Los ojos de una ciudad china, Gabriel Peveroni
Extraños
en el domo
Hasta la aparición de The Peripheral (2014) las
novelas de William Gibson parecían haber fijado un curso de colisión con el
presente. En la década de 1980 tanto Neuromante
(1984) como Conde Cero (1986) y Mona Lisa Acelerada (1988) compartían
con la ciencia ficción prospectiva el despliegue de un futuro detallado, en
aquel momento algo así como cuarenta o cincuenta años hacia adelante, en el que
la realidad virtual y las conexiones neuroquímicas mente-computadora habrían de
aparecer como moneda corriente. Ese mundo, su tecnología, sus personajes y su
estética integrarían poco después la marca genérica de un movimiento ciberpunk
ya consolidado, pero en las obras que publicaría Gibson a lo largo de la década
posterior (Luz Virtual, de 1993; Idoru, de 1996; y Todas las fiestas de mañana, de 1999) aparecen relatos de un futuro
mucho más cercano o inminente en el que las tecnologías retratadas parecían el
desarrollo lineal y al alcance de la mano de lo disponible (o lo que empezaba a
despuntar) en los noventas. Y para la década de 2000 ese efecto de cercanía o
inminencia del mundo ficcional propuesto se haría aún más palpable: en Mundo Espejo (2003), País de Espías (2007) e Historia Cero (2010) Gibson parecía
estar hablando del presente, pero en el uso del lenguaje y los procedimientos
de la ciencia ficción operaba algo así como un extrañamiento. No era exactamente
nuestro mundo, pero casi. O quizá lo
era, pero no lo sabíamos porque, esperando el futuro, nos habíamos dedicado
a mirar paredes vacías.
Acaso por ahí empiece a configurarse una
vía de acceso a Los ojos de una ciudad
china, de Gabriel Peveroni. La novela, que sigue la peripecia de un grupo
de personajes (de diversa procedencia, incluyendo Chile, España, Uruguay…)
en Shanghai, ofrece un aparato de fechas (2010, 2005, 2007)
que la despliega en nuestro pasado, pero algunos de sus asuntos remiten a
tecnologías aún no difundidas o extendidas y otros la empujan lejos del
realismo. Esos elementos de la trama van espesándose en un fondo de inquietud,
por decirlo de alguna manera, pero la novela encuentra una forma de balance
incorporando temas más accesibles para el lector medio (es decir no
necesariamente el de ciencia ficción) y también disponiendo una serie de claves
históricas como premisa o motor de los hechos narrados. En ese sentido, la de
Peveroni podría aproximarse a novelas de la llamada pos-ciencia ficción –entre
ellas la ya clásica Criptonomicon, de
Neal Stephenson– que trabajan esa noción gibsoniana de un presente extraño a la
vez que incorporan elementos de la novela histórica.
Quizá es desde de esa polaridad que se
funciona el mecanismo narrativo de Los
ojos de una ciudad china. Muchos de sus elementos disruptivos del realismo
más simple –buena parte de la novela tiene que ver con clones, por ejemplo– van
siendo desarrollados lentamente y funcionan, durante buena parte del libro,
como un misterio o un enigma; otros operan por algo que quizá cabría describir
como una suerte de saturación de lo real,
que Peveroni ensaya con especial acierto cuando sus personajes y narradores
se refieren a Shanghai, ciudad propuesta como la metrópoli arquetípica del
siglo XXI.
Muchos de esos personajes, de hecho, hablan
de sus recuerdos de una Shanghai anterior a la supernova de desarrollo
urbanístico y económico de la última década, y el vértigo que exponen pronto se
contagia al lector. El tiempo, en Los
ojos de una ciudad china, ha sido acelerado en la lógica del capitalismo tardío
y de un mundo que se acerca a la singularidad tecnológica (concepto especulativo que remite no sólo a la aceleración
permanente del avance tecnológico sino al punto más allá del cual ese avance se
vuelve impredecible e imposible de rastrear por los usuarios, generalmente
propuesto para el momento todavía futuro en que sean construidas verdaderas
“inteligencias artificiales” capaces, a su vez, de diseñar tecnología), un
mundo pos-nacional y pos-identitario, un mundo en el que la hiperabundancia de
información se ha comido a la perimida persona humana y el concepto de réplica
(no en vano la novela insiste sobre las zonas de la ciudad donde se puede
comprar tecnología pirateada) o de copia resignifica toda forma de identidad. El
efecto es similar al de las mencionadas novelas de William Gibson, y pasa por
sentir que, como ya se ha dicho otras tantas veces, el futuro llegó hace rato.
