Vanguardia, humanismo y literatura experimental

 ¿Cómo pensar la relación entre vanguardia y temporalidad en nuestra era posthauntológica? La pregunta activa otras tantas inquisiciones sobre la literatura como sistema y aparato ideológico. Para empezar, la noción de vanguardia se adhiere a la de futuro y, por tanto, a la de una temporalidad moderna, entendida como agotada tras la alarma ballardiana de fines del siglo pasado, repensada por Mark Fisher bajo la noción —que ahora entendemos insuficiente— del “realismo capitalista” y reconquistada, al menos programáticamente, por los diversos aceleracionismos. 

Si la vanguardia pretende/pretendió/pretendía producir aquella literatura cuyo régimen ontológico equivalga al de un signo/simiente del futuro, el modelo hipersticional de producción cultural nos permite comprenderla como un terminator enviado hacia nuestro presente, habilitando de paso un esquema retrocausal por el que la obra futura (es decir, el efecto del presente) se vuelve causa de su propia emergencia, como Kyle Reese, Skynet, el brazo mecánico del T800 y John Connor. 

La vanguardia así entendida es en esencia una máquina del tiempo, que en tanto máquina de guerra equivale a la invasión del presente por parte del futuro. Este belicismo, por cierto, es deliberado: en la literatura en tanto sistema toda producción equivale a una irrupción y negocia una interacción potencialmente violenta con los habitantes de su entorno y su pautas organizativas, sus instituciones sancionadoras y legitimadoras, sus aparatos ideológicos. La vanguardia pretendió arrasar sediciosamente y, en tanto máquina del tiempo, produjo la temporalidad que terminó por asimilarla. No hay triunfo sino contaminación: la literatura después del Ulises o después del Manifiesto Futurista no es la misma, trivialmente. Las máquinas del tiempo generan ante todo divergencias, variantes; el sistema las asimila del mismo modo que la célula eucariota emergió de la asimilación de una arquea por una bacteria o viceversa, del mismo modo que la información genética de los virus es leída por el núcleo de la célula para propiciar los cambios necesarios que requieren los procesos inmunológicos. Todo producto de vanguardia, en tanto cápsula intensa de futuro, ha sido aberrante e ilegible, y después asimilado. El sistema literario resiste a costa de un mínimo suficiente de mutación, en una economía de medios securocrática. Así, la vanguardia puede ser entendida como la imagen de un futuro posible que en efecto no será, pero propiciará un microestado nuevo del sistema. Esta economía pluraliza el término vanguardia y lo legisla con un nuevo régimen de adjetivos, vanguardias históricas, posvanguardias, neovanguardias. Cuando el modo dado del futuro es la hauntología, las vanguardias recuperan otras literaturas posibles, ucronías, por así decirlo, de la historia de la literatura, revisiones disidentes del relato oficial, matrices de significación aberrantes.

A la vez, la noción de “escritura experimental” parece proponer una “presentización” (y quizá una des-historización) de la vanguardia. Graham Harman retoma en Weird Realism la propuesta del crítico Clement Greenberg en cuanto a la manera en que la escritura “académica” da por sentado el medio y sostiene con éste una relación pensable desde la Zuhandenheit heideggeriana, fundando una teleología de lo literario en la que queda habilitada un patrón o escala de medida “clásicos” (y aquí entendemos como “clásico” a aquel arte que exhibe y toma por dada su propia normativa) para calibrar el éxito a la hora de concretar determinados objetivos; así, la idea de la “historia bien contada” como polo y depuración de la narrativa asume la noción de herramienta (en tanto técnicas narrativas y pautas de corrección y excelencia) y establece la matriz de posibilidades de un conjunto dado de esquemas de valoración habilitando un esquema histórico por el que ciertas literaturas o provincias de lo literario se desarrollan, alcanzan el paroxismo y eventualmente decaen y desaparecen o son resignificadas irónicamente. La escritura académica, en otras palabras, es aquella que produce la historia de sí en término de continuidades ramificadas que, finalmente, colapsan en una realidad; este es, por así decirlo, el modo de su temporalidad. La vanguardia, en cambio, procede hipersticionalmente, y solo al ser asimilada por el sistema literario —y por tanto “academizada”— ingresa a la temporalidad lineal en la que el museo ordena sus pabellones y nos cuenta la historia del arte. 

El hecho consabido de que la historia del arte funde a la vanguardia en precisamente aquello que la vanguardia no pretende ser (o sea museo y por tanto pasado) equivale a decir que en ese esquema la vanguardia es inevitablemente forzada a una temporalidad que le es ajena y que, por tanto, en su incepción ha pretendido darse desde una temporalidad distinta a la consabida: o que, en última instancia, toda vanguardia no es otra cosa que una nueva temporalidad en lo literario o lo artítsico.

