X-Risk, Thomas Moynihan
La mejor parte de X-Risk (2020), el reciente libro de Thomas Moynihan, ofrece una detallada genealogía de la noción de extinción humana y, por tanto, una exposición de sus condiciones de posibilidad. Moynihan apunta a la presencia histórica del “principio de plenitud” (la idea de que la naturaleza está esencialmente orientada hacia la producción de todo lo posible y que, por tanto, todo existe en abundancia e incluso en redundancia) como agente principal de la imposibilidad de pensar la extinción humana: en efecto, si otras humanidades son posibles o incluso necesarias, la pérdida de la terrestre no puede ser pretendida ni como un evento de importancia ni como un evento definitivo. Es más: si incluso las pautas culturales o civilizatorias se adhieren al principio de plenitud, habrá otro Egipto de los faraones u otro Renacimiento en algún rincón del universo. El tiempo, así percibido, es una populosa sucesión de variantes de lo mismo, como el Orden de la Biblioteca de Babel —y, de hecho, Borges remite de alguna manera a una creencia en el principio de plenitud cuando repite las palabras de Bacon y Giordano Bruno acerca de que “los verdaderos antiguos somos nosotros”: el tiempo simplemente seguirá más allá, con una suerte de abismo hacia adelante, y dada la pasmosa cuenta implicada de tiempo todo lo posible habrá de acontecer no solo una sino (presupuesta la eternidad) infinitas veces. ¿Para qué preocuparse entonces por el posible fin de la humanidad en la Tierra, o incluso de la vida en la Tierra, o de la Tierra misma? Hace falta caer en la cuenta de que el principio de plenitud es un espejismo antropocéntrico para, razona Moynihan, volver posible el riesgo planteado por una extinción definitiva de la humanidad y, por tanto, hacer algo al respecto.
Pasemos ahora a la otra parte del libro. Una vez negado el principio de plenitud, la humanidad se vuelve algo único, irrepetible, y por tanto su desaparición implica una pérdida absoluta. La extinción humana, entonces, habrá de ser evitada en tanto la conservación de lo humano comporta un valor y el universo es mejor con humanos que sin ellos. Si lo humano representa un valor, es decir, debemos trabajar activamente para evitar su extinción.
Es aquí donde empiezan las objeciones. En términos de trabajo de archivo y de establecimiento de genealogías, la detallada historia de esta idea que despliega Moynihan es sumamente destacable; sin embargo, a medida que avanzamos en X-Risk entendemos la instrumentalidad de esta genealogía, en tanto se ha vuelto evidente desde hace rato que a su autor lo que verdaderamente le interesa es presentar el caso del neorracionalismo negarestaniano como la opción filosófico-ideológica más “madura” y, por tanto, mejor. Ante ese propósito político, la genealogía y el trabajo de archivo quedan rápidamente relegados a la condición de andamiaje o apuntalamiento, y es ahí donde asoma la necesidad de una crítica, en tanto ese andamiaje se manifiesta una y otra vez como insuficiente o poco convincente. Digámoslo de otro modo: hay una gran “pasión neorracionalista” en el libro de Moynihan, pero en el fondo, más allá del vasto listado de opciones utópicas, distópicas, misantrópicas, humanistas y transhumanistas, no sólo no se nos ofrecen razones de peso para suscribir al proyecto neorracionalista sino que, de hecho, lo que se hace pasar por argumentos es más bien endeble.
