El tenis como experiencia religiosa, David Foster Wallace
Momentos
Foster Wallace
Habrá quien recuerde que David Foster
Wallace (1962-2008) pasó buena parte de su adolescencia jugando tenis y que La broma infinita, su obra maestra,
transcurre casi completa en el contexto de una academia de tenis para jóvenes y
niños; leyendo Every love story is a
ghost story (“Todas las historias de amor son historias de fantasmas”), la
biografía de Foster Wallace publicada por D.T.Max en 2012, además, descubrimos
que el joven David jugaba un tenis racionalizado, que le gustaba “calcular
ángulos y tener en cuenta la velocidad del viento” (página 8 de la biografía
mencionada, la traducción es mía) y que por ello, y porque se desarrolló
físicamente de manera tardía, sus compañeros más grandes y fuertes lo
aventajaron de inmediato, desarrollaron instintos y memoria muscular y David
entendió que su juego basado en el pensamiento ya había dado todo de sí, hasta
el punto que no volvió a aspirar a convertirse en jugador profesional de tenis
y sí, por suerte, en novelista. ¿Por suerte? Bueno, habrá también quien sepa
poco y nada de tenis y se aburra sobremanera ante un encuentro que involucre a
Margaret Court o a Roger Federer (acá es donde este reseñista levanta la mano)
y que, por tanto, al abrir un libro como El
tenis como experiencia religiosa, de David Foster Wallace, piense
invariablemente que el interés principal de la propuesta pasará por constatar
un pliegue más en la relación del tenis con la obra de un escritor tan admirado
y que lo importante, en última instancia, es como los dos ensayos incluidos en
el libro (“Democracia y comercio en el Open de Estados Unidos”, escrito en
1996, y “Federer, en cuerpo y en lo otro”, de 2006) dialogan con La broma infinita y, por qué no, con la
biografía y la figura de Foster Wallace.
Pero no es así. Basta con leer el segundo
de los textos compilados para entender que no sólo se trata de un ejemplo
maravilloso de ensayo sino que, además (para trascender esa actitud de ciertos
lectores que dicen preferir la “forma”, sea eso lo que sea, al “tema”), logra
que incluso un lego en la materia como quien esto escribe llegue a interesarse
(y diré más: a fascinarse) con el tenis. Así, en “Federer, en cuerpo y en lo
otro”, Foster Wallace expone la belleza del deporte y su magia; al analizar el
estilo de juego de Federer (y de paso la historia reciente del deporte, desde
el paradigma del “juego de servicio y bolea” hasta el más reciente de “juego de
fondo”) y el enorme talento de este deportista habla de la técnica, del arte,
del talento, el genio y la excelencia, tanto en términos abstractos o generales
como permanentemente anclados a lo concreto, al tenis, a la batalla de los
cuerpos, los brazos, los ojos y las raquetas. Y hay cálculo de ángulos y
velocidades del viento, por cierto, como si el ensayo, además, lograra
contarnos entre líneas o en letra pequeña una historia (la historia, parte de la historia) de su escritor y hacernos
entender por qué para quien lo escribió el tema es urgente e ineludible;
hacernos sentir, en última instancia, por qué se mira así al tenis y por qué se
encuentra en el tenis lo que se encuentra. Se nos enseña, digamos, a leer el tenis.
El otro de los textos muestra a un Foster
Wallace más dado a la crónica y, por tanto, más cercano al inolvidable Algo supuestamente divertido que nunca
volveré a hacer, el relato de una semana de crucero por el Caribe que el
autor de La broma infinita publicó en
1997. Acá aparecen el sentido del humor y la inmensa atención al detalle del
autor, capaz de encontrar una historia interesante, divertida y relevante hasta
en el gesto más mínimo del empleado de la boletería del Open de Estados Unidos.
Ambos textos, es interesante constatar,
hacen un uso abundante y variado de las notas a pie, hasta el punto que por
momentos parecen convivir tres líneas de desarrollo del texto, la del cuerpo
central del ensayo, la de las notas a pie y la de un segundo grupo de notas o
sub-notas (sí, Foster Wallace llega hasta el gesto barroco de incluir notas a
pie de página a sus notas a pie de página, ¿y por qué no?) muchas veces entere
paréntesis, como si implicasen otra forma de propuesta, de riesgo o incluso de
tono de voz; todas esas líneas confluyen en una recreación magistral de ese
evento deportivo, y el lector llega a sentir que estuvo allí, que lo vivió.
Es el segundo de los textos, de todas
formas, el más importante, el verdaderamente ineludible. Y va una cita a modo
de muestra: “Casi todo el mundo que ama el tenis (…) ha vivido durante los
últimos años eso que se puede denominar Momentos Federer. Se trata de una serie
de ocasiones en que estás viendo jugar al joven suizo se te queda la boca
abierta y se te abren los ojos como platos y empiezas a hacer ruidos que
provocan que venga corriendo tu cónyuge de la otra habitación para ver si estás
bien. Los Momentos Federer resultan más intensos si has jugado lo bastante al
tenis como para entender la imposibilidad de lo que acabas de verle hacer (…)
Todos tenemos ejemplos. Aquí va uno. Se está jugando la final del Open de
Estados Unidos de 2005 y Federer sirve ante Agassi al principio del cuarto set
(…) Agassi va hacia la red siguiendo a la pelota en ángulo oblicuo procedente
del lado de revés (...) y lo que consigue hacer ahora Federer es invertir
instantáneamente el impulso de su cuerpo y dar un brinco hacia atrás de tres o
cuatro pasos, a una velocidad imposible (…) La pelota vuela en línea recta
siguiendo la línea de banda, aterriza con precisión en la esquina de dobles del
lado de Agassi y obtiene el punto; Federer todavía está danzando hacia atrás
cuando aterriza (…) Ha sido como una escena de Matrix” (pp. 65-67)
Publicada en La Diaria el 20 de diciembre de 2016
Comentarios
Publicar un comentario