Bailando en la oscuridad, Karl Ove Knausgård
Vida
salvaje adolescente
Hace pocos días, en una entrevista
publicada en La Diaria y a cargo de
Francisco Álvez Francese, Amir Hamed repensó la idea ballardiana de un mundo
saturado de ficciones y del escritor como
“inventor de la realidad” (el entrecomillado es de Ballard); la pregunta
original de Álvez Francese aludía a Febrero
30, la novela más reciente de Hamed, y desde este cruce de verdad
literaria, de ficción autobiográfica o, por usar el término algo gastado, autoficción (coordenadas desde las que
es dable leer buena parte de la ficción de interés publicada últimamente en
Uruguay, desde El hermano mayor , de
Daniel Mella, hasta Todo termina aquí, de
Gustavo Espinosa), se articula la manera más fácil u obvia de leer Mi lucha, la serie autobiográfica –compuesta
por seis tomos, de los que van cuatro traducidos al castellano– del noruego
Karl Ove Knausgård (1968).
Puestos entonces a señalar obviedades, está claro que en la
reconstrucción de diálogos y paisajes (tanto interiores como exteriores, o en
la articulación de ambos) y en el uso de procedimientos novelísticos Knausgård
se hace cargo de lo inescapable de la ficción, por decirlo de alguna manera;
pero la lectura, también de modo inevitable, queda marcada por el pacto
autobiográfico: los libros de Knausgård se leen con asombro ante la valentía y
el candor, efecto de lectura que se impone a cualquier consideración posterior
sobre la construcción del escritor como personaje o de las estrategias
retóricas en juego. En particular el tomo 2
–las ediciones propuestas por Anagrama repiten los títulos de la traducción
al inglés: La muerte del padre, Un hombre
enamorado, La isla de la infancia y Bailando
en la oscuridad, el cuarto y último hasta la fecha, mientras que en
original noruego esos títulos no existen y los libros son meramente Mi lucha tomo 1, Mi lucha tomo 2 y etc–,
con sus descripciones descarnadas de las emociones de un Karl Ove Knausgård que
acaba de ser padre y siente que todo lo que hace o hacía a su mundo está
arrojado a una colisión catastrófica, reclama ser leído como el “testimonio”
inmisericorde de las luces y oscuridades, los aciertos y las debilidades en la
vida de un hombre.
La recientemente publicada en castellano
cuarta entrega de la serie acaso se acerque un poco más a lo marcadamente
novelístico, al menos por dos razones. Primero porque si bien Bailando en la oscuridad es ante todo el
relato de un año en la vida del Knausgård postadolescente –que acaba de cumplir
18 años y terminar el liceo, se propone pasar una temporada lejos de todo lo
que hacía a su vida previa para concentrarse en sí mismo y convertirse en un
escritor, consigue un trabajo de profesor suplente en el remoto norte de
Noruega y se emborracha apenas tiene la ocasión–, el marcadísimo flashback (o analepsis) que aparece
hacia la mitad del libro y se extiende por casi 200 páginas de recuerdos de,
ante todo, sus últimos dos años de liceo
trama una suerte de énfasis en los procedimientos narrativos y literarios más
que en la estricta deriva temática de los recuerdos (aunque no necesariamente
aparezcan como polos opuestos). Y segundo porque se vuelve especialmente
visible un trabajo de naturaleza temática, no tan notorio en los tomos
anteriores, que vuelve a ciertos asuntos con un ritmo tan evidente que el libro
poco a poco va ganando en espesor de artificio.
De hecho, algunos de estos temas regresan a
los tomos anteriores de Mi Lucha, y
así la figura del padre de Knausgård –que había empezado a ser delineada en el
tomo 1 y se expandía en el 3– adquiere un relieve todavía más marcado.
Las
propias miserias
Se puede, sin embargo, encontrar una serie
de cualidades del libro que parecen empujar hacia el lado de lo real o que,
mejor dicho, aportan a esa construcción de la “verdad sobre sí mismo” que sirve
de eje al proyecto. Por ejemplo, cuando Knausgård aborda un tópico de los
relatos de la adolescencia (y hay en el libro una atención especial a las
borracheras con amigos, al deseo sexual y a la frustración que le ocasionan sus
poluciones nocturnas y su eyaculación precoz, tema que ofrece el cierre
magistral del libro, comparable –pero al revés– al de Mujeres, de Bukowski) lo hace con un equilibrio tan cuidado entre
el punto de vista de su yo de 18 años y el del Karl Ove Knausgård que ha
cumplido ya 40 años y se lanza a dar cuenta de su vida. Sin duda si una de esas
zonas posibles desde las que contar quedase evidentemente privilegiada el texto
aparecería imbuido en una cualidad una vez más de artificio, de novela que se esfuerza por generar
efectos en el lector. Pero Knausgård logra que justo en esos lugares más
tópicos, si se prefiere decirlo así, su voz se sienta más sincera y honesta que
nunca. Y es un artificio, sin duda, un procedimiento reconocible, pero está tan
bien disfrazado de naturalidad que llegamos a creerlo, a asumirlo como una
instancia más del proceso de decirse a sí mismo y exponer las propias miserias.
O de alcanzar una verdad literaria (esa que de la que hablaba Ballard) a través
de la ficción autobiográfica.
Hay, por supuesto, muchos más asuntos de
interés en Bailando en la oscuridad.
El Knausgård de 18 años –que se pasa buena parte de sus horas de clase
disimulando las erecciones que le producen sus alumnas de 16 años, y a veces
también las de 13– es un melómano curtido y nos habla todo el tiempo de sus
preferencias musicales, de las reseñas de discos que ha empezado a escribir
para la prensa y de los gustos de sus amigos. Aparecen así David Bowie, Talking
Heads, Simple Minds, U2 y Echo & The Bunnymen, a la vez que rechazos a la
“pureza” u “honestidad” del blues, que aburre mortalmente al joven Knausgård, a
quien vemos también en sus primeros intentos de escritura (de hecho hacia el
final del libro consigue una beca para una residencia de escritores, y así
queda cerrada su etapa de profesor suplente en la versión noruega del culo del
mundo) y orientándose a sí mismo como lector: Hemingway aparece como una
presencia imperiosa y junto a él escritores noruegos canónicos (como Knut
Hamsun) y otros tantos entonces contemporáneos, en particular el alcohólico,
depresivo y genial Jens Bjørneboe, cuyo libro Los tiburones (Haiene, de 1974)Knausgård se lleva al norte
de noruega.
Una de las tantas cosas que Karl Ove Knausgård
aprendió a la perfección de Marcel Proust (cuya monumental En busca del tiempo perdido habría que poner un poco a la izquierda
–hacia la ficción– de Mi lucha) es el
truco de incorporar párrafos o incluso oraciones deslumbrantes en un contexto
de descripción minuciosa e incluso aburrida. Así, podría hacerse una antología
de los momentos más expresivos y evocadores en Bailando en la oscuridad, y el que sigue es acaso uno de los
mejores:
“Comprendí que lo que para mí fue algo pequeño e insignificante, un chico inadaptado que lloraba por nada, para él era algo grande, algo que llenaba toda su vida, que era su vida, todo lo que tenía. La mala conciencia ardía en mí como un bosque” (p.495)
Publicada en La Diaria el 7 de diciembre de 2016
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