Aira,
Bowie y el poshumanismo
Sin duda que en la elección de una forma
digamos fragmentada por parte de Peveroni
aparece uno de los mayores aciertos de Los
ojos de una ciudad china. La novela sigue el molde de las obras narrativas llamadas
corales –como Los detectives salvajes, de
Roberto Bolaño, por traer a colación uno de los referentes más obvios y además
mencionados en el libro– presentando los acontecimientos de la trama desde la
perspectiva y narración de sus personajes; pero hay más: esa fragmentación se
hace cargo además de ficciones dentro de la ficción y de escarbar en el mundo
de alusiones del libro, un poco a la manera de la trilogía Nocilla del español Agustín Fernández Mallo. Aparecen así “apuntes”
de personajes sobre hechos aludidos y después retomados y desarrollados,
comentarios de lectura de novelas ficticias y citas extensas de estas, en particular
dos esenciales al argumento y escritas por un César Aira ficcional.
Hay que detenerse en ese procedimiento
porque funciona no sólo como eje de la novela sino, además, como representación
a escala de la obra completa, al modo de los fractales. Se cuenta en Los ojos de una ciudad china que un
escritor argentino llamado César Aira ha escrito –mediante la ayuda de dos
“negros” o “escritores fantasma”– una serie de “novelas chinas” entre las que
destacan las tituladas La trama infinita y
Los ojos de Nanjing. Es decir: un escritor real (Aira) es propuesto como creador ficcional (el Aira imaginado por Peveroni, en tanto el real no ha
publicado novelas con esos títulos) de dos textos (La trama infinita y Los ojos
de Nanjing) que narran acontecimientos que en el mundo de Los ojos de una ciudad china cabe
reconocer reales –en oposición a
novelísticos o ficticios, que es lo que cabría esperar de acuerdo a una lógica
lineal. Es evidente así un juego de
espejos (y otras reconstrucciones del mecanismo son posibles) que, poco a poco,
va abarcando Los ojos de una ciudad china
completa, novela en la que lo
“real” aparece tantas veces como una “copia” y lo que efectivamente aconteció
estalla en la perspectiva múltiple de personajes cuyas visiones y narraciones entran
en colisión.
Parte de la novela, además, podría
resumirse como el relato de la búsqueda de al menos dos personajes, uno de
ellos llamado Joy (que aparece en otras obras de Peveroni) y el otro nada más y
nada menos que Ziggy Stardust, el mesías alien interpretado en escena y en
entrevistas por David Bowie entre 1972 y 1973 y emisor ficcional de las
canciones del álbum The Rise And Fall of
Ziggy Stardust And The Spiders From Mars (1972); es decir: no tanto buscar
a Bowie –el músico que para la época en que transcurre la novela de Peveroni ya
estaba más o menos retirado en New York y preparaba la sorpresa que serían los
dos álbumes de su etapa tardía, The Next
Day y Blackstar– sino a un Ziggy Stardust que ha sido
avistado en Shanghai y no ha envejecido.
La novela, por cierto, propone una
explicación de corte racional que cierra casi completamente (se trata de un
clon), pero se reserva un resquicio por donde puede asomar no sólo lo
fantástico sino una iteración más de ese impulso metanarrativo que viene siendo
comentado: en la página 196, por ejemplo, Ziggy señala que ha “aprendido a
vivir en la ficción” y “decidido prescindir de lo vulgar y llevar a cabo una
constante manipulación de la historia”; más adelante, incluso, establece que no
tiene “mañana ni ayer, solo un presente continuo en el que se superponen los
tiempos y las historias”.
