La invasión de los marcianitos, Martin Amis
Invasores
del espacio
En el prólogo a La invasión de los marcianitos, ensayo de Martin Amis publicado
originalmente en 1982 como Invasion of
the Space Invaders y rescatado y traducido ahora por la editorial Malpaso,
el escritor José Antonio Millán habla de lo difícil que es conseguir el libro
original, señala que su autor parece haber renegado del texto (o, al menos, que
no ha dado permiso para reeditarlo) y que incluso su biógrafo más reciente
(Richard Bradford: Martin Amis: The
Biography, 2011) ni siquiera lo menciona. Y si se lee La invasión… con algo de mala onda puede quedar claro por qué pasa
lo que pasa: las predicciones completamente erradas con respecto a la evolución
de los videojuegos, el peso apocalíptico (medio en broma, medio en serio) de
algunas apreciaciones y, por qué no, el tono bromista pero no del todo
convincente de escritor serio que se
volvió adicto a los videojuegos, sin duda no del todo compatible con la
imagen construida posteriormente en torno a su persona, parecen convertir al
libro en el tipo de cosa un poco vergonzosa que hay que esconder en el ropero.
Pero eso, insisto, si se lo lee como podría
leerlo su autor o, una vez más, con mucha
mala onda. Porque el libro es, simplemente, una maravilla. Podemos pensarlo
fácilmente como una suerte de máquina del tiempo hacia aquel primer punto de
inflexión en la historia de los videojuegos en que, de a poco, el objetivo
básico de hacer más y más puntos empezaba
a dar paso a otra cosa, a lo que de alguna manera haría tan interesantes a los
videojuegos, es decir su estatus de forma de narrativa extraordinariamente viva
y llena de potencial. Para 1982, sin embargo, todo pasaba por habilidades
físicas y astucias que se aprendían en la calle (bueno, en los salones de arcade o, como se decía acá, de maquinitas), pasaba por saber cómo
mover la muñeca y apretar determinado botón a la hora de recibir la siguiente
oleada de aliens en Galaxian o cómo
dar cuenta de los fantasmitas en Pac Man.
El objetivo, claro, era alcanzar un puntaje máximo y anotar las iniciales en la
pantalla de high scores, pero pronto
la cosa empezaría a complicarse, y ese cambio por venir asoma, en este libro,
en las reseñas de dos juegos en particular, Donkey
Kong y Scramble, ambos de 1981.
El último es el primer ejemplo conocido de side-scrolling shooter, es decir del
tipo de juego en que la acción es presentada desde la visión que daría una
cámara colocada a un lado del protagonista que se mueve de izquierda a derecha,
a la vez que “avanza” a lo largo de un entorno que vemos apareciendo desde el
borde derecho de la pantalla. Generalmente se acepta que la primera oleada de
este tipo de juegos se produce al final de la llamada “edad de oro” de las
maquinitas, cuando los salones de videojuegos estaban llamados a perder ante las
consolas caseras y las micros (las Commodore 64, las Spectrum 48, etc); en 1982, entonces, juegos como Scramble eran el futuro: al presentar un
protagonista que se adentraba en un territorio, por decirlo así, se abría la
puerta a una narrativa: a un juego que tendía a un “final” y no tanto (o no
sólo) a una complejidad creciente que limitaba la obtención de los ansiados
puntos. Pero a los jugadores de la vieja escuela eso, cabe pensar, los dejaba
fríos. Para Amis Scramble era un
“pariente pobre” de Defender (una
máquina en que el espacio por el que moverse para rescatar humanoides excedía a
la pantalla y era declarado por una suerte de radar o escáner), y si bien “no
está mal para perder el tiempo (…) carece de la lógica, la coherencia y la
visión que exige todo buen vídeo”.
Quizá ahora sólo los eruditos de la
historia de los videojuegos recuerdan a Scramble,
y está más que claro que no podemos culpar a Amis por su miopía, pero de todas
formas llama un poco la atención que otro de los juegos reseñados negativamente
sea el superclásico Donkey Kong, que
no sólo es un juego que marcó una era en su propio derecho sino que, además,
registra la primera aparición de Mario (al que Amis, cuya sensibilidad para
“ver” en los adorables gráficos de 8 bits de la época es maravillosa, describe
como “un obrero de aspecto amable con casco y camisa a cuadros”), uno de los
personajes de videojuego más entrañables y reconocibles de todos los tiempos.
Dice Amis que el juego es “una birria”, que acabará “en lo alto del Empire
State Building, para arrojarse a su destrucción. Querido asno [donkey en inglés significa “burro”], tus
días están contados. Te espera el desguace”, aunque admite que “el escenario es
muy sofisticado” y que “las imágenes, los efectos de sonido [y] el dinamismo de
dibujo animado [son] de primera calidad”. Quizá era difícil pensar, entonces,
que era justamente la apuesta por mejores imágenes, efectos de sonido y
animación lo que propulsaría la evolución de los videojuegos, y no
necesariamente desafíos físicos más exigentes. “Resulta más divertido especular
con lo que nos traerá Nintendo en el futuro. Los tres chorlitos, la marmota del
lago Ness, el pato con botas”, remata Amis su reseña.
El último capítulo del libro está dedicado
al entonces apenas emergente mercado de las micros hogareñas, y Amis se permite
incluso incluir un par de juegos en BASIC (lenguaje de programación incorporado
a la mayoría de esas máquinas), que valdría la pena ahora digitar en un
emulador adecuado.
Es fácil reírse del Amis corto de vista,
tanto como dejarse llevar por la nostalgia de aquellas épocas de gente que te
mangueaba fichas o monedas, que se paraban a tu lado para preguntarte si
querías que “te pasaran” tal o cual enemigo difícil; una época de sabiduría
callejera, digamos, de una cultura urbana llamada a desaparecer. El libro de
Amis da cuenta perfectamente de esa época, y lo hace –pese a su tono
apocalíptico en joda y/o en serio– de manera convincente como la crónica de
alguien inmerso en el asunto, aunque a veces no se le crea que es tan genial
con Defenders o Space Invaders o que si no es tan bueno en Missile Comand es porque es un juego para japoneses (“cuando se
ponen, esos tipos son vertiginosos. Su tasa de decisiones por segundo enarcaría
las cejas de medio Cabo Kennedy. Mitad bongoseros, mitad concertistas de piano,
parecen capaces de hacer dos o tres docenas de cosas a la vez. Lo único que uno
puede hacer es mantenerse apartado y ver como echan humo”, p.102)
Por cierto, la cita recién reproducida da
una idea perfecta del tono del libro, de su poesía cuasi ciberpunk. Y si se
pasa de la nostalgia por los videojuegos que uno jugó en la infancia, si
incluso se tiene un mínimo o nulo interés en la evolución de la tecnología, el
arte y la cultura pop contemporánea (me dicen que hay gente así pero me cuesta
creerlo) o si no se es fan de Martin Amis, de todas formas La invasión de los marcianitos (más allá de la hermosísima edición
de tapa dura, páginas a color y fotos y pósters de época) se convierte en un
gran ejemplo de crónica gonzo, deslumbrantemente
bien escrito y de los libros más divertidos que hay por ahí.
Publicada en La Diaria el 26 de octubre de 2016
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