La muerte del comendador libro 2, Haruki Murakami
Retrato de un hombre sin cara
Cabe
preguntarse hasta qué punto la decisión de dividir en dos tomos La muerte del comendador no fue en
detrimento del destino de la novela entre los lectores de lengua española. En
cualquier caso, ahora que la segunda parte ha sido publicada no sólo es posible
hacerse una idea de la obra completa que supera las expectativas generadas por
la primera sino que, también, parece fácil sentir que, así dividido, así cortado el libro, su primera parte no
estaba a la altura de la segunda ni, concebiblemente, a la de la totalidad que
integra.
Es
decir: si esa primera mitad podía parecer poco intensa y quizá algo derivativa,
la segunda cae del otro lado de una pauta estructural del libro que habilita un
nuevo tempo para la trama, un vértigo
creciente e incluso un incremento notorio de la sensación de extrañeza
producida por lo narrado. Para los lectores de Murakami, por supuesto, eso era lo que cabía esperar en un
principio, y si escenas como la exploración del pozo en el bosque parecían en
la primera parte una versión algo light de
los momentos más inquietantes de, pongamos, Crónica
del pájaro que da cuerda al mundo, en la segunda esos elementos de la trama
se aparecen revestidos de una suerte de cualidad ominosa o siniestra
recuperada. La sensación es la de dar finalmente con Murakami, con el mejor
Murakami, el que todos sus lectores queremos.
Quizá
si la novela hubiese sido ofrecida completa
(como en inglés y en japonés), esa cosa algo tenue de la primera parte se
habría disuelto en el ritmo o tempo de
una lectura más prolongada, y de La
muerte del comendador cabría haber dicho que, a lo sumo, padecía de cierta
lentitud algo exasperante en sus escenas iniciales. Por otro lado, leer el
segundo tomo sin esperar gran cosa (en plan pesimista, digamos) opera como
cuando se nos dice que una película es mala u horrible y, viéndola sin mayores
expectativas, le encontramos una serie de elementos positivos sorprendentes que
nos habilitan un disfrute inesperado. Es cierto que no se trata de que la
primera parte fuese “mala” o “deficiente”: era, a lo sumo, algo desilusionante,
tanto como esta segunda se vuelve sorprendente. La cesura entre ambos libros
nos permite caer, en el segundo, en un mundo más oscuro y desolador, más allá
de la caída “literal” del narrador, sin duda el mejor momento de la novela:
tanto que el aparente “final feliz” queda cuidadosamente balanceado por la
creciente extrañeza (el desapego emocional, la frialdad de una razón que va
revelándose irracional o, mejor, torcida, deforme) de la voz narradora y,
especialmente, por el recurso a una circularidad del relato, sobre el que
obviamente no conviene adelantar detalles en una reseña.
Es
cierto que no hay nada realmente “asombroso” en La muerte del comendador completa, pero no es eso lo que se le pide
a Murakami; más bien se trata de buscar (y encontrar) en sus páginas ese
registro de lo inquietante depurado de horror, de lo desolado libre de lo
sublime, de una hauntología más viva (o dinámica) que espectral. Es posible que
esto le haya salido mejor a Murakami en textos breves como After dark o en momentos concretos de sus novelas más largas (lo
cual, por otro lado, es esperable en textos de la extensión de Kafka en la horilla, 1Q84 o la ya
mencionada Crónica del pájaro…), pero La muerte del
comendador lo
muestra en posesión de una técnica más refinada, más sutil. En otros escritores
(Pynchon, se me ocurre como ejemplo, o Philip K. Dick) esa sutileza no
necesariamente debería pensare como una virtud a priori, pero quizá sí en Murakami, cuyas obras no se proponen la
conmoción o el sobresalto sino más bien un registro pop de lo inquietante y el weird.
En ese sentido, su última novela da en el blanco, a la vez que aporta a su
ya nutrida bibliografía algunas de sus escenas más fascinantes. Por supuesto es
imposible leer solo el tomo dos de La
muerte del comendador, pero los lectores que puedan hacerse con ambos tomos
y leerlos sin pausa en medio sin duda disfrutarán de esta novela y su misterio
estilizado, austero y elegante.
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