Por ejemplo, quizá le habría convenido a Moynihan distinguir entre un “principio de plenitud fuerte” y un “principio de plenitud débil”. En el primero, todo lo posible debe existir o, incluso, ya existe; en el segundo, todo lo posible puede existir o, dicho de otro modo, es concebible que exista dada, por ejemplo, la escala de tiempo necesaria. La diferencia no es menor, y Moynihan la comprende como importante a la hora de establecer el valor de lo humano en términos de evento singular, único e irrepetible, pero descarta rápidamente la versión débil del principio apelando a la distinción cosmológica entre el “universo” y el “universo observable”: el primero remitiría a la totalidad resultante del Big Bang y el segundo a esa zona de esa totalidad demarcada por el llamado límite de Hubble, más allá del cual el espacio se expande, de manera relativa al observador, más rápido que la luz y, por tanto (ya que la velocidad de la luz es límite) es imposible que la información (señales de radio, luz, gravedad, etc) proveniente de esas regiones nos alcance. Si en esas regiones, o en el futuro de esas regiones (a los efectos es lo mismo), hay o habrá otras humanidades, en principio no nos importa, ya que estamos esencialmente desconectados de ellas. Pero dado que esto no implica que no puedan estar allí (en sus múltiples variantes del juego de azar de la evolución), la idea de un principio de plenitud débil parece más difícil de descartar en términos estrictamente lógicos o incluso físicos: de ahí que la opción tomada por Moynihan para desestimarlo sea llevarlo al terreno de la moral: no nos debería importar, dice, porque esas humanidades concebibles jamás tendrán relación alguna con nosotros.
Esta apelación a valores o al deber es constante en el libro, y suele ser la carta jugada por su autor cuando la lógica y la física no lo apoyan. Tampoco se trata, por supuesto, de que el libro intente probar que el principio de plenitud sea “falso”, sino que la pretensión explícita es ante todo historiar la noción y relacionarla con la posibilidad de pensar la extinción humana. Como quedó dicho más arriba, esa conexión entre plenitud y extinción es interesante y Moynihan la articula con solvencia en términos de presentación y manejo del archivo. Pero, para decirlo otra vez, lo que rechina es todo lo demás, en particular el hecho que ese “todo lo demás” (las muecas detrás del trabajo de archivo, por decirlo de alguna manera) esté emplazado retóricamente en una posición central y programática.
Ilustración y excepcionalidad humana
A lo largo del libro, Moynihan señala en diversos pensadores la tendencia a imponer al universo valores evidentemente humanos, culturales, históricos. Por ejemplo, cuando se señala que un universo vacío de vida implicaría un “desperdicio” de espacio se opera de esta manera, y se refuerza la idea de horror vacui implícita al principio de plenitud reforzándola con tintes morales: el universo no puede desperdiciar nada, porque todos los recursos han de ser movilizados para la aparición de la vida, y todavía más, la vida consciente. El universo, entonces, no puede incurrir en fallas morales. Lo curioso es que Moynihan expulsa esta noción por la puerta para dejarla entrar por la ventana, y además acompañada de lo que cabría llamar “principio del excepcionalismo humano”.
Así, cuando Moynihan señala que la lucha por la supervivencia es un imperativo moral del “nosotros” humano está dando por sentado que no salir al encuentro de los riesgos existenciales que nos amenazan con la extinción es moralmente malo porque la existencia de lo humano es un valor y un bien en sí mismo. ¿Pero por qué esto es así, salvo que simplemente se pretenda imponer al universo un código moral centrado en nosotros mismos? El universo es indiferente a todo valor ético consensuado por la humanidad y, por tanto, ¿a quién sino a nosotros puede resultarnos un valor en sí mismo nuestra supervivencia, que se convierte por tanto en un valor relativo, un valor para nosotros?
Moynihan plantea este problema en la última sección de su libro. Señala que debemos “justificar racionalmente [la idea de que] la especie humana, como una entidad colectiva, debe seguir existiendo” (p. 345, énfasis del autor), pero tras descartar razones de corte natural o físico (“la biología no sigue un propósito”, ibid), la conclusión es que las razones deben ser “nuestras”, porque justificar nuestra existencia es “elevarnos más allá del dominio de la supervivencia ciega” (p. 346), y esto convierte a la existencia humana en una “vocación” (ibid).
En rigor no hay argumento, sino una actitud pragmático-programática que, a lo sumo, podrá ser presentada como “lo único que tenemos”, pero Moynihan quiere ir más allá, y para apuntalar esta idea de la “vocación” se permite una estrategia basada en la operación retórica de confundir deliberadamente (o, mejor, de presentar como confundidos) los términos por los que es posible un pensamiento alternativo a esta noción del proyecto y la vocación. En su esquema, finalmente, todo aquel que no concuerde con asignarle un valor intrínseco (así sea el pragmático del proyecto/vocación) a esa existencia humana incurre en el “miserabilismo antihumanista”, que arroja a la misma bolsa posturas tan diferentes como el antihumanismo, el antinatalismo, la misantropía, el transhumanismo y el posthumanismo.
