La novela luminosa, Mario Levrero
Luminosa
y final. Hace algunos años en Uruguay sólo podía
comprarse la edición de Alfaguara de La
novela luminosa, novela póstuma de Mario Levrero, novela de algún modo
final o terminal, no únicamente en el listado más literal de sus obras sino
también en eso que cabe pensar como el proyecto personal de su autor. En
Argentina y, supongo, España y otros países de Latinoamerica, en cambio, la que
se conseguía era la edición de Literatura Random House (entonces Literatura
Mondadori), que por alguna razón –quizá porque nunca me gustó del todo la
portada propuesta por Alfaguara– yo prefería y quería incorporar a mi
colección. Años después circunstancias editoriales hicieron que en Uruguay circulase
la edición de Literatura Random House, y en ese momento yo, con la bibliografía
levreriana más o menos completa en mi biblioteca, empecé a pensarme también
como un coleccionista, de modo que procure más ediciones de esos libros que ya
tenía y llegué a conseguir, no hace mucho, una primera edición de La Ciudad y también la tan ansiada
(porque reúne mi obsesión con Levrero con mi amor por los libros de ediciones
Minotauro) original de Aguas Salobres.
Ahora no sólo se alinea junto a mi colección de Levrero esa edición de
Literatura Random House de La Novela
Luminosa sino que, además, a su lado está la misma novela en su versión de
bolsillo. Tres ediciones, entonces, para la historia de esa novela que cambió
drásticamente la recepción crítica y lectora de la obra de su autor. Detalles
sórdidos a continuación.
El
cuento del origen (simetría 1). A la vez, también
conseguí más o menos al mismo tiempo la edición de bolsillo de las tres novelas
que conforman la llamada Trilogía
Involuntaria: La ciudad (1970), París
(1980) y El lugar (1982), que para
mi ya obsesiva colección levreriana aparecen en casi todas sus ediciones,
incluyendo los preciosos libritos de la colección Mundos Imaginarios de la
editorial española Plaza Janés, que ofreció (junto a joyas como El amor es un número imaginario, de
Roger Zelazny, o Laberinto de muerte, de
Philip K. Dick) El lugar y La ciudad a comienzos de los dosmiles.
En cualquier caso, hay algo por demás interesante –y que trasciende la mera
obsesión completista de la que no dudo en declararme felizmente culpable– en
una edición en un sólo volumen de las novelas de la trilogía: de alguna manera
parece disolver aún más sus contornos y ofrecerlas casi como una novela única.
Al modo de aquel Fauna/Desplazamientos en
que cabía leer las relaciones entre ambos textos como si fueran el lado A y el
lado B de un single, tener las novelas de la trilogía en un volumen único
ahonda todavía más en aquel gesto unificador de su autor, quien se dio cuenta
tardíamente de que había escrito tres novelas no tan idénticas entre sí como
para ser la misma ni tan diferentes como para pensarlas de modo aislado: tres
variaciones, cabría pensar, en un juego con lo mismo y lo otro, con los
contornos de las formas y los géneros literarios.
