Ulysses y el siglo XXI
El siglo XX
fue el siglo de Ulises.
De hecho,
si comenzó con la Primera Guerra Mundial (una vez le preguntaron a Joyce qué
había hecho durante la guerra; su respuesta fue “escribí Ulises, ¿qué
hizo usted?”), el bautismo de fuego literario del siglo XX fueron los 18
capítulos de esta epopeya (hiper)moderna, que comienzan en una torre en Sandycove,
suburbio de Dublín, y terminan por partida doble en el cosmos y en la historia
y los mitos, con un epílogo y resumen a cargo de un cuerpo femenino,
menstruante y erotizado al borde del sueño; 18 capítulos, por cierto, que
vuelven a narrar la Odisea, otro territorio fundante de literatura(s),
en las calles de Dublín y se contagian de Shakespeare, Sterne, Swift y Dickens,
por nombrar solo algunos de los escritores cuyo ADN textual es hackeado por la
maquinaria viral del libro de Joyce.
Otra
anécdota joyceana: en sus tantas noches de bar en París le contaba a sus
compañeros de bebida que después de escribir el capítulo ocho, esa fuga textual
que remite a las Sirenas de la Odisea, por mucho tiempo le había resultado
imposible escuchar música. Cada capítulo, añadía, había dejado un campo
arrasado, una scorched earth digna de la más oscura literatura
posapocalíptica. ¿Qué hacer a continuación, entonces? Para Joyce la respuesta
fue fácil: si el Ulises había sido el libro de un día (el 16 de junio de
1904), la única salida lógica era escribir el libro de una noche o, mejor, el
libro de la noche, y así ese mismo 1922 comenzó a escribir Finnegans
Wake, libro por fuera de todo género o matriz de géneros (o acaso género en
sí mismo), que le llevaría 17 años terminar.
Pero para
los demás sólo cabía volver a la tierra arrasada y esforzarse sobre los
monstruos que nacerían de ese escándalo radioactivo y mutágeno. Así, todas las
literaturas (primero la de lengua inglesa, después las demás) se volverían
joyceanas (sea en sentido epigonal o parricida, pero siempre desde alguna forma
de relación con Ulises), produciendo la idea de que en aquel libro de
1922 estaba el futuro. Los ejemplos son fáciles de listar: William Faulkner, William
Burroughs, Arno Schmidt, Thomas Pynchon y David Foster Wallace son los más
evidentes, pero también en la ciencia ficción de los años sesenta el modernismo
joyceano dejó su marca, particularmente en la obra de Robert Silverberg (que
escribió el monólogo interior de un telépata que está perdiendo sus poderes en
la novela Muero por dentro, que refiere al Ulises tácita y
también explícitamente), John Brunner (en su monumental Todos sobre
Zanzíbar, que podría pensarse como una proliferación brutal del capítulo 10
de Ulises) y Brian Aldiss (que retoma la conexión Joyce-Burroughs en A
cabeza descalza, y de paso joyceaniza todavía más notoriamente al Nouveau
roman en su Informe sobre probabilidad A); del mismo modo, la
literatura hispanoamericana tiene su primer momento joyceano en Adán
Buenosayres, de Leopoldo Marechal (o en el Borges del cuento “El inmortal”,
que es una suerte de condensación extrema de Ulises), pasa por Tiempo
de silencio, de Luis Martín-Santos, estalla en la conexión faulkneriana del
boom (desde Fuentes a García Márquez, pasando por Onetti, pero también
en la deslumbrante Clarice Lispector), se expande en la obra de Julián Ríos y,
acaso más memorablemente que nunca, deslumbra en Tres tristes tigres, de
Guillermo Cabrera Infante.
Más sutil,
pero no menos productiva, es la impronta joyceana en Angela Carter (novelas
como El doctor Hoffman y las infernales máquinas del deseo y La
pasión de la nueva Eva pueden ser leídas desde el capítulo 15 de Ulises),
Helen DeWitt (su novela enciclopédica El último samurai está enchufada
directamente al capítulo 17 de Ulises), David Mitchell, Don DeLillo,
Mark Z. Danielewski y el Alan Moore de The Black Dossier y Jerusalem,
cuyas parodias de estilo hilvanan al Joyce del capítulo 16 de Ulises con
el Orlando de Virginia Woolf y el Frankenstein desencadenado de
Brian Aldiss. Incluso escritores que problematizaron de alguna manera la figura
de Joyce, como J.G. Ballard (“El Ulises de James Joyce tuvo una enorme
influencia en mí, casi enteramente para mal (…) carece curiosamente de
imaginación y (…) no logra despertar emoción en el lector (…) pero, aunque no
sea la mayor novela del siglo XX, ciertamente es la mayor obra de ficción”, escribió
en 1990 para The Guardian, artículo recogido en su compilación de
artículos Guía del usuario para el nuevo milenio, publicada en español
en 2002 por Minotauro), replicaron su impulso más experimental y
anticonvencional, el propio Ballard en La exhibición de atrocidades, uno
de los libros más arduos y fascinantes de la segunda mitad del siglo XX.