Por ejemplo, a la hora de establecer ese proyecto o vocación de lo humano estamos apelando a una pauta ética de supervivencia ensamblada por un “nosotros” que asigna valor intrínseco a la propia existencia de los sujetos que lo integran; sin embargo, está claro que las “razones” o las “maneras” por las que deberíamos sobrevivir (por las que es “nuestra responsabilidad” hacerlo) dependen de quiénes son los que sobreviven, de la naturaleza de ese “nosotros”, por así decirlo, o de las pautas de producción (históricas, económicas, evolutivas, termodinámicas) de los sujetos que lo integran y contribuyen a la producción de valor. Pero dado que Moynihan pretende una supervivencia indefinida a futuro de un sujeto humano tomado como único (negando la posibilidad de producción de diversos sujetos dentro del contexto de la humanidad biogenéticamente entendida: “somos una humanidad”, diría), cabría señalar que no sabemos gran cosa acerca de cómo estarán conformados ese sujeto/esos sujetos en el futuro. Es posible que la idea de supervivencia pueda ser presentada como una constante, pero si esos sujetos futuros son suficientemente distintos a nosotros, no son “nosotros” y, por tanto, “nosotros” en efecto nos hemos extinguido (más allá del cese de la existencia biológica, posbiológica, maquínica, virtual, etc); sus valores no han de ser nuestros valores y nuestro proyecto no los alcanza: se ha fracturado hasta ellos, en la deriva futura de nuestra especie. Quizá pueda señalarse que esa fractura no es neceasaria, pero sin duda es posible, en términos de una dispersión futura de lo que ahora llamamos humanidad en diversas posthumanidades, en diversos proyectos.
Para desestimar esta opción y permanecer dentro de los límites de su propia propuesta, Moynihan debería confrontar el posthumanismo (y su diferencia con el transhumanismo), pero no lo hace. De hecho, su estratégica confusión de posthumanismo con transhumanismo (y a su vez del antihumanismo con la misantropía) queda en evidencia: al no reconocer al posthumanismo como aquel conjunto de posturas filosóficas posibles que niegan las nociones fundamentales del humanismo (la apelación persistente a un sujeto agente, a una antropología filosófica, etc) y al pensarlo meramente en términos del discurso sobre aquello que podría suceder a lo humano, de en qué podría devenir lo humano en un futuro concebible, utópico o distópico, ridículo o atendible, Moynihan permanece dentro de un círculo humanista que da sentido a su recurrente aceptación del principio de excepcionalismo humano, es decir la idea de que en ciertos aspectos los humanos somos fundamentalmente diferentes a otras entidades y, por tanto, no nos afectan las mismas reglas.
En efecto, la idea de que debemos (el énfasis es mío) “elevarnos más allá del dominio de la supervivencia ciega” apunta a la idea de que los humanos somos especiales al menos por ser capaces de hacer tal cosa. La naturaleza quedaría reducida a ese dominio de la supervivencia ciega, mientras que lo humano se desmarca de esto y acepta su proyecto, su vocación de ir más allá.
La pregunta, por supuesto es, ¿y cómo podemos estar seguros de que esto es en efecto así? El humanismo da por respondida la cuestión desde siempre y de manera tautológica: es así porque somos humanos y ser humano es, precisamente, ser algo distinto a lo meramente natural/biológico, hasta el punto de que en tanto humanos incluso podríamos asumir responsabilidades con respecto a la biósfera que serían por completo ajenas, extrañas o imposibles a otros seres vivos. Alguna formulación concebible del principio de excepcionalismo humano puede prescindir de los ropajes antropocéntricos más evidentes, pero ha de coincidir con todas las demás formas consabidas de humanismo en señalar un lugar especial, distintivo, a lo humano.