La
novela del fin (simetría 2). Hay, entonces, una
trilogía (o una novela ensamblada a
posteriori con otras tres) al comienzo de la carrera de Levrero y está La novela luminosa al final. Pero la
trama se complica, porque quienes hayan leído La novela luminosa recordarán su estructura: hay un prólogo, una
introducción, un larguísimo diario y, al final, los únicos capítulos terminados
de una novela a la que su autor quiso “luminosa”: el relato, la reconstrucción
de ciertas experiencias (diríase que paranormales, pero no sé si Levrero
estaría del todo de acuerdo con esta designación) o, mejor, el intento de
puesta en palabras de esas experiencias ante todo inefables, experiencias
espirituales (Levrero usaba el término con facilidad: creía en el “espíritu”
como una suerte de dimensionalidad extra del sujeto humano, algo así como en la
teoría de cuerdas se asumen ocho dimensiones más aparte de las tres que
intuimos fácilmente), experiencias que ponían en evidencia al espíritu. Y el
mismo Levrero lo sabía: lo de “inefables” no estaba dicho en vano, en tanto era
en principio imposible lograr que el rebelde y mezquino idioma (por apelar al
tópico romantico) pudiera dar cuenta de esas experiencias, de sus matices, de
sus significados profundos. Entonces, lanzado a una misión que sabía imposible,
entendió que sólo podía ofrecer la crónica de su fracaso. Y allí está esa
novela publicada póstumamente, homenaje a y testimonio del fracaso en escribir
una novela realmente luminosa que diera cuenta de aquellas experiencias. Hay,
entonces, dos “novelas luminosas”, la real, publicada después de la muerte de
Levrero, y la buscada, la que se intentó escribir, la que no pudo ser terminada
(y en esto Levrero se suma a ese conjunto de escritores que se enfrentaron a
una obra total y acaso interminable: Mallarmé con su Livre, Musil con El hombre
sin atributos, Pierre Menard –ficticio, pero qué importa– con el Quijote, Proust con su En busca del tiempo perdido inacabada y,
por qué no, Roberto Bolaño con 2666),
que, en última instancia, es una novela(ficticia)-dentro-de-la-novela(real). Y
esa novela real, en rigor, es una trilogía: porque no se limita a las páginas
publicadas en 2004 como La novela
luminosa sino que han de ser incluidos –en tanto crónica de aquel fracaso,
historia del intento de escribir una novela luminosa– otros textos: El discurso vacío (que también se puede
conseguir ahora en edición de bolsillo) y “Diario de un canalla” (publicado
hace unos años junto al hasta entonces inédito Burdeos 1973).
Nada
sobre nada. El
discurso vacío aborda de lleno el tema de qué puede
ser dicho (o escrito) y qué se mantiene indecible. Y lo hace por partida doble:
digamos que, como en aquella obra teatral de Beckett, es un relato en el que no
pasa nada dos veces. Primero están los ejercicios de caligrafía: Levrero
(porque el juego consiste en hacernos creer que el narrador del texto, una
entidad ficcional por definición, es el autor real) supone que, si los
principios del conductismo y la grafología son ciertos, una “letra linda”
equivale a un “yo lindo”, y que, entonces, si se esfuerza por mejorar su
manuscrita, mejorará también el estado de su alma y de su mente, mejorará él.
¿Pero cómo no aburrirse a los cinco minutos de una plana de minúsculas y
mayúsculas? La respuesta: escribiendo lo que pase por su mente, como en una
meditación no dirigida, y esperando que lo escrito no se le vuelva tan
interesante que pase de pronto a interesarse más en hablar de eso que en mejorar la letra. En cierto
sentido, escribiendo sobre nada. Y de
ese propósito se desgaja la otra mitad del libro, el “discurso vacío”
propiamente dicho, un delicado monólogo sobre la nada, sobre escribir sobre
nada, sobre lo posible o imposible de escribir sobre nada. Como en ambos casos
–la nada y la buena letra– Levrero fracasa, el libro, que intercala los
ejercicios con el “discurso vacío” y queda ensamblado con una suerte de orden o
causalidad novelística, termina por ofrecerse como una crónica del fracaso ante
lo indecible: igual que La novela luminosa
y a la que alude una y otra vez.
Y diario
sobre todo. La necesidad de escribir la “novela
luminosa” queda declarada también en tanto reacción a una intervención
quirúrgica que afectó gravemente a Levrero, hasta el punto de que este quedara
de alguna manera resignado a haber perdido en el quirófano parte de su “alma”.
