El último samurái, Helen DeWitt
La educación sentimental (con samuráis)
La
historia editorial de El último samurái, primera
novela de Helen DeWitt, parece interesante en sí misma. Tras un proceso larguísimo
de idas y venidas con un agente, un editor que demandó varias veces que se
cambiara el título (no convenía sugerir parecidos con la película protagonizada
por Tom Cruise, aparentemente) y una primera edición agotada rápidamente y
jamás reimpresa pese al éxito de crítica, al momento de la reedición de 2016 el
libro ya había alcanzado cierto estatus de obra de culto.
Un
cliché crítico sería señalar que no se trata de “una novela para cualquiera”,
pero esto es decir poco y nada: como todo libro fascinante y exigente, la
primera novela de DeWitt sin duda termina por crear a sus lectores, por
producirlos página tras página, del mismo modo que repelerá a los menos
pacientes o a las sensibilidades que se saben refractarias a ciertos modos de
novelar. ¿Cuáles son esos modos? Bueno, basta con hojear la novela. Ecuaciones,
listados de declinaciones y conjugaciones, traducciones del japonés, un
enciclopedismo permanente que pasa desde las obras para piano de Alkan hasta la
antropología, pasando por la gramática del japonés, el latín, el griego y el finés,
y la música de Schoenberg. Más, especialmente, el clásico Los siete samuráis, de Kurosawa.
Así
listado parece fácil espantar a los lectores potenciales, pero lo curioso es
que El último samurái, pese a su
ambición enciclopédica, en ningún momento deja de fluir y entretener (y
maravillar, por cierto). Hay algo extrañamente leve en su escritura (ensamblada
de alguna manera con diarios que se proponen libres de toda pretensión
literaria simple), de hecho, que parece deslizarse sobre la superficie de las
cosas (de ciertos saberes en particular) y acelerar hacia la configuración de
una historia tan emocionante como perfectamente calibrada en su expresividad y
sus efectos: la de Sibila, una mujer brillante con evidentes carencias a la
hora de funcionar en sociedad, y su hijo Ludo, un niño prodigio que aprende
alemán, latín y griego a los cuatro años para leer La Odisea y los más importantes tratados de exégesis homérica (así
como también, de paso, el Harmonielehre de Schoenberg).
El nudo
básico del asunto es que a Ludo le falta un padre, y su madre lo sabe. Como el
padre biológico es para ella un verdadero imbécil, un escritor cuyo trabajo
pobrísimo no merece respeto alguno, Sibila decide que su hijo encontrará una
figura masculina a imitar en la película Los
siete samuráis. Sabe, a la vez, que Ludo no está preparado, a su corta edad,
para entender del todo de qué va la trama de la obra maestra de Kurosawa, pero
aun así lo somete a un visionado diario y a un análisis constante, con
bibliografía incluida.
Al
principio vemos todo esto desde la narración de Sibila, pero a medida que Ludo
va creciendo es su voz la que toma el control de la novela. El proceso por el
que la escritura de Ludo va volviéndose más compleja y su inteligencia
desarrollándose sobre la página es, simplemente, asombroso, y si hubiera que
elegir un rasgo de la novela para poner en evidencia el virtuosismo de su
autora, bien podría ser esa construcción ya no solo de un personaje sino de una
inteligencia, del funcionamiento o desenvolvimiento de una mente.
Samuráis hambrientos
Ludo se
pondrá en busca ya no de su padre biológico (cuya identidad descubre por sí
mismo) sino de su sustituto, su padre espiritual por decirlo de alguna manera;
aprovechando los relatos que le hace su madre sobre hombres a los que admira,
el niño pasa revista a siete candidatos, descartándolos uno por uno (excepto al
último, evidentemente). La novela, en principio narrada ahora desde Ludo, se
expande en las historias de vida de estos siete samuráis: a la manera de Moby Dick y de toda novela maximalista
que se precie de tal, pronto la imaginación y las digresiones y tramas
secundarias proliferan, tanto que sentimos que el narrador se ha vuelto algo
más que un personaje concreto de la historia narrada, vuelto de pronto un
mecanismo conceptual. El efecto es similar al de las modulaciones de narradores
en Contraluz, de Pynchon, pero aquí
siempre volvemos a la peripecia de Ludo y su búsqueda, como si se tratara de un
nivel específico de energía al que el libro vuelve y desde el que despega para
alcanzar los momentos más deslumbrantes.
Podría
hacerse un listado más o menos completo de temas y procedimientos. La tensión
entre repetición (la madre de Sibila, por ejemplo, era una aspirante a virtuosa
musical que podía tocar 40 veces la misma pieza sin variar un solo énfasis) y
variación (vamos entendiendo de a poco que los siete hombres buscados por Ludo
son variantes del modelo de padre que ha hecho suyo; o, también, una de las
historias que proliferan hacia la mitad del libro es la de un pianista japonés
que daba conciertos de seis o siete horas en los que la misma pieza era
recreada con variaciones sutiles, muchas veces no otra cosa que el ruido de un
tambor como fondo), por ejemplo, o la pregunta con la que insiste Sibila (¿es
Ludo un niño prodigio o apenas uno de intelecto normal al que simplemente se le
ha enseñado cosas que todos nos resignamos a no enseñar a los niños?), llevada
desde las ideas de Stuart Mill hasta reflexiones sobre la naturaleza de la
consciencia y la inteligencia, son acaso los ejemplos más fácilmente visibles,
pero la novela, que también habla de la pobreza, la adversidad, la naturaleza
del genio, la aventura, la ética, la paternidad (por supuesto) y la maternidad es
tan rica que cualquiera de los hechos culturales a los que alude (el cine de
Kurosawa, la música del siglo XX, etc) o sus “grandes asuntos” trabajados parecen
por momentos reclamar un lugar central, para después deslizarse de nuevo hacia
el paisaje de fondo y volver a sugerir un ágil desfile de variaciones comparable
a las treinta de Bach o a las otras tantas mencionadas por Ludo y su madre en
sus diálogos vertiginosos, o también, por qué no, a la sucesión aparentemente inagotable de
variaciones/recreaciones de Los siete
samuráis (Sibila comenta Los siete
magníficos con buen humor, pero la sabe inferior a la de Kurosawa)..
Ciertas
obras de culto llegan a convertirse en clásicos; no hay manera de saber si ese
será el destino de la primera novela de Helen DeWitt, pero su reciente traducción al castellano y su éxito creciente en
su lengua original empiezan a confirmarla como una referencia ineludible de la
narrativa del siglo XXI.
Usted
no puede, no debe dejar de leerla.
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