En otras palabras, equiparar transhumanismo (la idea de expandir una esencia humana mediante la tecnología orientada prometeísticamente a superar condiciones de finitud, sufrimiento, enfermedad, etc) a posthumanismo precisamente elimina un lugar desde el que articular la objeción a la idea de que esa “vocación” remplaza cómodamente un argumento lógico acerca del valor intrínseco de la existencia humana (y pensar, por ejemplo, que no hay una única humanidad posible y que la dispersión/extinción del sujeto humano tal y como es producido en nuestro tiempo no sólo no es indeseable sino acaso inevitable). Esa alternativa, entonces, es reducida al “miserabilismo antihumanista”, y aquí es donde Moynihan queda todavía más expuesto, en tanto parece dar por sentado que no señalar que la humanidad debe existir equivale exactamente a señalar que no debe existir. Esta equivalencia, por supuesto, es tan apresurada como retóricamente culposa; que podamos reconocer fácilmente discursos antinatalistas o misantrópicos construidos en torno a la defensa de la idea de que de acuerdo a una ética universal la existencia humana sea una suerte de mal cósmico o un error aberrante no quiere decir que esas opciones agoten la variedad de posturas posibles en relación al valor intrínseco de la existencia humana.
Por ejemplo, es fácilmente concebible un posthumanismo que señale como imposible una “vocación” de lo humano presentada en términos de trascender el “dominio de la supervivencia ciega”. Dado que aceptar esa trascendencia como posible es aceptar el excepcionalismo humano, si procedemos negando a este último y por tanto volviendo a emplazar lo humano en el dominio de lo físico-biológico, la cuestión de qué poder “hacer” para no extinguirnos queda resuelta en términos que no dependen de un proyecto o una “vocación”, sino de condiciones materiales planteadas en términos estrictamente cibernético-evolucionistas y, en última instancia, termodinámicos. De hecho, este posthumanismo posible puede ir tan lejos como para negar la noción del “biocentrismo” jamás cuestionada por Moynihan: la idea, es decir, de que hay una diferencia fundamental (y por tanto un valor esencial) entre la “materia animada” o “vida” y lo estrictamente “mineral” o “inorgánico”.
Además, la idea misma del futuro del proyecto humano queda paradójicamente desproblematizada en un libro que pretende historizar la idea de extinción definitiva de la humanidad o incluso de la vida en la Tierra (y que, curiosamente, apenas refiere a catástrofes ecológicas postuladas o pronosticadas en los últimos 30 años). Aquí podemos simplemente traer a consideración los aportes de David Roden en Posthuman Life (2014) y quedarnos con la idea de que las humanidades (en plural) del futuro podrán no compartir el proyecto de lo humano como es planteado por los autoproclamados humanos del siglo XXI. En efecto, las diferencias entre estas “humanidades” pueden ser tan notorias que vuelvan incompatibles los proyectos en cuestión (Roden construye su “posthumanismo especulativo” alrededor de esta idea).
Moynihan, en última instancia, adhiere plenamente a la noción neorracionalista de que hay un proyecto perdurable y ecuménico de lo humano, y que de hecho es moralmente mejor adherir a ese proyecto que perder el tiempo con objeciones posthumanistas o con el pensamiento de una pluralidad de sujetos posibles a futuro. Pero como sigue con las manos vacías a la hora de ofrecer un argumento lógico para esto, emplea la estrategia retórica de desestimar a ese hombre de paja miserabilista/antihumanista apelando a una suerte de ley filogenética (quizá un residuo de su primer libro) de la historia de las ideas, por la que —recapitulación mediante— ciertas concepciones son calificables como más (o menos) maduras o más (o menos) adolescentes que otras. Pareciera que en el curso de una vida humana (la ontogenia, es decir) pueden ser recapitulados los distintos estados (la filogenia, claro está) de una historia de las ideas: si la Ilustración representó —como dice Moynihan una y otra vez— la “madurez” del “espíritu humano”, todos quienes piensen en otros términos están más bien atrapados en el miserabilismo drama-queen adolescente del nihilismo, el antinatalismo, etc, y deberían esforzarse por “madurar”, en términos por tanto de un progreso individual hacia la aceptación de (y participación en) el proyecto humano y su “vocación”.
En cualquier caso, este “proyecto” es nada más que otra expresión del principio de excepcionalismo humano: allí donde el resto de la naturaleza sólo evoluciona darwinísticamente (es decir, sin una teleología, sin un atractor trascendente al proceso), lo humano “progresa” en su proyecto, que pretende “hacer mejor al mundo”.