Por otro lado, hablar de lo “experimental”, en cambio,  parece aludir más bien a una categoría metahistórica: en todo momento dado son concebibles los contornos del sistema de lo literario y su afuera –el muro, vigilado por la policía, que separa lo legible de lo ilegible– de manera que “escritura experimental” debería ser aquella que, en lugar de tomar al medio por sentado y pactar con su economía de medios y fines, exhibe a la herramienta desde su falla radical, su quiebre o catástrofe que, en el esquema heideggeriano, pone en evidencia una nueva dimensión ontológica. Los procedimientos, así weirdificados, miran al afuera: se orientan como limaduras magnetizadas. 

Para la  vanguardia, en última instancia, ese afuera habrá de haberse llamado siempre futuro.

Ahora bien, si la vanguardia se piensa como gesto o pretensión de vanguardia, es fácil encontrar la producción del gesto reaccionario que descompone la propuesta en cuanto a repetición de gestos del pasado, desmontando así (bajo la idea de anacronismo) la presunta pretensión de novedad, y cuando esto sucede, la escritura experimental es arrojada a la temporalidad para ser expuesta como irrisoria o derivativa. Así, señalar que determinada escritura contemporánea presentada como experimental (o incluso vanguardia) no hace sino repetir procedimientos rastreables hasta, pongamos, la novela bizantina, deliberadamente falla en tener en cuenta la mutación de la temporalidad propia de la vanguardia y por tanto la resignificación por principio de esos procedimientos. A lo sumo, podrá proponer la idea de “radicalización” como vector de significado, dando a entender que lo que ha sido siempre germen en la tradición desarrolla un potencial inmanente  en ciertas escrituras. Este mecanismo de lectura, entonces, expone un límite asintótico del adentro, incapaz de acceder al afuera desde el momento en que da por sentada la temporalidad y la teleología del sistema que lo produjo. El acceso al afuera, en última instancia, requiere una ruptura violenta de los límites producidos por el sistema para sí.

Así como en el esquema consabido de Nick Bostrom la “singularidad tecnológica” es presentada como una discontinuidad en la teleología de lo humano, y del mismo modo que en el pensamiento de Nick Land la aceleración del capital —constitutiva de este más que ejercida por un sujeto dado con fines políticos, y entendiendo la producción del sujeto “humano” como un epifenómeno de los procesos económicos que llamamos capitalismo y que se nos presentan desde hace varias décadas bajo la imagen de la autonomía y la teleoplexia (o inversión de la relación entre medios y fines)— oblitera lo humano y le cancela todo futuro posible, la ruptura de ese límite adentro-afuera sugiere la pertinencia del concepto de aceleración, entendida como exacerbación o radicalización extrema (es decir, exponencial, autoalimentada y autopoiética) de los procedimientos específicos de una obra de arte que se vuelve experimental/vanguardia y funda hipersticionalmente su temporalidad necesariamente “nueva” y, por tanto, aberrante para el sistema. 

En otras palabras, todo género acelerado deviene vanguardia.

La escritura experimental contemporánea abunda en ejemplos. Así, Mike Corrao moviliza en su Material Catalogue una imaginería y un léxico propios de la ciencia ficción (con prótesis cibernéticas, ingeniería genética, replicación de organismos, etc) en un texto que cuestiona los límites entre ficción y no ficción, teoría y listado, publicidad, manual de instrucciones, cupón de venta por correo y literatura. De manera similar, David Roden parte en Snuff Memories de un conjunto de ficciones notoriamente engarzadas al cuerpo de la cultura pop —como los mitos de Cthulhu en su dimensión más amplia y postautoral, los videojuegos de la saga Starcraft, la película Videodrome de Cronenberg— y de una serie de procedimientos tomados de la escritura de papers académicos —como la cita, el parafraseo, la bibliografía y un aparato de notas en este caso al final del texto— y los modula hacia una crítica radical a la posibilidad significadora del lenguaje, en un texto que ficcionaliza (es decir, produce hipersticionalmente) las diversas “posthumanidades” mutua y cognitivamente desconectadas que el propio Roden propone a nivel teórico en su libro Posthuman life. 

Algo similar puede encontrarse en Rituals Performed in the Absence of Ganymede, el más reciente libro de Corrao, que resignifica al Borges de “La biblioteca de Babel” y “La casa de Asterión” en un contexto donde es clave tanto la noción de “arquitectura generativa” (en el sentido en que se habla de “música generativa” y de arte producido por IAs) como procedimientos consagrados por el propio Borges y de alguna manera acelerados hacia un contexto que les es en principio extraño. Por otro lado, la aceleración del género del horror nos acerca a la literatura experimental de las “zonas”, o ámbitos posthumanos y postsubjetivos (como el shimmer de Annihilation o la “zona” de Stalker) que construyen nuevas maneras de pensar al afuera en términos vulneradores de lo humano (el noumeno con colmillos) y resignifican espacios reales (los del Antropoceno: playas terminales ballardianas en atolones de pruebas nucleares, las grandes extensiones o “manchas” de basura-plástico en los océanos, el espacio urbano en los países del antiguo bloque soviético, etc) y literarios (los de la “necropastoral” propuesta por la poeta y crítica Joyelle McSweeney).

