea Bieguni, de 2007, que fuera llevada al inglés como Flights, en una traducción que mereció el prestigioso premio Man Booker internacional de 2018, y al español como Los errantes, publicada hace cuestión de semanas por Anagrama.


El coloquio de los pájaros
Los errantes comienza con una imagen de infancia; la narradora recupera la imagen de su casa a oscuras: un momento de quietud, entre juguetes, que parece configurar tanto el extremo de una vida como el comienzo de un viaje.

Del otro lado del libro (y muchos viajes después) la narradora contempla las rutinas de las azafatas en un vuelo que la llevará a su tierra natal después de un largo viaje, para pensar de inmediato que todo retorno comporta, de alguna manera, la idea de la resurrección. Entre esos dos confines, entonces, se despliega la novela (una novela poblada por mapas, como el recuperado por la portada de la edición de Anagrama: mapas de New York, de Nueva Zembla, de San Petersburgo), que pronto hablará de las vidas en movimiento, de la circulación permanente, de salir a buscar en el afuera y de retornar al punto de partida para, como escribiera Eliot en Cuatro Cuartetos, descubrirlo como si fuera la primera vez. Y hablará también (para escapar, felizmente, de esa simplista etiqueta de “literatura del yo”) de la esclavitud, de la taxidermia, del origen del universo, de personas que desaparecen, de personas que las buscan: una novela sobre peregrinos y también (como en “El acercamiento a Almotásim”, de Borges) sobre peregrinos que buscan a otros peregrinos.

Ensamblada en base a capítulos breves, algunos de ellos verdaderos cuentos, otros viñetas, impresiones, ideas o notas desglosadas de un diario de viaje, Los Errantes ofrece pronto una posibilidad de lectura que empareja su pauta estructural con un tema que conecta los fragmentos. Aparece así la noción de los “gabinetes de curiosidades” (p.22) o Wunderkammer (p. 37): colecciones variopintas de maravillas o anomalías que tanto esbozan un orden del mundo (una taxonomía, genealogía, filogenia) como exhiben los monstruos que irrumpen en éste a manera de excepción violenta. La novela, es decir, parece convertirse de pronto ella misma en una de estas colecciones, atravesada también por una meditación sobre el orden y el caos. En última instancia, mucho de estos gabinetes de curiosidades tenía que ver con la preservación y el rescate, de modo que la novela insiste, fragmento tras fragmento, en la tensión entre lo caduco o efímero y lo permanente o eterno, ya que abundan los relatos de estrategias de preservación, desde la memoria colectiva impresa en libros hasta esas soluciones de formol y otras sustancias con las que se llenan frascos o cubetas que contendrán corazones anormalmente grandes (como el de Chopin, cuya historia relata una de las secciones más bellas del libro) o fetos bicéfalos. La entropía, entendida como metáfora del deterioro irremediable o la disolución en lo informe y el olvido, aparece como el trasfondo brutal contra el que estos gabinetes de curiosidades intentan jugar su carta de preservación, del mismo modo que su precario orden de bestiario o enciclopedia china (como aquella borgesiana citada por Foucault al comienzo de Las palabras y las cosas) es entendido como un intento –tan ridículo y risible como heroico– de perfilar formas en la niebla del caos.


Mapas y territorios
En última instancia la figura detrás de estas tensiones es la del humanismo, con su concepción de la condición humana anclada a la finitud, y si bien el libro de Tokarczuk juega en última instancia del lado de ese humanismo (incorporando esa pauta productora de lo humano que hace a la literatura canónica y que excluye a los viejos inhumanistas como H.P. Lovecraft, el Houellebecq pre-Serotonina o J.G. Ballard, quienes se las han arreglado para persistir en un medio, la literatura, que les es esencialmente ajeno, como señala el propio Houellebecq en su imprescindible ensayo sobre Lovecraft), hay aquí y allá pasajes especialmente fascinantes de un eerie (definido como la inquietud que produce una presencia donde debería haber ausencia o una ausencia donde esperamos presencia) hauntológico, en el sentido que da Mark Fisher al término en su libro The Weird and the Eerie, que ha sido (mal)traducido como Lo raro y lo espeluznante. Aquí (y en esas secciones del libro de Tokarczuk donde se habla de aeropuertos y zonas de pasaje, de islas desoladas y mapas caducos, de circuitos y desiertos) lo humano aparece más bien como una fantasmagoría, del mismo modo que esas huellas de futuros que no fueron (el brutalismo futurista del bloque soviético, las centrales nucleares abandonadas en Cuba, las viejas computadoras de los años ochenta) siguen encantándonos desde la hauntología fisheriana. Esto equivale a decir que el libro de Tokarczuk es hábilmente complejo, y que sus pliegues son más que los que parece fácil contar a primera vista.

Siguiendo algunas de las ideas de Agustín Fernández Mallo en Teoría general de la basura y leyendo Los errantes desde la noción de “realismo complejo” del español, es interesante pensar que la condición de novela del libro de Tokarczuk funciona a modo de fantasma o espejismo, como si se tratara esta (del mismo modo que la consciencia emerge del comportamiento de las neuronas) de un epifenómeno del acto de narrar y yuxtaponer miniaturas o viñetas a modos de ladrillos de Lego; en esta economía de fragmentos (que, por supuesto, no es estrictamente “nueva”) son repensadas además “reglas” más clásicas o convencionales del oficio de narrar, y encontramos así historias de mayor aliento divididas en dos o tres partes dispersas a lo largo del libro, intercaladas por piezas mucho más breves para generar una pauta, un ritmo o una música (para aeropuertos), una sensación de retorno a lo familiar que termina por “cerrar” o “contornear” el libro, desplazándolo desde la “mera” colección de fragmentos narrativos o impresionistas hacia el lugar de un relato de mayor calado o escala.  Lo más interesante, en última instancia, es que ese gesto retroalimenta la sustancia del libro, ya que esa economía de fragmentos y epifenómenos nos devuelve a la noción de un orden emergente en un caos fundamental, como si Tokarzcuk reflexionase a lo largo de su libro (un poco a la manera de un Neil Gaiman menos explícito y más sutil) sobre cómo y por qué nos contamos historias para dotar de sentido a un universo tan carente de significado como indiferente a lo humano; en ese sentido, Los errantes, si bien canta aquí y allá el estribillo pegadizo del humanismo oldie but goldie, también nos recuerda que la visión antropocéntrica no es más que un cuento de hadas para tranquilizar a los niños durante las noches de tormenta. Pero si lo humano ha sido descentrado, parece decir Tokarzcuk, es tan válida la opción de un Lovecraft o un Ballard (mirar al abismo inhumano, el vast abrupt de Milton) como la contraria, aquella que desde ese abismo mira hacia adentro, hacia las vidas breves de los humanos insignificantes que desde lejos (desde un avión que despega, por ejemplo) parecen moscas.

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