El monstruo en el fondo de todas las cosas
Un punto de partida sencillo: el monstruo
como aquella entidad que vulnera (o destruye) la integridad del sujeto humano.
Y de inmediato precisamos: ¿por qué se da esa vulneración? ¿Es que el monstruo busca algo? ¿Qué pretende de nosotros? ¿Qué planes son los suyos y
por qué? ¿Acaso los tiene? ¿Acaso piensa?
La narrativa de horror puede ordenarse, como sugirió Nick Land[1],
a partir de estas preguntas. En el extremo derecho del espectro podemos pensar
la entidad concreta y comprensible, el monstruo definido, único y singular,
dado desde una historia de sí, de su móvil, de sus intenciones: o todavía más,
el «monstruo humanizado», del que se nos ofrece no sólo una agencia, una
voluntad, un propósito o incluso un plan reductible a los términos de lo
humano, sino también el vínculo de la empatía: sympathy for the devil. Así, en la Dracula de Francis Ford Coppola, entendemos que al monstruo lo han
movido siempre el amor, la pérdida y la soledad, elementos de la finitud y
constituyentes por tanto, de acuerdo al esquema humanista más básico, de lo
humano. Las ficciones de monstruos humanizados hacen circular la empatía: nos
mueve a la compasión saberlos entregados a una pasión amorosa o de justicia,
saberlos rechazados, saber que han sido ellos, en una primera instancia, los
vulnerados. Saberlos pobres, rechazados, solos: como el Minotauro en «La casa
de Asterión», de Borges.
En el concebible extremo izquierdo del espectro están las
entidades-enjambre, los contagios y las Zonas: los horrores abstractos,
no-locales, no limitados, en principio irreductibles al relato anclado en lo
humano. Allí no sabemos si hay inteligencia, si hay consciencia de sí (y de
nosotros), si hay agencia o voluntad.
Muchas veces el recurso literario consiste en forzar estas entidades a lo
narrativo, imponiéndoseles un origen, como al comienzo de la adaptación
cinematográfica de la película Aniquilación,
que propone un origen extraterrestre (como en «El color que cayó del cielo»
de Lovecraft) para la perturbación y el horror. Entonces, si los monstruos
postulan la inminencia de un contacto con el afuera (lo externo) de lo humano,
las narrativas de los monstruos concretos/humanizados se apoyan en la facilidad
con la que ese afuera puede encontrar un correlato (un eco, una empatía) en el
adentro. Sin embargo, ¿cómo pensar las entidades de un afuera irreductible, los
monstruos no sólo inhumanizables sino, por definición, aniquiladores de lo
humano, aquellos que, al final, ponen en evidencia lo humano como un simulacro
o hiperstición (aquellas ficciones que generan en su circulación las
condiciones por las que terminan siendo aceptadas como verdades) y dejan bien
claro que los límites entre afuera y adentro están dibujados en el humo?
Una primera opción consiste en ofrecer un relato del fracaso a la hora
de establecer esa asimilación humana de las entidades del afuera o externas, lo
cual puede entenderse como una falla en el proceso de
humanización del monstruo. Por ejemplo, tanto en La maldición de la Casa Hill, de Shirley Jackson como en La casa infernal, de Richard Matheson,
la casa consabida embrujada deviene no ya un lugar habitado por monstruos sino
un lugar monstruoso: se trata, de hecho, no del ambiente por el que ambula
el monstruo (el fantasma, el poltergeist, el vector demoníaco de posesión) y es
impregnado por este, sino de la matriz misma (es deliberada la elección
de un término asociado a lo femenino en términos de alteridad al orden
humano/patriarcal, al relato del Hombre) de la que emergen los monstruos: el
lugar de lo horroroso presentado como la madre
del monstruo, la reina xenomorfa ahora desprovista de un cuerpo concreto y
dispersa por una zona, entendida en términos de una contaminación o una
influencia. Las casas embrujadas de Matheson y Jackson, es decir, no están
habitadas por monstruos sino que los producen; podemos pensarlas como la
potencia o potencialidad misma de la producción de lo monstruoso, que sobrevive
a todo intento concreto (o individual, caso por caso, monstruo por monstruo
,fantasma por fantasma) de explicación o apaciguamiento.. Si en las ficciones
más consabidas y humanistas de casas embrujadas/encantadas/perturbadas el
monstruo (generalmente un fantasma) es aplacado o apaciguado cuando se expone
su origen (el daño que se le infligió para que
terminara así: la vulneración o erosión de la condición humana que lo hizo devenir monstruo), las historias de
origen de los monstruos engendrados por las casas embrujadas entendidas como
matriz de horror, si bien son posibles y parte del relato puede consistir en el
proceso por el que terminan siendo expuestas, no inciden sobre el final de la
perturbación. Aplacado el monstruo específico, la casa generará otros: este
residuo de irreductibilidad, esa permanencia del horror, se vuelve signo de
algo que no puede ser tocado por la agencia humana o por su ímpetu de conocer.
La casa (y cabe generalizar el caso a una zona: imaginemos un relato de casas
embrujadas en que la construcción termina siendo demolida, los sótanos
expuestos, el suelo nivelado, y de todas formas aquello que vuelve a levantarse
allí, o el mero espacio vacío/baldío resignado, seguirá produciendo horror,
niños que desaparecen, criaturas extrañas que adelantan sus caras sin ojos
desde la oscuridad, y la integridad humana vulnerada una vez más) se repliega en
algo que no puede conocerse, un afuera estricto a la experiencia humana. Se lo
intentó reducir a términos humanos de cómo y por qué y de retribución, pero al
final persistió el residuo, la verdadera matriz del horror.
¿Y no sería el cuento de horror definitivo aquel que presente al
universo entero como una de estas zonas/casas embrujadas/matrices de horror? El
horror irreductible al fondo de todas las cosas: la verdadera mirada del
abismo, que te vuelve monstruo o, mejor, te enseña que nunca fuiste otra cosa.
En tiempos pandémicos la tierra es el ámbito de un contagio, el del virus, que
como tantos monstruos proviene de un afuera a lo humano y también a lo
orgánico/lo viviente (los virus, es sabido, no se reproducen por sí mismos ni
metabolizan, como las entidades que clasificamos como «vivas»; pero por su
potencial replicador no sabemos decir de ellos, en nuestro orden del mundo, que
son cosas inanimadas); quizá por eso sea tan fácil encontrar por ahí intentos
de forzarle al SARS-CoV-2 una historia apoyada en agencias humanas, en sujetos,
en historias de codicia o de puro mal, así debamos apelar al viejo y gastado
recurso de la conspiración.
[1] Land, Nick, «Horror
abstracto», en Teleoplexia, ensayos sobre
aceleracionismo y horror (2021), Barcelona, Holobionte.
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