La temporalidad propia de los géneros, por último, no es ajena a la de las vanguardias: tanto estas como los géneros, después de todo, hacen del futuro en principio una noción fundante. El lector de género no espera ni contrata más de lo mismo, pero tampoco pretende que su experiencia lectora lo ponga en contacto con una exterioridad tan radical al género que este se aparezca como desvanecido o ausente. El lector de género, en otras palabras, busca leer dónde estará el género en el futuro, que no será exactamente el mismo lugar donde estaba en el pasado (y así funda, de hecho, al pasado del género en términos de archivo) pero tampoco habrá de dar un salto concebible hacia un más allá. En la ecología de lectores, el lector competente de género sabe que debe dar cuenta de su conocimiento de la tradición tanto como estar a la espera de los signos del futuro en el presente: aquellas escrituras cuya circulación plena es aún un work in progress y que hacen suyas la potencialidad de ese estallido ulterior que de alguna manera formatea al género y lo expande. La vanguardia, entonces, expande radicalmente los géneros y los arroja a un hiperfuturo donde las identidades literarias se han desvanecido. El lector de género, en última instancia, ya no sabe qué hacer con esos textos: la vanguardia deviene falla en el uso, catástrofe planificada, no future (no para nosotros al menos). Pero dada esta disrupción del tiempo moderno/lineal, ¿se puede entonces hablar de presente de la vanguardia, o incluso de futuro de la vanguardia? Pero, como quedó dicho más arriba, el tiempo del que viene la vanguardia nunca es el futuro real sino un tiempo otro. 

En ese sentido, la vanguardia es pensable en términos de una literatura especulativa  (el guiño al tan querido taller de literatura potencial es deliberado); toda aceleración implica un gesto especulativo en términos de un afuera tan real como no pensable desde el sistema y el sujeto que este produce, por lo que la ciencia ficción (o ficción especulativa) se vuelve necesariamente el lado de allá del límite asintótico de la literatura. 

A la vez, si damos por evidente la idea de que toda literatura es género, entonces toda vanguardia no es sino literatura acelerada o hiperliteratura. 

El sistema de la literatura hace décadas que asimiló las formas más radicales (beckettianas, kafkianas) de minimalismo, pero la aceleración de ese digamos “género” produce vanguardia. Así, en su propuesta de una “literatura drone”, el escritor, teórico y biólogo molecular español Germán Sierra resignifica los procedimientos variacionales, reiterativos y deliberadamente empobrecedores como una marca de nuevas escrituras experimentales, entre ellas la obra en general (y la novela There Is No Year en particular) de Blake Butler, presentándolos desde la distinción entre señal y ruido o entre ruido, sonido y música, clave para pensar la música ambient y dark ambient (en esta línea cabe señalar que los textos experimentales del escritor escocés Ansgar Allen suelen exhibir su conexión con la obra ambient del músico Emile Bojesen).

La literatura no acelerada, en última instancia, no hace sino reafirmar ciertas pautas (sin duda socializadoras) de lo que llamamos humanismo, esa aceptación como algo dado del sujeto agente y de individualidad arrojada a lo social, de lo humano como realidad fundamentalmente distinta a lo natural y lo maquínico. A la clásica pregunta de por qué las masas oprimidas no se sublevan contra sus opresores y la no menos consabida respuesta de que no lo hacen porque ciertos aparatos ideológicos las condicionan para no hacerlo, podemos contraponer la idea de que es difícil salir (o querer salir, o salirse con la suya saliendo) del humanismo porque la literatura le funciona como aparato ideológico, como policía y control de aduana. No es de extrañarse que la literatura acelerada o hiperliteratura, es decir la de vanguardia, la experimental, termine por instalarse en un afuera posthumano: un mundo de interacciones inter-objetivas, de tropismos, de sujetos producidos por devenires económicos y flujos termodinámicos. El capital acelera el humanismo y lo hace pedazos contra el afuera inhumano; la literatura produce y sanciona lo humano mientras la hiperliteratura se instala en ese espacio donde nada de lo humano existió jamás. 

Acelera la literatura y lo humano desaparece. 

Vanguardia y humanismo son, por tanto, antónimos. Toda historia humanista del arte, entonces, procederá siempre a humanizar la vanguardia. Porque toda historia, en última instancia, es una historia del nosotros. 


Publicada en Afuera el 22 de julio de 2021

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