Ese presente es posiblemente el de Los ojos de una ciudad china, o, por
extensión, el del mundo que viene configurándose desde el comienzo del siglo
XXI, cuya sinécdoque urbana vendría a ser la Shanghai de la novela. Así, el
personaje de Ziggy Stardust sería algo así como el símbolo, la esencia o alma
errante de este brave new world:
andrógino, extraño, deslumbrante y, fundamentalmente, pos-humano.
Pautas
genéticas para una nueva clonación
Es interesante que sea desde Ziggy Stardust
(emblema de la carrera de Bowie, a su vez emblema de tantas vanguardias de la
segunda mitad del siglo XX, a su vez germen de tantas estéticas, sonidos y
filosofías del siglo XXI) que son introducidos más elementos que cabe leer como
el ADN mismo de la novela y que permiten rastrear su filogenia. Así, aparece mencionada
(en la página 214, la penúltima) una “obra de teatro llamada Greenland”, a la vez que una tal “Maria
Zauber”, y ambas alusiones –que aparecen en un contexto de copias,
reiteraciones e iteraciones– remiten al proyecto literario de Gabriel Peveroni.
Greenland fue publicada en Montevideo
en edición bilingüe en 2008 e integra una serie de obras teatrales marcadas por
ciertas ciudades emblemáticas (Berlín, de
2007, Sarajevo esquina Montevideo, de
2003 y Shanghai, de 2011), a la vez
que Maria Zauber es el personaje central de una creación colectiva impulsada
por Peveroni en las páginas de la revista Freeway.
Estos elementos (así como también el grupo protopunk Los Suicidas, también
ficcional) son evidentemente un nexo entre Los
ojos de una ciudad china y el pasado de la escritura de Peveroni, pero hay
que decir que nada –ni estas obras ni las novelas La cura, de 1997, El exilio según Nicolás, de 2004, Tobogán Blanco, de 2009 y,
especialmente, por ser una suerte de antecedente directo, 50 ciudades musicales– parecía anunciar una obra del calibre de Los ojos de la ciudad china. No porque
las obras mencionadas no sean de calidad (de hecho La cura es sin duda un texto tanto emblemático como clave de la
nueva narrativa uruguaya) sino porque, simplemente, Los ojos de una ciudad china está mucho más allá. En todos los
sentidos.
No basta, de hecho, con proponerla como la
mejor creación de su autor: es de lo mejor que ha producido la narrativa
uruguaya reciente. Por su densidad, por el trabajo minucioso sobre sus temas, por
la inteligencia con la que los aborda, por su riesgo (Los ojos de una ciudad china, en rigor, debería entenderse como un
tercio de una obra aún más extensa), por su ambición, por su soberbio
desarrollo narrativo y por la claridad de su estilo engañosamente simple, Los ojos de una ciudad china destaca
entre los libros publicados en la última década. Hay que retroceder hasta Dodecameron, de Carlos Rehermann –un libro, en todo caso, que se propone
desde otras coordenadas y aspira a una precisión arquitectónica que no es
buscada por la narrativa de flujo al borde del caos de la novela de Peveroni–
para encontrar un abordaje a la novela total, a la cifra enciclopédica del
saber de un momento dado y acopio de la experiencia tal y como es ofrecida y
construida. La de Peveroni, además, parece más contemporánea o quizá urgente; más capaz de cifrar la versión
el siglo XXI de cierto mix perfecto
entre belleza e inquietud.
Si se tratara de pensar en un único libro
uruguayo de 2016 que fuera indispensable leer, sería este. Quizá otros
deslumbren más por su prosa o por quién sabe qué; Los ojos de una ciudad china, sin embargo, triunfa donde deben
triunfar las novelas perdurables: en aparecer como objetos extraños, amorfos,
henchidos de mundos, personajes e ideas.
Publicada en La Diaria el 13 de diciembre de 2016
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