¿Y el siglo
XXI? Parte de la respuesta es tan simple como decir que basta con mirar esa otra
literatura que no circula por los canales más consabidos y visibles sino en
las vías más laberínticas de la escritura experimental. El australiano/checo
Louis Armand, por ejemplo, además de haber escrito dos novelas-mastodonte de
evidente “joyceanidad” (Vampyr y The Combinations), ha dedicado
numerosos artículos de crítica literaria y ensayos a mapear la influencia
reciente de Joyce sobre la tradición experimental. Del mismo modo, la escritura
hipersticional e hiperficcional del español Germán Sierra y los estadounidenses
Jake Reber y Mike Corrao retoma la línea Joyce-Burroughs puesta al servicio de
la teoría-ficción a partir de los escritos del colectivo CCRU, activo durante
los años noventa en la universidad inglesa de Warwick.
Sin embargo,
responder que la influencia de Joyce queda arrinconada a la escritura
experimental por lo que va del siglo XXI es ver apenas el lado oscuro de la
Luna, para lo cual, naturalmente, hace falta un satélite. Pero simple vista la
influencia de Joyce, más camuflada, más camaleónica, sigue permeándolo la
literatura entera, por más que más de un escritor despistado y peninsular –como
el pobre y tonto Kiko Amat– diga que el libro es “un galimatías, simple y
llanamente” o que por tener más de 200 páginas ha de ser sentenciado ilegible. Entonces,
así como no hace falta leer el Quijote para leer al Quijote, o
pasar por las cientos de páginas de Moby-Dick para haber leído Moby-Dick
–porque la tradición literaria ha leído a ambas por nosotros, y nos llegan
replicadas y reescritas desde otros tantos libros– Ulises está en todas
partes, desde Saul Bellow hasta Marosa DiGiorgio, pasando por Joseph Heller,
Rick Moody, Michael Chabon, Susana Clarke y Neil Gaiman. Está por ejemplo en Ducks,
Newburyport, de Lucy Ellmann (un monólogo interior compuesto por una única
oración de más de 1000 páginas, interrumpida por breves relatos de la vida de
un puma), y también en Leñador, de Mike Wilson (una enciclopedia
sobre la vida y el arte de los leñadores), libros que, si bien el mismo
lector despistado de unas líneas más arriba podría acusar de “experimentales”,
hay que recordar que han sido éxitos de venta publicados por editoriales mainstream,
a diferencia de los ya mencionados Reber, Corrao, Sierra y Armand, que
publican con editores especializados en escrituras no convencionales.
Quizá valga
la pena concluir lo siguiente, entonces: Ulises no es sólo un monumento
a la escritura experimental sino, y por sobre todo, una summa de la
tradición precedente, una verdadera enciclopedia de la literatura en inglés y,
apenas en menor medida, de la literatura europea en general; si el libro buscó
construir el futuro, lo hizo recapitulando el pasado y construyendo sobre sus
capas y capas de texto, a hombros de gigantes. Cualquiera que escriba un libro
que no de por sentada su lengua, su canal, su circuito, su tradición; cualquier
libro que no se instale en la transparencia más absoluta con respecto a su
arte, es decir, está escrito sobre Ulises, vale decir a partir de
Ulises. Así, el libro de Joyce no sólo pertenece menos a la literatura que
a la historia de la literatura (por parafrasear a ese Borges que no podía
ocultar su amor/odio/encandilamiento/fascinación por su colega irlandés) sino
que, a todas luces, es la historia de la literatura.
Quizá por
eso sigue adelante.
Quizá por
eso seguirá con vida.
No es
tanto, entonces, que Ulises ha terminado hoy 2 de febrero de 2022 de
entrar al siglo XX; es más bien que hoy el siglo XXI terminó de entrar a Ulises:
a su laberinto, a sus entrañas de texto, a sus tan numerosas felicidades.
Publicada en el blog de Puroverso
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