Moynihan podría señalar que pensar lo contrario —es decir, que no estamos capacitados para en efecto hacer aquello que mejoraría al mundo porque nos engañamos al pensar que podemos trascender las condiciones materiales de nuestra existencia— equivale a aceptar cruzados de brazos las injusticias y no ejercer, por tanto, pretensión alguna de cambio: una opción monstruosamente reaccionaria, digamos. Pero, una vez más, aquí se estaría simplemente caricaturizando al enemigo. Por ejemplo, no se trata de decir que no debemos hacer nada sino de que, en el fondo, hagamos lo que hagamos, no dependerá de ese “nosotros” que hemos construido desde el principio de excepcionalismo humano: no nos corresponde el lugar del sujeto de la historia, por decirlo así, ni estamos en control de las fuerzas que nos ponen en devenir, lo que no quiere decir que no podamos contarnos el cuento (como nos contamos el cuento de ser, sí, el sujeto de la historia, o de ser, sí, individuos, o de ser libres, o de tener responsabilidades éticas a nivel cósmico) de haberlo intentado. Si esto es un “antihumanismo”, pues aceptémoslo, pero en modo alguno equivale a advocar la extinción de nuestro genoma en tanto especie —lo cual, a su vez, es diferente a establecer, desde una perspectiva posthumanista especulativa, la idea de “dispersión” de lo humano en múltiples humanidades futuras, o la idea posthumanista crítica de pensar que nunca hubo un proyecto de lo humano o al menos que todas las aproximaciones a esa idea han incurrido en colonialismos de diversa índole.
La pandemia reciente nos ha mostrado tanto la falta de control que tenemos sobre las condiciones de nuestra existencia como nuestro deseo de ser capaces de controlarlas; una visión pesimista de la historia diría que por más que creamos haber “controlado” cierta zona desde la que emergen riesgos existenciales siempre aparecerá otra frente a la que seremos débiles y carentes de poder, por parafrasear el título de una canción de A Perfect Circle. Después de todo, las especies (como bien señala Moynihan en las primeras secciones de su libro) se extinguen también por obra del azar: los ciclos de feedback positivo de la biósfera suelen ser capaces de operar equilibradamente a mediano-largo plazo, hasta que aparece una disrupción, sea una megaerupción volcánica o la colisión de un asteroide, y colapsa la supervivencia en el corto plazo, ocasionando generalmente la extinción de las formas de vida que ocupan nichos altamente especializados en el ecosistema. La respuesta de Moynihan será que debemos adelantarnos a ese azar, pero entenderlo como algo posible implica, naturalmente, una suerte de optimismo con relación a la tensión entre el futuro pensable y el futuro impensable, o lo desconocido conocido y lo desconocido desconocido. ¿Qué hacer entonces? No se trata de predicar quedarnos cruzados de brazos, sino más bien de no poner demasiadas esperanzas (“apuestas”, digamos) en el control, como si hiciéramos de las Estrategias Oblicuas de Brian Eno nuestra nueva Biblia. Es decir, más allá de la idea (basada en el principio del excepcionalismo humano) de que podemos elegir de alguna manera nuestro destino, quizá debamos pensar que ninguna especie se extingue (o sobrevive a mediano plazo: ninguna lo ha hecho a largo) en virtud de sus propias acciones, sean cuales sean. Simplemente, no tenemos el control: nada ni nadie lo tiene, ni el de sobrevivir a los riesgos existenciales ni el de poner fin al valle de lágrimas de la existencia humana siguiendo el camino del “omnicidio” explorado en la tercera sección de X-Risk.
Y quizá, en última instancia, finalmente —más allá de los cuentos que nos contamos para creer que hay un valor y un significado en nuestra lucha por mantener con vida la llama de lo humano, o más allá de los cuentos que nos contamos para creer que haríamos mejor en apoyar la higiene moral del cosmos o en imponer un fin a una larga historia de sufrimiento— no tengamos más remedio que sobrevivir.
Publicada originalmente en Afuera el 11 de febrero de 2021
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