Además, más o menos al mismo tiempo, Levrero se había mudado a Buenos Aires
para trabajar formalmente en una revista de crucigramas. Eso –y lo señaló en
varias entrevistas– contribuyó a secarle la creatividad, por decirlo de manera
apresurada, y de paso, como cabía esperar, a socavar la imagen que tenía de sí,
profundamente vinculada a su asombrosa capacidad de crear relatos dotados de su
propia lógica, ajena a la convencional y, si uno quisiera decirlo con la
fantasmagórica jerga psicoanalítica, “conectados al inconsciente”. El lector
podrá encontrar ejemplos de lo que digo en los mejores textos de Levrero:
cuentos como “Aguas salobres”, “Los muertos”, “Todo el tiempo” o “El
crucificado”, que ocupan un lugar acaso inasible entre la fantasía, la ciencia
ficción, el slipstream y la
literatura weird; después, a partir
de “Diario de un canalla” (al que Elvio Gandolfo entiende como un texto
“bisagra” en la producción de quien fuera su amigo personal), esa “rareza”
(para nada ajena, si se quisieran ofrecer puntos de contacto con la obra de
otros creadores, al mundo personal de David Lynch) parece replegarse o volverse
más el fondo que la figura, y así el relato de lo cotidiano, con un realismo extraño
o extrañado, pasa a primer plano con libros como los ya citados y, quizá, en
clave más de parodia de lo policial, Dejen
todo en mis manos (El alma de Gardel sería,
junto al cuento “Los carros de fuego”, el último latido del corazón weird de Levrero). Algo murió, entonces,
en el sentido de cambió, en Levrero a
partir de esa operación y de su vida porteña. Pero quedaban las experiencias
luminosas, que eran anteriores, que
pertenecían a ese otro Levrero weird y
lyncheano, el que había escrito sus grandes cuentos y también La trilogía involuntaria. El Levrero
posterior, el Levrero “final”, entonces, debió decir aquello que el primer
Levrero había vivido mientras decía (escribía) otras cosas. ¿Cómo volver, cómo
recuperar, cómo decir lo que entonces no fue dicho? Ahí está el eje del
fracaso.
En
el laberinto de la realidad. Quizá sea El lugar, segundo (en el orden propuesto
finalmente por su autor; en cuanto a su publicación fue la última) libro de la
trilogía, el que mejor representa ese universo weird de la primera etapa de Levrero. Se lo puede leer como una
cartografía del infierno, como esas ficciones asfixiantes de J.G.Ballard
(“Ciudad de concentración”, por ejemplo) que redondean un universo tan ajeno al
nuestro como familiar a los paisajes que presentimos en los dobleces de nuestra
mente. Incluso cabría pensar que esos grandes relatos escritos o publicados en
los setenta y los ochenta, y que ya quedaron mencionados más arriba, de alguna
manera prolongan ese “lugar” del título, un paisaje interior si se quiere
seguir con Ballard. La expansión del espacio en ese mundo de pasillos y
habitaciones derruidas que aparece en la primera parte de El lugar queda complementada por la expansión de lo temporal en
“Todo el tiempo” (donde un día puede abarcar años enteros) y Desplazamientos (donde las múltiples
variantes de cada hecho pueden ser exploradas); el deambular por paisajes
urbanos desolados en las últimas partes de la novela recién aludida encuentra
su eco en los periplos nocturnos y urbanos de cuentos como “Espacios libres” y
“Los muertos”: ese primer Levrero, de alguna manera, solo escribe una novela: por más que algunas de las
publicadas sean tres y una a la vez (la trilogía, es decir), y por más que
abunde su obra en cuentos y relatos, todos esos textos pueden ser leídos como
variaciones de una única novela, acaso una concebible “novela oscura”. Quizá el
segundo Levrero, el que sobrevivió a la operación, debió entender que ahora
había llegado el turno de la luminosa…
No
hay salida. …Y fracasó al intentar escribirla. Pero
el testimonio de ese fracaso se convirtió en la novela que se volvería, para
tantos lectores, su obra maestra. Una novela, a su manera, no menos laberíntica
que El lugar, Desplazamientos o
“Espacios libres”: el laberinto de las cosas, del hombre perdido entre los
objetos, determinado a quererse un alma, a sentirse poseedor de espíritu. La
crónica, si se quiere, del fracaso último de esos grandes mitos: el sujeto, el
yo, la mente, el alma.
Publicada en El astillero de las letras en octubre de 2018
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